Salgo de nuevo al pasillo y acabo frente a la puerta del cuarto de juegos, y, sin pensarlo, intento abrir el pomo. Christian suele cerrarla con llave, pero, para mi sorpresa, la puerta se abre. Qué raro. Sintiéndome como una niña que hace novillos y se interna en un bosque prohibido, entro. Está oscuro. Pulso el interruptor y las luces bajo la cornisa se encienden con un tenue resplandor. Es tal como lo recordaba. Una habitación como un útero.
Surgen en mi mente recuerdos de la última vez que estuve aquí. El cinturón… tiemblo al recordarlo. Ahora cuelga inocentemente, alineado junto a los demás, en la estantería que hay junto a la puerta. Paso los dedos, vacilante, sobre los cinturones, las palas, las fustas y los látigos. Dios. Esto es lo que necesito aclarar con el doctor Flynn. ¿Puede alguien que tiene este estilo de vida dejarlo sin más? Parece muy poco probable. Me acerco a la cama, me siento sobre las suaves sábanas de satén rojo, y echo una ojeada a todos esos artilugios.
A mi lado está el banco, y encima el surtido de varas. ¡Cuántas hay! ¿No le bastará solo con una? Bien, cuanto menos sepa de todo esto, mejor. Y la gran mesa. No sé para qué la usa Christian, nosotros nunca la probamos. Me fijo en el Chesterfield, y voy a sentarme en él. Es solo un sofá, no tiene nada de extraordinario: no hay nada para atar a nadie, por lo que puedo ver. Miro detrás de mí y veo la cómoda. Siento curiosidad. ¿Qué guardará ahí?
Cuando abro el cajón de arriba, noto que la sangre late con fuerza en mis venas. ¿Por qué estoy tan nerviosa? Tengo la sensación de estar haciendo algo ilícito, como si invadiera una propiedad privada, cosa que evidentemente estoy haciendo. Pero si él quiere casarse conmigo, bueno…
Dios santo, ¿qué es todo esto? Una serie de instrumentos y extrañas herramientas -no tengo ni idea de qué son ni para qué sirven- están dispuestos cuidadosamente en el cajón. Cojo uno. Tiene forma de bala, con una especie de mango. Mmm… ¿qué demonios haces con esto? Estoy atónita, pero creo que me hago una idea. ¡Hay cuatro tamaños distintos! Se me eriza el vello, y en ese momento levanto la vista.
Christian está en el umbral, mirándome con expresión inescrutable. Me siento como si me hubieran pillado con la mano en el tarro de los caramelos.
– Hola.
Sonrío muy nerviosa, consciente de tener los ojos muy abiertos y estar mortalmente pálida.
– ¿Qué estás haciendo? -dice suavemente, pero con cierto matiz inquietante en la voz.
Oh, no. ¿Está enfadado?
– Esto… estaba aburrida y me entró la curiosidad -musito, avergonzada de que me haya descubierto: dijo que tardaría dos horas.
– Esa es una combinación muy peligrosa.
Se pasa el dedo índice por el labio inferior en actitud pensativa, sin dejar de mirarme ni un segundo. Yo trago saliva. Tengo la boca seca.
Entra lentamente en la habitación y cierra la puerta sin hacer ruido. Sus ojos son como una llamarada gris. Oh, Dios. Se inclina con aire indiferente sobre la cómoda, pero intuyo que es una actitud engañosa. La diosa que llevo dentro no sabe si es el momento de enfrentarse a la situación o de salir corriendo.
– ¿Y, exactamente, sobre qué le entró la curiosidad, señorita Steele? Quizá yo pueda informarle.
– La puerta estaba abierta… Yo…
Miro a Christian y contengo la respiración, insegura como siempre de cuál será su reacción o qué debo decir. Tiene la mirada oscura. Creo que se está divirtiendo, pero es difícil decirlo. Apoya los codos en la cómoda, con la barbilla entre las manos.
– Hace un rato estaba aquí preguntándome qué hacer con todo esto. Debí de olvidarme de cerrar.
Frunce el ceño un segundo, como si no echar la llave fuera un error terrible. Yo arrugo la frente: no es propio de él ser olvidadizo.
– ¿Ah?
– Pero ahora tú estás aquí, curiosa como siempre -dice con voz suave, desconcertado.
– ¿No estás enfadado? -musito, prácticamente sin aliento.
Él ladea la cabeza y sus labios se curvan en una mueca divertida.
– ¿Por qué iba a enfadarme?
– Me siento como si hubiera invadido una propiedad privada… y tú siempre te enfadas conmigo -añado bajando la voz, aunque me siento aliviada.
Christian vuelve a fruncir el ceño.
– Sí, la has invadido, pero no estoy enfadado. Espero que un día vivas aquí conmigo, y todo esto -hace un gesto vago con la mano alrededor de la habitación- será tuyo también.
¿Mi cuarto de juegos…? Le miro con la boca abierta: la idea cuesta mucho de digerir.
– Por eso entré aquí antes. Intentaba decidir qué hacer. -Se da golpecitos en los labios con el dedo índice-. ¿Así que siempre me enfado contigo? Esta mañana no estaba enfadado.
Oh, eso es verdad. Sonrío al recordar a Christian cuando nos despertamos, y eso hace que deje de pensar en qué pasará con el cuarto de juegos. Esta mañana Cincuenta estuvo muy juguetón.
– Tenías ganas de diversión. Me gusta el Christian juguetón.
– ¿Te gusta, eh?
Arquea una ceja, y en su encantadora boca se dibuja una sonrisa, un tímida sonrisa. ¡Uau!
– ¿Qué es esto? -pregundo, sosteniendo esa especie de bala de plata.
– Siempre ávida por saber, señorita Steele. Eso es un dilatador anal -dice con delicadeza.
– Ah…
– Lo compré para ti.
¿Qué?
– ¿Para mí?
Asiente despacio, con expresión seria y cautelosa.
Frunzo el ceño.
– ¿Compras, eh… juguetes nuevos para cada sumisa?
– Algunas cosas. Sí.
– ¿Dilatadores anales?
– Sí.
Muy bien… Trago saliva. Dilatador anal. Es de metal duro… seguramente resulte bastante incómodo. Recuerdo la conversación que tuvimos después de mi graduación sobre juguetes sexuales y límites infranqueables. Creo recordar que dije que los probaría. Ahora, al ver uno de verdad, no sé si es algo que quiera hacer. Lo examino una vez más y vuelvo a dejarlo en el cajón.
– ¿Y esto?
Cojo un objeto de goma, negro y largo. Consiste en una serie de esferas que van disminuyendo de tamaño, la primera muy voluminosa y la última muy pequeña. Ocho en total.
– Un rosario anal -dice Christian observándome atentamente.
¡Oh! Las examino con horror y fascinación. Todas esas esferas, dentro de mí… ¡ahí! No tenía ni idea.
– Causan un gran efecto si las sacas en mitad de un orgasmo -añade con total naturalidad.
– ¿Esto es para mí? -susurro.
– Para ti.
Asiente despacio.
– ¿Este es el cajón de los juguetes anales?
Sonríe.
– Si quieres llamarlo así…
Lo cierro enseguida, en cuanto noto que me arden las mejillas.
– ¿No te gusta el cajón de los juguetes anales? -pregunta divertido, con aire inocente.
Le miro fijamente y me encojo de hombros, tratando de disimular con descaro mi incomodidad.
– No estaría entre mis regalos de Navidad favoritos -comento con indiferencia, y abro vacilante el segundo cajón.
Él sonríe satisfecho.
– En el siguiente cajón hay una selección de vibradores.
Lo cierro inmediatamente.
– ¿Y en el siguiente? -musito.
Vuelvo a estar pálida, pero esta vez es de vergüenza.
– Ese es más interesante.
¡Oh! Abro el cajón titubeante, sin apartar los ojos de su hermoso rostro, que muestra ahora cierta arrogancia. Dentro hay un surtido de objetos de metal y algunas pinzas de ropa. ¡Pinzas de ropa! Cojo un instrumento grande de metal, como una especie de clip.
– Pinzas genitales -dice Christian.
Se endereza y se acerca con total naturalidad hasta colocarse a mi lado. Yo las guardo enseguida y escojo algo más delicado: dos clips pequeños encadenados.