Para los campesinos, una boda constituía un acontecimiento de gran importancia. Tan pronto como se supo la noticia, todos irrumpieron en la cabaña de paja de mi hermana para darles la enhorabuena. Llevaron consigo presentes tales como un puñado de tallarines secos, medio kilo de habas de soja y unos cuantos huevos cuidadosamente presentados en un envoltorio de rojo papel de China atado con una paja elegantemente anudada. No se trataba de obsequios ordinarios. Para hacerlos, los campesinos se habían desprendido de valiosos artículos. Mi hermana y Lentes se sintieron conmovidos. Cuando Nana y yo acudimos a visitar a la pareja, los sorprendimos enseñando a los niños del poblado a ejecutar «danzas de lealtad» a modo de diversión.
El matrimonio no sirvió para librar a mi hermana del campo, ya que a las parejas no se les concedía la residencia conjunta de modo automático. Evidentemente, si Lentes hubiera querido renunciar a su registro urbano no habría tenido dificultad alguna en instalarse con mi hermana, pero ella no podía trasladarse con él a Chengdu debido a que se hallaba registrada en el campo. Al igual que decenas de millones de parejas chinas, vivían separados, si bien las normas les otorgaban el derecho a pasar juntos doce días al año. Afortunadamente para ellos, la fábrica de Lentes no funcionaba con normalidad, por lo que podía permanecer largas temporadas en Deyang.
Tras pasar un año en Deyang, mi vida sufrió una transformación: ingresé en la profesión médica. La brigada de producción a la que pertenecía mi equipo administraba una clínica destinada al tratamiento de enfermedades simples. Dicha institución se hallaba financiada por todos los equipos de producción que componían la brigada, y sus servicios eran gratuitos, aunque muy limitados. Había dos médicos. Uno de ellos, un joven dotado de un rostro agradable e inteligente, había obtenido la licenciatura en la escuela médica de Deyang en los años cincuenta, tras lo cual había regresado a su pueblo natal. El otro era un individuo de mediana edad con la barba recortada en forma de perilla. Había comenzado su carrera como aprendiz de un viejo médico rural especialista en medicina china, y en 1964 había sido enviado por la comuna a realizar un curso relámpago de medicina occidental.
A comienzos de 1971, las autoridades de la comuna ordenaron a la clínica que contratara un «doctor descalzo». El término obedecía a que se esperaba de tales «doctores» que vivieran como los campesinos, quienes atesoraban demasiado su calzado como para desplazarse con él a través de los barrizales de los campos. En aquella época se estaba llevando a cabo una importante campaña propagandística que glorificaba a los doctores descalzos como un invento de la Revolución Cultural. Mi equipo de producción se aferró inmediatamente a aquella oportunidad de librarse de mí, pues si trabajaba en la clínica, sería la brigada -y no el equipo- la responsable de mi alimentación y mi sustento.
Yo siempre había querido ser médico. Las enfermedades sufridas por mi familia, y en especial la muerte de mi abuela, me habían convencido de la importancia de los doctores. Antes de trasladarme a Deyang había comenzado a aprender acupuntura con un amigo mío y había estudiado un libro titulado Manual del doctor descalzo, una de las pocas obras impresas autorizadas por entonces.
La propaganda acerca de los doctores descalzos constituía una de las maniobras políticas de Mao, quien había condenado a los responsables del Ministerio de Sanidad existentes antes de la Revolución Cultural acusándoles de no cuidar a los campesinos y concentrarse tan sólo en los habitantes de las ciudades y, sobre todo, a los funcionarios del Partido. A continuación, había condenado igualmente a los doctores por no querer trabajar en el campo, especialmente en las regiones más remotas. Sin embargo, no asumió responsabilidad alguna como jefe del régimen ni ordenó que se tomaran medidas de tipo práctico para remediar la situación, tales como la construcción de más hospitales o la formación de más médicos. Durante la Revolución Cultural, la situación sanitaria empeoró aún más. Las críticas propagandísticas contra la escasez de médicos se hallaban en realidad destinadas a generar odio contra el sistema pre-cultural del Partido y contra los intelectuales (categoría en la que se incluían tanto los médicos como las enfermeras).
Mao ofreció una solución mágica a los campesinos: «doctores» que podían ser reclutados en masa… doctores descalzos. «Tampoco es preciso contar con tanto aprendizaje formal -afirmó-. Basta con que aprendan algo y perfeccionen su nivel de competencia a través de la práctica.» El 26 de junio de 1965 realizó una observación que había de convertirse en guía de referencia para la sanidad y la educación: «Cuantos más libros lees, más estúpido te vuelves.» Así, hube de iniciar mi labor profesional sin contar con la más mínima formación.
La clínica estaba instalada en una gran edificación situada en la cumbre de una colina, a aproximadamente una hora de camino desde mi casa. Junto a ella había una tienda en la que se vendían cerillas, sal y salsa de soja, artículos todos ellos racionados. Uno de los quirófanos se convirtió en mi dormitorio, y mis deberes profesionales no se definieron sino vagamente.
El único libro médico que había visto en mi vida era el Manual del doctor descalzo, y lo estudié nuevamente con avidez. No contenía teoría alguna, sino tan sólo un resumen de síntomas, seguidos por sugerencias en cuanto a su tratamiento. Sentada frente a mi mesa, tras la que se alineaban las de los otros dos médicos, y ataviados los tres con nuestro polvoriento atuendo cotidiano, no me producía la menor sorpresa que los campesinos enfermos que acudían prefirieran prudentemente no tener nada que ver conmigo, una inexperta muchacha de dieciocho años equipada con una especie de libro que no podían leer y que ni siquiera era excesivamente grueso. Por el contrario, desfilaban frente a mí sin detenerse y se dirigían a las otras mesas. Aquello me hacía sentir más aliviada que ofendida. En mi concepto de un médico no encajaba tener que consultar un libro cada vez que un paciente describe unos síntomas para a continuación copiar la receta aconsejada. Algunas veces, reflexionaba con ironía acerca de hasta qué punto nuestros nuevos líderes (Mao seguía siendo una figura incuestionable) me hubieran aceptado como su doctora personal, descalza o no. Claro que no, me respondía: para empezar, se suponía que los doctores descalzos existían para «servir al pueblo, y no a los funcionarios». Me conformé de buena gana con ser una simple enfermera, recetar medicamentos y poner inyecciones, práctica esta última que había aprendido cuando tuve que ponérselas a mi madre con motivo de sus hemorragias.
El joven doctor que había asistido a la escuela médica era el más solicitado por los pacientes. Con sus recetas de hierbas chinas lograba curar numerosas enfermedades. Asimismo, se mostraba sumamente concienzudo, y procuraba visitar a sus pacientes en sus propios poblados y recolectar y cultivar hierbas en su tiempo libre. El otro doctor, el de la perilla, mostraba una despreocupación que me aterrorizaba. Solía emplear la misma aguja para pinchar a varios pacientes sin esterilizarla cada vez. Inyectaba penicilina sin comprobar previamente si el paciente era alérgico a ella, lo que resultaba sumamente peligroso debido a que la penicilina china no era pura, y podía producir graves reacciones e incluso la muerte. Cortésmente, me ofrecí a hacerlo por él. Sonrió, en absoluto ofendido por mi entrometimiento, y dijo que nunca había habido accidentes: «Los campesinos no son tan delicados como los habitantes de la ciudad.»
Me gustaban ambos, y ambos se comportaban amablemente conmigo y se mostraban siempre cooperadores cuando les hacía alguna pregunta. Evidentemente, no me contemplaban como una amenaza a su posición, lo que no resultaba sorprendente. En el campo, no era tanto la retórica política lo que contaba, sino la destreza profesional de cada uno.