– Algunas son para provocar dolor, pero la mayoría son para dar placer -murmura.
– ¿Qué es esto?
– Pinzas para pezones… para los dos.
– ¿Para los dos? ¿Pechos?
Christian me sonríe.
– Bueno hay dos pinzas, nena. Sí, para los dos pechos. Pero no me refería a eso. Me refería a que son tanto para el placer como para el dolor.
Ah. Me coge las pinzas de las manos.
– Levanta el meñique.
Hago lo que me dice, y me pone un clip en la punta del dedo. No duele mucho.
– La sensación es muy intensa, pero cuando resulta más doloroso y placentero es cuando las retiras.
Me quita el clip. Mmm, puede ser agradable. Me estremezco de pensarlo.
– Esto tiene buena pinta -murmuro, y Christian sonríe.
– ¿No me diga, señorita Steele? Creo que se nota.
Asiento tímidamente y vuelvo a guardar las pinzas en el cajón. Christian se inclina y saca otras dos.
– Estas son ajustables.
Las levanta para que las examine.
– ¿Ajustables?
– Puedes llevarlas muy apretadas… o no. Depende del estado de ánimo.
¿Cómo consigue que suene tan erótico? Trago saliva, y para desviar su atención saco un artefacto que parece un cortapizzas de dientes muy puntiagudos.
– ¿Y esto?
Frunzo el ceño. No creo que en el cuarto de juegos haya nada que hornear.
– Esto es un molinete Wartenberg.
– ¿Para…?
Lo coge.
– Dame la mano. Pon la palma hacia arriba.
Le tiendo la mano izquierda, me la sostiene con cuidado y me roza los nudillos con su pulgar. Me estremezco por dentro. Su piel contra la mía siempre consigue ese efecto. Luego pasa la ruedecita por encima de la palma.
– ¡Ay!
Los dientes me pellizcan la pieclass="underline" es algo más que dolor. De hecho, me hace cosquillas.
– Imagínalo sobre tus pechos -murmura Christian lascivamente.
¡Oh! Me ruborizo y aparto la mano. Mi respiración y los latidos de mi corazón se aceleran.
– La frontera entre el dolor y el placer es muy fina, Anastasia -dice en voz baja, y se inclina para volver a meter el artilugio en el cajón.
– ¿Pinzas de ropa? -susurro.
– Se pueden hacer muchas cosas con pinzas de ropa.
Sus ojos arden.
Me inclino sobre el cajón y lo cierro.
– ¿Eso es todo?
Christian parece divertido.
– No.
Abro el cuarto cajón y descubro un amasijo de cuero y correas. Tiro de una de las correas… y compruebo que lleva una bola atada.
– Una mordaza de bola. Para que estés callada -dice Christian, que sigue divirtiéndose.
– Límite tolerable -musito.
– Lo recuerdo -dice-. Pero puedes respirar. Los dientes se clavan en la bola.
Me quita la mordaza y simula con los dedos una boca mordiendo la bola.
– ¿Tú has usado alguna de estas? -pregunto.
Se queda muy quieto y me mira.
– Sí.
– ¿Para acallar tus gritos?
Cierra los ojos, creo que con gesto exasperado.
– No, no son para eso.
¿Ah?
– Es un tema de control, Anastasia. ¿Sabes lo indefensa que te sentirías si estuvieras atada y no pudieras hablar? ¿El grado de confianza que deberías mostrar, sabiendo que yo tengo todo ese poder sobre ti? ¿Que yo debería interpretar tu cuerpo y tu reacción, en lugar de oír tus palabras? Eso te hace más dependiente, y me da a mí el control absoluto.
Trago saliva.
– Suena como si lo echaras de menos.
– Es lo que conozco -murmura.
Tiene los ojos muy abiertos y serios, y la atmósfera entre los dos ha cambiado, como si ahora se estuviera confesando.
– Tú tienes poder sobre mí. Ya lo sabes -susurro.
– ¿Lo tengo? Tú me haces sentir… vulnerable.
– ¡No! -Oh, Cincuenta…-. ¿Por qué?
– Porque tú eres la única persona que conozco que puede realmente hacerme daño.
Alarga la mano y me recoge un mechón de pelo por detrás de la oreja.
– Oh, Christian… esto es así tanto para ti como para mí. Si tú no me quisieras…
Me estremezco, y bajo la vista hacia mis dedos entrelazados. Ahí radica mi otra gran duda sobre nosotros. Si él no estuviera tan… destrozado, ¿me querría? Sacudo la cabeza. Debo intentar no pensar en eso.
– Lo último que quiero es hacerte daño. Yo te amo -murmuro, y alargo las manos para pasarle los dedos sobre las patillas y acariciarle con dulzura las mejillas. Él inclina la cara para acoger esa caricia. Arroja la mordaza en el cajón y, rodeándome por la cintura, me atrae hacia él.
– ¿Hemos terminado ya con la exposición teórica? -pregunta con voz suave y seductora.
Sube la mano por mi espalda hasta la nuca.
– ¿Por qué? ¿Qué querías hacer?
Se inclina y me besa tiernamente, y yo, aferrada a sus brazos, siento que me derrito.
– Ana, hoy han estado a punto de agredirte.
Su tono de voz es dulce, pero cauteloso.
– ¿Y? -pregunto, gozando de su proximidad y del tacto de su mano en mi espalda.
Él echa la cabeza hacia atrás y me mira con el ceño fruncido.
– ¿Qué quieres decir con «Y»? -replica.
Contemplo su rostro encantador y malhumorado.
– Christian, estoy bien.
Me rodea entre sus brazos aún más fuerte.
– Cuando pienso en lo que podría haber pasado -murmura, y hunde la cara en mi pelo.
– ¿Cuándo aprenderás que soy más fuerte de lo que aparento? -susurro para tranquilizarle, pegada a su cuello, inhalando su delicioso aroma.
No hay nada en este mundo como estar entre los brazos de Christian.
– Sé que eres fuerte -musita en tono pensativo.
Me besa el pelo, pero entonces, para mi gran decepción, me suelta. ¿Ah?
Me inclino y saco otro artilugio del cajón abierto: varias esposas sujetas a una barra. Lo levanto.
– Esto -dice Christian, y se le oscurece la mirada- es una barra separadora, con sujeciones para los tobillos y las muñecas.
– ¿Cómo funciona? -pregunto, realmente intrigada.
– ¿Quieres que te lo enseñe? -musita sorprendido, y cierra los ojos un momento.
Le miro. Cuando abre los ojos, centellean.
– Sí. Quiero una demostración. Me gustar estar atada -susurro, mientras la diosa que llevo dentro salta con pértiga desde el búnker a su chaise longue.
– Oh, Ana -murmura.
De repente parece afligido.
– ¿Qué?
– Aquí no.
– ¿Qué quieres decir?
– Te quiero en mi cama, no aquí.
Coge la barra, me toma de la mano y me hace salir rápidamente del cuarto.
¿Por qué nos vamos? Echo un vistazo a mi espalda al salir.
– ¿Por qué no aquí?
Christian se para en la escalera y me mira fijamente con expresión grave.
– Ana, puede que tú estés preparada para volver ahí dentro, pero yo no. La última vez que estuvimos ahí, tú me abandonaste. Te lo he repetido muchas veces, ¿cuándo lo entenderás?
Frunce el ceño y me suelta para poder gesticular con la mano libre.
– Mi actitud ha cambiado totalmente a consecuencia de aquello. Mi forma de ver la vida se ha modificado radicalmente. Ya te lo he dicho. Lo que no te he dicho es… -Se para y se pasa la mano por el pelo, buscando las palabras adecuadas-. Yo soy como un alcohólico rehabilitado, ¿vale? Es la única comparación que se me ocurre. La cumpulsión ha desaparecido, pero no quiero enfrentarme a la tentación. No quiero hacerte daño.
Parece tan lleno de remordimiento, que en ese momento me invade un dolor agudo y persistente. ¿Qué le he hecho a este hombre? ¿He mejorado su vida? Él era feliz antes de conocerme, ¿no es cierto?