– ¿Sabes?, tuve que pelearme con Elizabeth para darte este trabajo…
Se le quiebra la voz y se acerca un paso más, y yo retrocedo hasta los desvencijados armarios de la pared. Haz que sigan hablando, que sigan hablando, que sigan hablando.
– ¿Qué problema tienes exactamente, Jack? Si quieres exponer tus quejas, quizá deberíamos decir a recursos humanos que estén presentes. Podemos hablarlo con Elizabeth en un entorno más formal.
¿Dónde está el personal de seguridad? ¿Siguen en el edificio?
– No necesitamos a recursos humanos para gestionar esta situación, Ana -dice desdeñoso-. Cuando te contraté, creí que trabajarías duro. Creía que tenías potencial. Pero ahora… no sé. Te has vuelto distraída y descuidada. Y me pregunté… si no sería tu novio el que te estaba llevando por el mal camino.
Pronuncia «novio» con un desprecio espeluznante.
– Decidí revisar tu cuenta de correo electrónico, para ver si podía encontrar alguna pista. ¿Y sabes qué encontré, Ana? ¿Sabes lo que no cuadraba? Los únicos e-mails personales de tu cuenta eran para el egocéntrico de tu novio. -Se para y evalúa mi reacción-. Y me puse a pensar… ¿dónde están los e-mails que le envía él? No hay ninguno. Nada. Cero. Dime, ¿qué está pasando, Ana? ¿Cómo puede ser que los e-mails que te envía él no aparezcan en nuestro sistema? ¿Eres una especie de espía empresarial que ha colocado aquí la organización de Grey? ¿Es eso?
Dios, los e-mails. Oh, no. ¿Qué he puesto en ellos?
– Jack, ¿de qué estás hablando?
Trato de parecer desconcertada, y resulto bastante convincente. Esta conversación no va por donde esperaba y no me fío lo más mínimo de él. Alguna feromona subliminal que exuda del cuerpo de Jack me mantiene en máxima alerta. Este hombre está enfadado, es voluble y totalmente impredecible. Intento razonar con él.
– Acabas de decir que tuviste que convencer a Elizabeth para contratarme. ¿Cómo pueden haberme introducido aquí para espiar? Aclárate, Jack.
– Pero Grey se cargó lo del viaje a Nueva York, ¿no?
Oh, no.
– ¿Cómo lo consiguió, Ana? ¿Qué hizo tu poderoso novio formado en las más prestigiosas universidades?
La poca sangre que me quedaba en las venas desaparece, y creo que voy a desmayarme.
– No sé de qué estás hablando, Jack -susurro-. Tu taxi está a punto de llegar. ¿Te traigo tus cosas?
Oh, por favor, deja que me vaya. Acaba ya con esto.
Jack disfruta viéndome en esa situación tan incómoda y agobiante, y continúa:
– ¿Y él cree que intentaré propasarme contigo? -Sonríe y se le enardece la mirada-. Bueno, quiero que pienses en una cosa mientras estoy en Nueva York. Yo te di este trabajo y espero cierta gratitud por tu parte. En realidad, tengo derecho. Tuve que pelear para conseguirte. Elizabeth quería a alguien más cualificado, pero… yo vi algo en ti. De manera que hemos de hacer un pacto. Un pacto que me deje satisfecho. ¿Entiendes lo que te estoy diciendo, Ana?
¡Dios!
– Considéralo, si lo prefieres, como una nueva definición de tu trabajo. Y, si me satisfaces, no investigaré más a fondo qué teclas ha tocado tu novio, qué contactos ha exprimido, o qué favores se ha cobrado de algún compañero de una de esas pijas fraternidades universitarias.
Le miro con la boca abierta. Me está haciendo chantaje… ¡a cambio de sexo! ¿Y qué puedo decir? Aún faltan tres semanas para que la noticia de la OPA hostil de Christian se haga pública. No doy crédito. ¡Sexo… conmigo!
Jack se acerca más hasta colocarse justo delante de mí, mirándome a los ojos. Su colonia empalagosa y dulzona invade mis fosas nasales… es repugnante. Y, si no me equivoco, el aliento le apesta a alcohol. Oh, no, ha estado bebiendo… ¿cuándo?
– Eres una suavona reprimida, una calientabraguetas, ¿sabes, Ana? -murmura apretando los dientes.
¿Qué? ¿Una calientabraguetas… yo?
– Jack, no tengo ni idea de qué hablas -susurro, y siento una descarga de adrenalina por todo mi cuerpo.
Ahora está más cerca, y espero mi momento para entrar en acción. Ray estaría orgulloso. Él me enseñó qué hacer. Es experto en autodefensa. Si Jack me toca, si respira siquiera demasiado cerca de mí, le derribaré. Me falta el aire. No debo desmayarme. No debo desmayarme.
– Mírate. -Me observa con lascivia-. Estás muy excitada, lo noto. En realidad tú me has provocado. En el fondo lo deseas, lo sé.
Madre mía. Este hombre delira. Mi miedo alcanza el nivel de ataque inminente, y amenaza con aplastarme.
– No, Jack, yo nunca te he provocado.
– Sí, me provocaste, puta calientabraguetas. Detecto las señales.
Alarga la mano, y con el dorso de los nudillos me acaricia delicadamente la mejilla hasta el mentón. Y luego la garganta, con el dedo índice, y yo siento el corazón en la boca y reprimo las náuseas. Llega hasta el hueco de la base del cuello bajo el botón desabrochado de mi blusa negra, y apoya la mano en mi pecho.
– Me deseas. Admítelo, Ana.
Sin apartar los ojos de él, y concentrada en lo que tengo que hacer -en lugar de en mi creciente repugnancia y mi pavor-, poso una mano delicadamente sobre la suya, como una caricia. Él sonríe triunfante. Entonces le agarro el dedo meñique, se lo retuerzo hacia atrás y, de un tirón, lo hago bajar a la altura de su cadera.
– ¡Ahhh! -grita por el dolor y la sorpresa, y, cuando trastabilla, levanto la rodilla con fuerza hasta su ingle y consigo impactar limpiamente en mi objetivo.
Cuando dobla las rodillas y se derrumba con un quejido sobre el suelo de la cocina con las manos entre las piernas, me aparto ágilmente hacia la izquierda.
– No vuelvas a tocarme nunca -le advierto con un gruñido gutural-. Y tienes la hoja de ruta y los folletos encima de mi mesa. Ahora me voy a casa. Buen viaje. Y en adelante, hazte tú el maldito café.
– ¡Jodida puta! -me grita casi gimoteante, pero yo ya he salido por la puerta.
Vuelvo a mi mesa corriendo, cojo la chaqueta y el bolso, y salgo disparada hacia recepción sin hacer caso de los gemidos y las maldiciones que profiere el cabrón, aún tirado en el suelo de la cocina. Salgo a la calle y me paro un momento al sentir el aire fresco dándome en la cara. Inspiro profundamente y recupero la calma. Pero, como no he comido en todo el día, cuando esa desagradable descarga de adrenalina remite, las piernas me fallan y me desplomo en el suelo.
Con cierto distanciamiento, contemplo a cámara lenta la escena que se desarrolla delante de mí: Christian y Taylor, con trajes oscuros y camisas blancas, bajan de un salto del coche y corren hacia mí. Christian se arrodilla a mi lado, pero yo apenas soy consciente de ello y solo soy capaz de pensar: Él está aquí. Mi amor está aquí.
– ¡Ana, Ana! ¿Qué sucede?
Me coloca en su regazo y me pasa las manos por los brazos para comprobar si estoy herida. Me sostiene la cabeza entre las manos y me mira a los ojos. Los suyos, grises y muy abiertos, están aterrorizados. Yo me abandono, embargada por una repentina sensación de cansancio y de alivio. Oh, los brazos de Christian. No deseo estar en ninguna otra parte.
– Ana. -Me zarandea suavemente-. ¿Qué pasa? ¿Estás enferma?
Niego con la cabeza y me doy cuenta de que necesito empezar a explicarme.
– Jack -susurro, y, más que ver, percibo una fugaz mirada de Christian a Taylor, que desaparece rápidamente en el interior del edificio.
– ¡Por Dios! -Christian me rodea con sus brazos-. ¿Qué te ha hecho ese canalla?
Y, en mitad de toda esta locura, una risita tonta brota de mi garganta. Recuerdo a Jack, absolutamente conmocionado, cuando le agarré del dedo.