– Oh, Ana -murmura en tono reverencial junto a mi garganta-. Siempre estás dispuesta.
Mueve el dedo al tiempo que continúa besándome, y sus labios viajan ociosos por mi clavícula y luego bajan hasta mis pechos. Con los dientes y los labios tortura primero un pezón y luego el otro, pero… oh, con tanta ternura que se tensan y se yerguen a modo de dulce respuesta.
Yo jadeo.
– Mmm -gruñe bajito, y levanta la cabeza para mirarme con sus ardientes ojos grises-. Te deseo ahora.
Alarga la mano hasta la mesilla. Se coloca sobre mí, apoya el peso en los codos y frota la nariz contra la mía mientras usa las piernas para separar las mías. Se arrodilla y rasga el envoltorio de aluminio.
– Estoy deseando que llegue el sábado -dice, y sus ojos brillan de placer lascivo.
– ¿Por tu cumpleaños? -contesto sin aliento.
– No. Para dejar de usar esta jodienda.
– Una expresión muy adecuada -digo con una risita.
Él me sonríe cómplice y se coloca el condón.
– ¿Se está riendo de mí, señorita Steele?
– No.
Intento poner cara seria, sin conseguirlo.
– Ahora no es momento para risitas -dice en tono bajo y severo, haciendo un gesto admonitorio con la cabeza, pero su expresión es… oh, Dios… glacial y volcánica a la vez.
Siento un nudo en la garganta.
– Creía que te gustaba que me riera -susurro con voz ronca, perdiéndome en las profundidades de sus ojos tormentosos.
– Ahora no. Hay un momento y lugar para la risa. Y ahora no es ni uno ni otro. Tengo que callarte, y creo que sé cómo hacerlo -dice de forma inquietante, y me cubre con su cuerpo.
– ¿Qué le apetece para desayunar, Ana?
– Solo tomaré muesli. Gracias, señora Jones.
Me sonrojo mientras ocupo mi sitio al lado de Christian en la barra del desayuno. La última vez que la muy decorosa y formal señora Jones me vio, Christian me llevaba a su dormitorio cargada sobre sus hombros.
– Estás muy guapa -dice Christian en voz baja.
Llevo otra vez la falda de tubo color gris y la blusa de seda también en gris.
– Tú también.
Le sonrío con timidez. Él lleva una camisa azul claro y vaqueros, y parece relajado, fresco y perfecto, como siempre.
– Deberíamos comprarte algunas faldas más -comenta con naturalidad-. De hecho, me encantaría llevarte de compras.
Uf… de compras. Yo odio ir de compras. Aunque con Christian quizá no esté tan mal. Opto por la evasiva como mejor método de defensa.
– Me pregunto qué pasará hoy en el trabajo.
– Tendrán que sustituir a ese canalla.
Christian frunce el ceño con una mueca de disgusto, como si hubiera pisado algo extremadamente desagradable.
– Espero que contraten a una mujer para ser mi jefa.
– ¿Por qué?
– Bueno, así te opondrás menos a que salga con ella -le digo en broma.
Sus labios insinúan una sonrisa, y se dispone a comerse la tortilla.
– ¿Qué te hace tanta gracia? -pregunto.
– Tú. Cómete el muesli. Todo, si no vas a comer nada más.
Mandón como siempre. Yo le hago un mohín, pero me pongo a ello.
– Y la llave va aquí.
Christian señala el contacto bajo el cambio de marchas.
– Qué sitio más raro -comento.
Pero estoy encantada con todos esos pequeños detalles, y prácticamente doy saltitos sobre el confortable asiento de piel como una niña. Por fin Christian va a dejar que conduzca mi coche.
Me observa tranquilamente, aunque en sus ojos hay un brillo jocoso.
– Estás bastante emocionada con esto, ¿verdad? -murmura divertido.
Asiento, sonriendo como una tonta.
– Tiene ese olor a coche nuevo. Este es aún mejor que el Especial para Sumisas… esto… el A3 -añado enseguida, ruborizada.
Christian tuerce el gesto.
– ¿Especial para Sumisas, eh? Tiene usted mucha facilidad de palabra, señorita Steele.
Se echa hacia atrás con fingida reprobación, pero a mí no me engaña. Sé que está disfrutando.
– Bueno, vámonos.
Hace un gesto con la mano hacia la entrada del garaje.
Doy unas palmaditas, pongo en marcha el coche y el motor arranca con un leve ronroneo. Meto la primera, levanto el pie del freno y el Saab avanza suavemente. Taylor, que está en el Audi detrás de nosotros, también arranca y cuando la puerta del parking se levanta, nos sigue fuera del Escala hasta la calle.
– ¿Podemos poner la radio? -pregunto cuando paramos en el primer semáforo.
– Quiero que te concentres -replica.
– Christian, por favor, soy capaz de conducir con música.
Le pongo los ojos en blanco. Él me mira con mala cara, pero enseguida acerca la mano a la radio.
– Con esto puedes escuchar la música de tu iPod y de tu MP3, además del cedé -murmura.
De repente, un melodioso tema de Police inunda a un volumen demasiado alto el interior del coche. Christian baja la música. Mmm… «King of Pain.»
– Tu himno -le digo con ironía, y en cuanto tensa los labios y su boca se convierte en una fina línea, lamento lo que he dicho. Oh, no…-. Yo tengo ese álbum, no sé dónde -me apresuro a añadir para distraer su atención.
Mmm… en algún sitio del apartamento donde he pasado tan poco tiempo.
Me pregunto cómo estará Ethan. Debería intentar llamarle hoy. No tendré mucho que hacer en el trabajo.
Siento una punzada de ansiedad en el estómago. ¿Qué pasará cuando llegue a la oficina? ¿Todo el mundo sabrá lo de Jack? ¿Estarán todos enterados de la implicación de Christian? ¿Seguiré teniendo un empleo? Maldita sea, si no tengo trabajo, ¿qué haré?
¡Cásate con el billonario, Ana! Mi subconsciente aparece con su rostro más enojoso. Yo no le hago caso… bruja codiciosa.
– Eh, señorita Lengua Viperina. Vuelve a la Tierra.
Christian me devuelve al presente y paro ante el siguiente semáforo.
– Estás muy distraída. Concéntrate, Ana -me increpa-. Los accidentes ocurren cuando no estás atenta.
Oh, por Dios santo… y de repente, me veo catapultada a la época en la que Ray me enseñaba a conducir. Yo no necesito otro padre. Un marido quizá, un marido pervertido. Mmm…
– Solo estaba pensando en el trabajo.
– Todo irá bien, nena. Confía en mí.
Christian sonríe.
– Por favor, no interfieras… Quiero hacer esto yo sola. Christian, por favor. Es importante para mí -digo con toda la dulzura de la que soy capaz.
No quiero discutir. Su boca dibuja de nuevo una mueca fina y obstinada, y creo que va a reñirme otra vez.
Oh, no.
– No discutamos, Christian. Hemos pasado una mañana maravillosa. Y anoche fue… -me faltan las palabras-… divino.
Él no dice nada. Le miro de reojo y tiene los ojos cerrados.
– Sí. Divino -afirma en voz baja-. Lo dije en serio.
– ¿El qué?
– No quiero dejarte marchar.
– No quiero marcharme.
Sonríe, y esa sonrisa nueva y tímida arrasa con todo lo que encuentra a su paso. Uau, es realmente poderosa.
– Bien -dice sin más, y se relaja.
Entro en el aparcamiento que está a media manzana de SIP.
– Te acompañaré hasta el trabajo. Taylor me recogerá allí -sugiere Christian.
Salgo con cierta dificultad del coche, limitada por la falda de tubo. Christian baja con agilidad, cómodo con su cuerpo, o al menos esa es la impresión que transmite. Mmm… alguien que no puede soportar que le toquen no puede sentirse tan cómodo con su cuerpo. Frunzo el ceño ante ese pensamiento fugaz.