Por entonces, compartía una habitación con otras siete personas, todas ellas pertenecientes a su departamento. La estancia tan sólo contaba con una única y diminuta ventana, por lo que la puerta solía permanecer abierta durante todo el día para que entrara algo de luz. Sus ocupantes rara vez hablaban entre ellos, y nadie me saludó al entrar. De inmediato advertí que la atmósfera allí era mucho más severa que en el campamento de mi madre. El motivo era que aquel campo se encontraba sometido al control directo del Comité Revolucionario de Sichuan y, por ello, de los Ting. Sobre los muros del patio aún podían verse varias capas superpuestas de carteles con consignas tales como «Abajo Fulano de Tal» o «Eliminemos a Mengano de Cual». Sobre ellos aparecían apoyadas viejas azadas y palas. Como no tardé en descubrir, mi padre continuaba viéndose sometido a frecuentes asambleas de denuncia que habitualmente se celebraban por las tardes, después de un agotador día de trabajo. Dado que uno de los modos de escapar del campo era ser invitado a trabajar de nuevo para el Comité Revolucionario, y dado asimismo que para ello era necesario complacer a los Ting, algunos de los Rebeldes competían entre sí para demostrar su grado de militancia, y mi padre era una de sus víctimas naturales.
No se le permitía entrar en la cocina. En su calidad de «criminal anti-Mao», se le había considerado peligroso hasta el punto de sospechar que pudiera intentar envenenar los alimentos. Poco importaba que los demás lo creyeran realmente o no: lo importante era el insulto que ello conllevaba.
Mi padre procuraba sobrellevar aquella y otras crueldades con estoicismo. Tan sólo en una ocasión había dado rienda suelta a su ira. El día de su llegada al campo, se le había ordenado llevar un brazalete blanco con caracteres negros en los que se leían las palabras «elemento contrarrevolucionario en activo». Apartando violentamente el brazalete, había mascullado apretando los dientes: «Adelante, podéis matarme a palos. ¡Jamás me pondré ésto!» Los Rebeldes cedieron. Advertían que hablaba en serio, y no contaban con autorización superior para matarle.
Allí, en el campo, los Ting tenían ocasión de vengarse de sus enemigos. Entre ellos había un hombre que había tomado parte en la investigación a la que ambos fueran sometidos en 1962. El individuo en cuestión había operado en la clandestinidad hasta 1949, y había sido encarcelado por el Kuomintang y torturado hasta el punto de que su salud había quedado seriamente dañada. Tras su llegada al campo, no tardó en caer gravemente enfermo, pero se le obligó a seguir trabajando y no se le autorizó a gozar de un solo día libre. Dado que se movía con lentitud, tenía que recuperar el tiempo perdido durante las tardes, a pesar de lo cual aparecía mencionado frecuentemente en los carteles, en los que se le tachaba de holgazán. Uno de los que yo vi comenzaba con las siguientes palabras: «¿Has visto, camarada, a este grotesco esqueleto viviente de repugnantes facciones?» El implacable sol de Xichang había abrasado y marchitado su cuerpo, del que pendían largos trozos de piel muerta. Por si fuera poco, aparecía deformado por la falta de alimento: habían tenido que extirparle dos terceras partes del estómago, y tan sólo podía digerir pequeñas cantidades sucesivas de comida. Así, la imposibilidad de realizar las frecuentes colaciones que hubiera precisado le mantenía en un constante estado de inanición. Un día, desesperado, había entrado en la cocina en busca de un poco de zumo de pepinillos. Sorprendido en su intento, fue acusado de intentar envenenar la comida. Consciente de que se hallaba al borde del colapso total, escribió a las autoridades del campo diciéndoles que se estaba muriendo y rogando que se le eximiera de realizar ciertas tareas especialmente duras. Poco después, se desmayó bajo el ardiente sol en un sembrado en el que estaba esparciendo estiércol. Trasladado al hospital del campo, falleció al día siguiente sin poder contar con la presencia de ninguno de sus parientes junto a su lecho de muerte. Su esposa se había suicidado poco antes.
Los seguidores del capitalismo no eran los únicos que sufrían en la escuela de cuadros. Habían muerto por docenas aquellos que guardaban alguna relación con el Kuomintang, por remota que fuera, aquellos que habían tenido la desgracia de convertirse en objeto de alguna venganza personal o de los celos de alguien, e incluso varios de los líderes de las facciones Rebeldes derrotadas. Muchos se habían arrojado al turbulento río que atravesaba el valle. El nombre del río era «Tranquilidad» (An-ning-he). En el silencio de la noche, el eco de sus aguas se esparcía a lo largo de varios kilómetros, causando escalofríos entre los internos, quienes afirmaban que su sonido sugería los sollozos de sus fantasmas.
El relato de aquellos suicidios reforzó mi decisión de contribuir urgentemente a aliviar la presión mental y física a que se hallaba sometido mi padre. Tenía que convencerle de que merecía la pena seguir viviendo y hacerle sentirse querido. Cada vez que se veía obligado a comparecer ante asambleas de denuncia (para entonces raramente violentas, puesto que los internos habían agotado ya sus fuerzas), yo me sentaba en un lugar en el que pudiera verme con objeto de reconfortarle con mi presencia. Tan pronto como concluían, salíamos juntos del local. Yo le hablaba de cosas alegres para hacerle olvidar aquellos episodios siniestros, y le administraba masajes en la cabeza, cuello y hombros. Él, por su parte, solía recitarme poemas clásicos. Durante el día le ayudaba con sus tareas, entre las que, claro está, se incluían las más duras y desagradables. A veces me ofrecía a cargar con sus bultos, que a menudo alcanzaban los cincuenta kilogramos de peso, y aunque apenas podía mantenerme en pie intentaba mantener una expresión despreocupada.
Permanecí allí durante más de tres meses. Las autoridades me permitían comer en la cantina, y me asignaron una cama en un dormitorio que compartía con otras cinco mujeres. Éstas rara vez me hablaban y, si lo hacían, era empleando un tono frío. La mayor parte de los internos adoptaban una actitud de hostilidad tan pronto me veían, pero yo me limitaba a mirarles con expresión vacua. Sin embargo, también había personas amables, o al menos más decididas que otras a la hora de mostrarse bondadosas conmigo.
Una de ellas era un hombre en las postrimerías de la veintena dotado de unas facciones sensibles y unas enormes orejas. Se llamaba Young, y era un licenciado universitario que había entrado a trabajar en el departamento de mi padre justamente antes de la Revolución Cultural. Era, además, el «jefe» del «pelotón» al que pertenecía mi padre. Aunque estaba obligado a asignar a éste los peores trabajos, procuraba -siempre que podía- aliviar sus tareas sin llamar la atención. En una de las fugaces conversaciones que pude mantener con él le dije que no podía cocinar la comida que había traído debido a que no tenía queroseno con el que alimentar mi pequeña estufa.
Un par de días después, Young pasó a mi lado con una expresión neutra dibujada en el rostro, y pude notar que me introducía algo metálico en la mano: era un mechero de alambre de unos veinte centímetros de altura por diez de diámetro construido por él mismo. Servía para quemar bolas de papel fabricadas con periódicos viejos. Éstos ya podían quemarse, puesto que el retrato de Mao había comenzado a desaparecer de sus páginas (el propio Mao había ordenado que así fuera, ya que consideraba que el propósito que se buscaba con la reproducción de su imagen -esto es, «establecer con grandiosidad y firmeza» su «autoridad absoluta y suprema»- había sido logrado, y que continuar con la práctica podía llegar a ser contraproducente). Las llamas azules y anaranjadas de aquel mechero me permitieron cocinar una comida de calidad muy superior a la del rancho que se servía en el campo. Cada vez que aquellos vapores deliciosos escapaban del cazo podía ver las mandíbulas de los compañeros de habitación de mi padre masticando de modo involuntario. Lamentaba no poder dar una parte a Young, pero ambos hubiéramos tenido dificultades si sus compañeros más militantes hubieran llegado a enterarse.