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Si había algo que no faltaba en el campo eran médicos, ya que media dotación del hospital del Distrito Oriental había sido enviada allí. En Chengdu sólo habían quedado los más solicitados por los jefes de los Comités Revolucionarios. El médico que trató a mi madre le reveló cuan agradecido le estaba junto con el resto del personal hospitalario por haberles protegido antes de la Revolución Cultural, y añadió que de no haber sido por ella probablemente habría sido acusado de derechista durante las purgas de 1957. Dado que no disponían de medicamentos occidentales, caminó durante kilómetros para recoger hierbas tales como plátano asiático y helianto, que los chinos consideraban buenas para la hepatitis. Asimismo, exageró el grado de virulencia de su infección ante las autoridades del campo, las cuales la trasladaron a un lugar situado casi a un kilómetro de distancia donde pudo permanecer sola. Sus atormentadores la dejaron en paz por temor a una posible infección, y el médico, que iba a visitarla todos los días, encargó en secreto a uno de los campesinos locales el suministro diario de cierta cantidad de leche de cabra. La nueva residencia de mi madre era una cochiquera abandonada. Algunos internos, compadecidos, se la limpiaron y depositaron sobre el suelo una gruesa capa de paja que a ella se le antojó un lujoso colchón. Un amable cocinero se ofreció para llevarle la comida, y cuando nadie miraba solía añadir un par de huevos a su dieta. Cuando hubo carne disponible, mi madre pudo comerla todos los días (a diferencia del resto, quienes sólo la probaban una vez por semana). También recibía frutas frescas -peras y melocotones- que sus amigos adquirían en el mercado. En cuanto a ella se refería, aquella hepatitis fue como un regalo del cielo.

Muy a su pesar, se recuperó al cabo de unos cuarenta días y fue devuelta al campo, formado ahora por las nuevas chozas de barro. La Llanura es un paraje peculiar por cuanto atrae los truenos y los relámpagos pero no la lluvia, la cual se precipita sobre las montañas que la rodean. Los campesinos no plantaban cosechas en el llano debido a que el suelo era demasiado seco y resultaba peligroso durante las frecuentes tormentas secas. No obstante, era el único recurso disponible para el campamento, por lo que plantaron cierta variedad de maíz resistente a la sequía y transportaron agua desde las laderas bajas de las montañas. Asimismo, se ofrecieron para ayudar a los campesinos en el cultivo del arroz con objeto de asegurarse el futuro suministro del mismo.

Los campesinos se mostraron de acuerdo pero, según las costumbres locales, a las mujeres les estaba prohibido transportar agua, y los hombres no podían plantar arroz, labor esta última que sólo podía ser llevada a cabo por mujeres casadas y con descendencia, especialmente si ésta era masculina. Cuantos más hijos tuviera una mujer, más solicitada estaba para aquella tarea agotadora. Se creía que una mujer que hubiera engendrado gran número de hijos sería capaz de obtener más granos del arroz que plantara («hijos» y «semillas» tienen el mismo sonido en chino: zi). Mi madre se convirtió en la principal «beneficiaría» de aquella antigua costumbre. Dado que tenía tres hijos -más que la mayoría de sus colegas femeninas- se vio obligada a pasar cerca de quince horas diarias inclinada en los campos de arroz a pesar de sus hemorragias y de su abdomen inflamado.

Por la noche, se turnaba con los demás para defender a los cerdos del ataque de los lobos. Las chozas de barro y hierba daban en su parte trasera a una cadena de montañas muy adecuadamente bautizada con el nombre de Guarida de los Lobos. Los habitantes locales advertían a los recién llegados de que los lobos eran sumamente listos. Cuando uno de ellos lograba introducirse en una pocilga, rascaba y lamía suavemente a su presa, especialmente detrás de las orejas, con objeto de sumir al animal en una especie de trance placentero y asegurarse de que no realizara el menor ruido. A continuación, mordía cuidadosamente la oreja del animal y lo conducía al exterior de la cochiquera sin dejar de acariciar su cuerpo con el mullido rabo. Cuando el lobo asestaba su ataque final, el cerdo aún estaba soñando con las caricias de su nuevo amante.

Los campesinos dijeron también a los antiguos habitantes de la ciudad que los lobos -y algunas veces los leopardos- se mostraban temerosos del fuego, por lo que todas las noches se encendía una fogata en el exterior de las pocilgas. Mi madre pasó numerosas noches despierta contemplando los meteoritos que atravesaban la bóveda estrellada del firmamento sobre la Guarida de los Lobos mientras oía a lo lejos sus aullidos.

Una tarde, tras lavarse la ropa en un pequeño estanque, abandonó su postura agachada y al enderezarse su mirada se detuvo en los ojos rojizos de un lobo situado a unos veinte metros de distancia de ella, al otro lado de la charca. Sintió que se le erizaban los cabellos, pero recordó que su amigo de la infancia, el Gran Lee, le había dicho que el modo de evitar el ataque de un lobo consistía en caminar hacia atrás lentamente y sin dar muestras de pánico, y nunca volverse y echar a correr. Así, retrocedió lentamente, alejándose del estanque en dirección al campo y sin volver la espalda al lobo, que la seguía. Cuando alcanzó el borde del campo, el lobo se detuvo. Podía verse ya la hoguera, y se oían las voces de sus habitantes. Mi madre dio media vuelta y entró corriendo en la primera puerta que vio.

El fuego era prácticamente la única luz que alumbraba la profunda oscuridad de las noches de Xichang. No había electricidad. Las velas -cuando las había- eran prohibitivamente caras, y el queroseno escaseaba. De cualquier manera, tampoco había gran cosa que leer. A diferencia de Deyang, donde yo aún gozaba de cierta libertad para leer los libros adquiridos por Jin-ming en el mercado negro, las escuelas de cuadros se hallaban estrechamente controladas. El único material impreso que se autorizaba eran las obras selectas de Mao y el Diario del Pueblo. De cuando en cuando se proyectaba alguna película nueva en unos barracones militares situados a pocos kilómetros, pero invariablemente se trataba de una de las óperas propagandísticas de la señora Mao.

A medida que transcurrían los días y los meses, el trabajo agotador y la falta de relajación se tornaron insoportables. Todos, incluidos los Rebeldes, echaban de menos a sus familias e hijos. Su resentimiento era acaso tanto más intenso por cuanto que ahora advertían que su celo anterior no había servido para nada y que, hicieran lo que hiciesen, nunca volverían a recuperar el poder en Chengdu. Los puestos que antaño ocuparan en los Comités Revolucionarios habían sido readjudicados en su ausencia. De este modo, al cabo de unos meses de llegar a la Llanura, la depresión sustituyó a las denuncias, y mi madre se vio obligada en ocasiones a reconfortar a los Rebeldes. Obtuvo el apodo de Kuanyin: la diosa de la bondad.

Por las noches, tendida sobre su colchón de paja, evocaba mentalmente sus años de niñez. Se daba cuenta de que en su memoria apenas intervenían recuerdos de vida familiar. Mientras nosotros crecimos había sido una madre permanentemente ausente, entregada a la causa en perjuicio de su familia. Ahora, sin embargo, le remordía lo absurdo de su antigua devoción, y advertía que la añoranza de sus hijos le producía un dolor casi insoportable.

En febrero de 1970, después de pasar más de tres meses en la Llanura y tan sólo diez días antes del Año Nuevo chino, la compañía de mi madre fue alineada frente al campo para dar la bienvenida a un jefe del Ejército que acudía en visita de inspección. Tras esperar durante largo rato, la multitud divisó una pequeña figura que se aproximaba a lo largo del camino de tierra que ascendía desde la carretera distante. Permanecieron todos con la mirada fija en aquella figura, y decidieron que no podía ser el pez gordo que esperaban, ya que éste hubiera llegado en automóvil y acompañado por su séquito. Sin embargo, tampoco podía tratarse de un campesino locaclass="underline" el modo en que llevaba la larga bufanda de lana negra arrollada alrededor de la cabeza inclinada resultaba demasiado elegante. Era una joven que acarreaba una cesta a la espalda. Al verla acercarse lentamente cada vez más, mi madre notó que comenzaba a palpitarle el corazón. Tenía la sensación de que aquella joven se parecía a mí, pero pensó que debía de tratarse de imaginaciones suyas. «¡Qué maravilla si fuera realmente Er-hong!», se dijo a sí misma y, de repente, todos los presentes comenzaron a propinarle excitadas palmadas: «¡Es tu hija! ¡Ha venido a verte tu hija! ¡Es Er-hong!»