– Más bien qué le he hecho yo a él.
Me echo a reír y no puedo parar.
– ¡Ana!
Christian vuelve a zarandearme, y la risa histérica se calma.
– ¿Te ha tocado?
– Solo una vez.
Christian, dominado por la rabia, comprime y tensa los músculos, y se pone de pie con agilidad, poderoso, con la firmeza de una roca, conmigo en brazos. Está furioso. ¡No!
– ¿Dónde está ese cabrón?
Se oyen gritos ahogados dentro del edificio. Christian me deja en el suelo.
– ¿Puedes sostenerte en pie?
Yo asiento.
– No entres. No, Christian.
De pronto ha vuelto el miedo, miedo de lo que Christian le hará a Jack.
– Sube al coche -me ordena a gritos.
– Christian, no -digo, sujetándole del brazo.
– Entra en el maldito coche, Ana.
Se suelta de mí.
– ¡No! ¡Por favor! -le suplico-. Quédate. No me dejes sola.
Utilizo mi último recurso.
Christian, furioso, se pasa la mano por el pelo y me clava una mirada llena de indecisión. Los gritos en el interior del edificio aumentan, y luego cesan de repente.
Oh, no. ¿Qué ha hecho Taylor?
Christian saca su BlackBerry.
– Christian, él tiene mis e-mails.
– ¿Qué?
– Los e-mails que te he enviado. Quería saber dónde estaban los e-mails que tú me has enviado a mí.
La mirada de Christian se torna asesina.
Maldita sea.
– ¡Joder! -masculla, y me mira con los ojos entornados.
Marca un número en su Blackberry.
Oh, no. Me he metido en un buen lío. ¿A quién telefonea?
– Barney. Soy Grey. Necesito que accedas al servidor central de SIP y elimines todos los e-mails que me ha enviado Anastasia Steele. Después accede a los archivos personales de Jack Hyde para comprobar que no están almacenados allí. Si lo están, elimínalos… Sí, todos. Ahora. Cuando esté hecho, házmelo saber.
Pulsa el botón de cortar llamada y luego marca otro número.
– Roach. Soy Grey. Hyde… le quiero fuera. Ahora. Ya. Llama a seguridad. Haced que vacíe inmediatamente su mesa, o lo primero que haré mañana a primera hora es liquidar esta empresa. Esos son todos los motivos que necesitas para darle la carta de despido. ¿Entendido?
Se queda escuchando un momento y luego cuelga, aparentemente satisfecho.
– La BlackBerry… -sisea entre dientes.
– Por favor, no te enfades conmigo.
– Ahora mismo estoy muy enfadado contigo -gruñe, y vuelve a pasarse la mano por el pelo-. Entra en el coche.
– Christian, por favor…
– Entra en el jodido coche, Anastasia. No me obligues a tener que meterte yo personalmente -me amenaza, con los ojos centelleantes de ira.
Maldita sea.
– No hagas ninguna tontería, por favor -le suplico.
– ¡Tonterías! -explota-. Te dije que usaras tu jodida BlackBerry. A mí no me hables de tonterías. Entra en el puto coche, Anastasia… ¡Ahora! -brama, y yo me estremezco de miedo.
Este es el Christian furioso. Nunca le he visto tan enfadado. Apenas puede controlarse.
– Vale -musito, y se apacigua-. Pero, por favor, ve con cuidado.
Él aprieta los labios, convertidos ahora en una fina línea, y señala airado hacia el coche, mirándome fijamente.
Vaya, vale…Ya lo he captado.
– Por favor, ve con cuidado. No quiero que te pase nada. Me moriría -murmuro.
Él parpadea y se tranquiliza, bajando el brazo e inspirando profundamente.
– Iré con cuidado -dice, y su mirada se dulcifica.
Oh, gracias a Dios. Sus ojos refulgen mientras observa cómo me dirijo al coche, abro la puerta del pasajero y entro. Una vez que estoy sana y salva en el Audi, él desaparece en el interior del edificio, y yo vuelvo a sentir el corazón en la garganta. ¿Qué piensa hacer?
Me siento y espero. Y espero. Y espero. Cinco minutos eternos. El taxi de Jack aparca delante del Audi. Diez minutos. Quince. Dios… ¿qué están haciendo ahí dentro, y cómo estará Taylor? La espera es un martirio.
Al cabo de veinticinco minutos, Jack sale del edificio cargado con una caja de cartón. Detrás de él aparece el guardia de seguridad. ¿Dónde estaba antes? Después salen Christian y Taylor. Jack parece aturdido. Va directo al taxi, y yo me alegro de que el Audi tenga los cristales ahumados y no pueda verme. El taxi arranca -no creo que se dirija al aeropuerto-, y Christian y Taylor se acercan al coche.
Christian abre la puerta del conductor y se desliza en el asiento, seguramente porque yo estoy delante, y Taylor se sienta detrás de mí. Ninguno de los dos dice una palabra cuando Christian pone el coche en marcha y se incorpora al tráfico. Yo me atrevo a mirar de reojo a Cincuenta. Tiene los labios apretados, pero parece abstraído. Suena el teléfono del coche.
– Grey -espeta Christian.
– Señor Grey, soy Barney.
– Barney, estoy en el manos libres y hay más gente en el coche -advierte.
– Señor, ya está todo hecho. Pero tengo que hablar con usted sobre otras cosas que he encontrado en el ordenador del señor Hyde.
– Te llamaré cuando llegue. Y gracias, Barney.
– Muy bien, señor Grey.
Barney cuelga. Su voz parecía la de alguien mucho más joven de lo que me esperaba.
¿Qué más habrá en el ordenador de Jack?
– ¿No vas a hablarme? -pregunto en voz baja.
Christian me mira, vuelve a fijar la vista en la carretera, y me doy cuenta de que sigue enfadado.
– No -replica en tono adusto.
Oh, ya estamos… qué infantil. Me rodeo el cuerpo con los brazos, y observo por la ventanilla con la mirada perdida. Quizá debería pedirle que me dejara en mi apartamento; así podría «no hablarme» desde la tranquilidad del Escala y ahorrarnos a ambos la inevitable pelea. Pero, en cuanto lo pienso, sé que no quiero dejarle dándole vueltas al asunto. No después de lo de ayer.
Finalmente nos detenemos delante de su edificio, y Christian se apea. Rodea el coche con su elegante soltura y me abre la puerta.
– Vamos -ordena, mientras Taylor ocupa el asiento del conductor.
Yo cojo la mano que me tiende y le sigo a través del inmenso vestíbulo hasta el ascensor. No me suelta.
– Christian, ¿por qué estás tan enfadado conmigo? -susurro mientras esperamos.
– Ya sabes por qué -musita. Entramos al ascensor y marca el código del piso-. Dios, si te hubiera pasado algo, a estas horas él ya estaría muerto.
El tono de Christian me congela la sangre. Las puertas se cierran.
– Créeme, voy a arruinar su carrera profesional para que no pueda volver a aprovecharse de ninguna jovencita nunca más, una excusa muy miserable para un hombre de su calaña. -Menea la cabeza-. ¡Dios, Ana!
Y de pronto me sujeta y me aprisiona contra una esquina del ascensor.
Hunde una mano en mi pelo y me atrae con fuerza hacia él. Su boca busca la mía, y me besa con apasionada desesperación. No sé por qué me coge por sorpresa, pero lo hace. Yo saboreo su alivio, su anhelo y los últimos vestigios de su rabia, mientras su lengua posee mi boca. Se para, me mira fijamente, y apoya todo su peso sobre mí, de forma que no puedo moverme. Me deja sin aliento y me aferro a él para sostenerme. Alzo la mirada hacia su hermoso rostro, marcado por la determinación y la mayor seriedad.
– Si te hubiera pasado algo… si él te hubiera hecho daño… -Noto el estremecimiento que recorre su cuerpo-. La BlackBerry -ordena en voz baja-. A partir de ahora. ¿Entendido?
Yo asiento y trago saliva, incapaz de apartar la vista de su mirada grave y fascinante.
Cuando el ascensor se para, se yergue y me suelta.
– Dice que le diste una patada en las pelotas.
Christian ha aligerado el tono. Ahora su voz tiene cierto matiz de admiración, y creo que estoy perdonada.