Yo disfrutaba viviendo en la cumbre de aquella colina, lejos de cualquier poblado. Todas las mañanas me levantaba temprano, paseaba a lo largo de su borde y recitaba frente al sol naciente versos de un antiguo libro de poemas acerca de la acupuntura. Bajo mis pies, los campos y los pueblos comenzaban a despertar al canto de los gallos. Venus, solitario, me contemplaba desde un firmamento que iba clareando por momentos. Adoraba la fragancia de la madreselva en la brisa matutina, y los grandes pétalos de la belladona sacudiéndose las perlas del rocío. Los pájaros gorjeaban por doquier, distrayéndome de mis declamaciones. Por fin, tras permanecer allí un rato, regresaba para encender el fuego del desayuno.
Con la ayuda de un esquema anatómico y de mis versos de acupuntura, tenía ya una idea bastante definida de dónde debía clavar las agujas para curar cada dolencia. Ansiaba tener pacientes, y ya contaba con algunos voluntarios entusiastas: muchachos de Chengdu que entonces vivían en otros poblados y que apreciaban considerablemente mis servicios. Solían caminar durante horas para someterse a una sesión de acupuntura. Cierto joven, mientras se remangaba para dejar al descubierto un punto de acupuntura próximo al codo, declaró valientemente: «Para eso están las amigas.»
No llegué a enamorarme de ninguno de ellos, si bien iba ya debilitándose mi resolución de negarme cualquier relación masculina para dedicarme a mis padres y apaciguar los sentimientos de culpa que sentía por la muerte de mi abuela. Sin embargo, me resultaba difícil dar rienda suelta a mis sentimientos, y mi educación me impedía mantener ninguna relación física sin entregar al mismo tiempo el corazón. A mi alrededor, había otros muchachos y muchachas procedentes de la ciudad que llevaban vidas más libres que la mía, pero yo seguía sentada en solitario sobre mi pedestal. Comenzó a correrse la voz de que escribía poesía, lo que contribuyó a mi permanencia sobre el mismo.
Todos los jóvenes se comportaban de modo sumamente caballeroso. Uno de ellos me regaló un instrumento musical llamado san-xian, formado por un cuenco forrado de piel de serpiente, un mango alargado y tres cuerdas de seda que había que pulsar. A continuación, pasó varios días enseñándome a tocarlo. Las melodías permitidas eran muy escasas, y todas ellas constituían alabanzas de Mao. Ello, no obstante, no me preocupaba demasiado, ya que mi destreza era aún más limitada.
En las tardes más cálidas solía sentarme junto al fragante jardín medicinal rodeado por trompetas trepadoras chinas y rasgueaba el instrumento para mí misma. Cuando la tienda contigua cerraba sus puertas, me encontraba sola por completo. Reinaba una completa oscuridad con excepción del suave resplandor de la luna y del parpadeo de las luces procedentes de cabanas distantes. Algunas luciérnagas brillaban y flotaban a mi alrededor como minúsculas linternas transportadas por seres voladores diminutos e invisibles. Los aromas del jardín despertaban en mí un vértigo placentero. Mi música a duras penas podía rivalizar con el coro entusiasta y atronador de las ranas y el melancólico canturreo de los grillos, pero a mí me servía de consuelo.
24. «Por favor, acepta mis excusas aunque lleguen con toda una vida de retraso»
A tres días de viaje en camión desde Chengdu, al norte de Xichang, se extiende la Llanura del Guardián de los Búfalos. Allí, la carretera se bifurca en dos caminos, uno de los cuales conduce a Miyi, en el Sudoeste, donde estaba el campo de mi padre, y el otro al Sudeste y a Ningnan.
La llanura recibía su nombre de una célebre leyenda. La diosa Tejedora, hija de la Reina Madre Celestial, solía descender de la Corte Celestial para bañarse en uno de sus lagos. (Se suponía que el meteorito que había caído sobre la calle del mismo nombre había sido una de las piedras contra las que apoyaba su telar.) Un muchacho que habita junto al lago ve a la diosa, y ambos se enamoran. Se casan, y tienen un hijo y una hija. La Reina Madre Celestial, celosa de su felicidad, envía a unos dioses para que secuestren a su hija. Los dioses se la llevan y el Guardián de los Búfalos los persigue. Cuando está a punto de darles alcance, la Reina Madre Celestial extrae una horquilla de su moño y abre un caudaloso río entre ellos. Desde entonces, el río de la Plata separa para siempre a la pareja excepto en el séptimo día de la séptima luna, época en la que las urracas acuden volando desde todas las regiones de China para formar un puente que permita reunirse a la familia.
El río de la Plata es el nombre chino de la Vía Láctea, la cual, sobre Xichang, aparece como una vasta masa de estrellas entre las que se distinguen a un lado la brillante Vega -la diosa Tejedora- y al otro Altair, el Guardián de los Búfalos, acompañado de sus dos hijos. Se trata de una leyenda que ha sido muy popular entre los chinos a lo largo de los siglos debido a que sus familias se han visto a menudo separadas por las guerras, el bandidaje, la miseria y los gobernantes despiadados. Irónicamente, tal fue el lugar al que enviaron a mi madre.
Llegó allí en noviembre de 1969 acompañada de sus quinientos colegas del Distrito Oriental, entre los que había tanto Rebeldes como seguidores del capitalismo. Dado el apresuramiento con que habían sido expulsados de Chengdu, no había ningún sitio donde alojarles a excepción de unas cuantas chozas abandonadas por los ingenieros militares que habían construido la vía férrea entre Chengdu y Kunming, la capital de Yunnan. Algunos se apretujaron en ellas, y el resto hubo de instalar sus colchonetas en las casas de los campesinos locales.
No había otros materiales de construcción que hierba de cogón y barro, y este último debía ser extraído de las montañas y transportado hasta abajo. El barro de los muros se mezclaba con agua para fabricar ladrillos. No había máquinas ni electricidad, y ni siquiera contaban con animales de labor. En la llanura, situada a unos mil quinientos metros sobre el nivel del mar, no es tanto el año como el día lo que se divide en cuatro estaciones. A las siete de la mañana, cuando comenzaba la jornada de trabajo de mi madre, la temperatura rondaba los cero grados. A mediodía, podía alcanzar los treinta. A eso de las cuatro de la tarde, soplaban desde las montañas poderosas ráfagas de un viento cálido que literalmente alzaba a la gente por el aire, y a las siete de la tarde, cuando concluían el trabajo, la temperatura volvía a descender de golpe. Obligados a soportar tales extremos, mi madre y el resto de los internos trabajaban doce horas diarias interrumpidas apenas por un breve descanso para el almuerzo. Durante los primeros meses, el único alimento de que dispusieron fue arroz y col hervida.
El campo estaba organizado al estilo militar. Lo administraban oficiales del Ejército, y se hallaba sometido al control del Comité Revolucionario de Chengdu. Al principio, mi madre fue tratada como enemiga de clase y forzada a permanecer de pie durante las comidas con la cabeza inclinada. Aquella forma de castigo, denominada «denuncia de campo», era recomendada por los medios de comunicación como un buen modo de recordar a los demás, autorizados a descansar, que debían ahorrar siempre algo de energía para el odio. Mi madre protestó ante el jefe de su compañía, afirmando que no podía trabajar durante todo el día sin descansar las piernas. El oficial, que había servido en el Departamento Militar del Distrito Oriental antes de la Revolución Cultural, siempre se había llevado bien con ella, por lo que interrumpió aquella práctica. Aun así, siguieron asignándole los trabajos más duros, y no se le concedió el descanso dominical del que disfrutaba el resto de los internos. Sus hemorragias uterinas empeoraron, y sufrió un ataque de hepatitis. Su cuerpo se tornó hinchado y amarillo; apenas podía ponerse en pie.