El hecho de que se permitiera a mi padre recibir visitas de sus hijos se debía a Young y a otras personas igualmente bondadosas. También era Young quien le concedía la autorización necesaria para salir de las instalaciones del campo en los días de lluvia (sus únicos días libres ya que, a diferencia de otros internos, se veía -al igual que mi madre-obligado a trabajar los domingos). Tan pronto como cesaba la lluvia, mi padre y yo corríamos al bosque y recogíamos al pie de los árboles champiñones y guisantes silvestres que yo luego cocinaba en el campamento acompañados de una lata de pato o de otra clase de carne. Aquellas ocasiones suponían para nosotros auténticos festines.
Después de cenar, paseábamos a menudo hasta mi lugar favorito, al que había bautizado como «mi jardín zoológico»: se trataba de un grupo de rocas de formas fantásticas situado en medio de un herboso claro del bosque. Su aspecto era el de un rebaño de insólitos animales tendidos al sol. Algunos de ellos poseían huecos del tamaño de nuestros cuerpos, y él y yo solíamos tendernos y dejar que nuestra mirada se perdiera en la distancia. Al pie de la ladera que se extendía bajo nosotros se elevaba una hilera de gigantescos miraguanos cuyas deshojadas flores de color escarlata -similares a magnolias en formato aumentado- crecían directamente de las enhiestas ramas desnudas que se elevaban hacia el cielo. Durante los meses que permanecí en el campo contemplé a menudo cómo se abrían aquellas enormes flores formando una masa rojiza que destacaba sobre el fondo negro. Al cabo, brotaban unos frutos del tamaño de higos que luego estallaban despidiendo una lana sedosa que el cálido viento esparcía por las montañas como una capa de nieve plumosa. Más allá de los miraguanos discurría el río de la Tranquilidad, tras el cual se extendía una interminable cordillera.
Cierto día, nos hallábamos descansando en nuestro «jardín zoológico» cuando pasó por allí un campesino tan deformado y simiesco que no pude evitar una sensación de temor al verle. Mi padre me contó que en aquella región aislada el emparejamiento familiar era algo corriente. A continuación, exclamó: «¡Hay tanto que hacer en estas montañas! Es un lugar magnífico, y posee un enorme potencial. Me encantaría venir a vivir aquí y organizar una comuna o una brigada de producción con la que se pudiera trabajar como es debido. Hacer algo útil. O acaso llevar una vida sencilla de campesino. Estoy harto de ser funcionario. Qué agradable sería que toda la familia pudiéramos disfrutar aquí de una existencia sin complicaciones como la de los granjeros.» Pude distinguir en sus ojos la frustración de un hombre activo e inteligente ansioso por trabajar. Reconocí asimismo el sueño idílico tradicional de un intelectual chino desilusionado con su carrera de mandarín. Sobre todo, pude advertir que la posibilidad de una vida alternativa se había convertido para mi padre en una fantasía, en algo maravilloso e inasequible debido a que una vez se era funcionario comunista ya no cabía dar marcha atrás.
Realicé tres visitas al campo, y cada una de ellas permanecí en él varios meses. Mis hermanos hicieron lo mismo, con objeto de que mi padre pudiera gozar constantemente del calor de los suyos. A menudo decía con orgullo que era la envidia del campo debido a que nadie había podido disfrutar tan asiduamente de la compañía de sus hijos. De hecho, pocos habían llegado a recibir visita alguna, pues la Revolución Cultural había deshumanizado brutalmente las relaciones humanas hasta el punto de destrozar incontables familias.
Mi familia se tornó cada vez más unida con el paso del tiempo. Mi hermano Xiao-hei, a quien mi padre había llegado a pegar cuando era niño, aprendió a amarle. Cuando visitó el campo por primera vez, él y mi padre se vieron obligados a dormir juntos en la misma cama como consecuencia de la envidia que experimentaban los jefes del complejo ante las frecuentes visitas familiares que éste recibía. Xiao-hei, inquieto por la posibilidad de que mi padre no disfrutara del reposo que tanto necesitaba por sus condiciones mentales, nunca se permitió caer en un sueño profundo por miedo a molestarle con sus movimientos.
Mi padre, por su parte, se reprochaba el haberse mostrado severo con Xiao-hei, y solía acariciarle la cabeza y pedirle disculpas: «Me parece inconcebible que pudiera pegarte tan fuerte. Fui demasiado duro contigo -solía decir-. He reflexionado mucho acerca del pasado, y me siento enormemente culpable ante ti. Qué curioso que la Revolución Cultural haya hecho de mí una persona mejor…»
La dieta del campo consistía fundamentalmente en col hervida, y la falta de proteínas hacía que sus habitantes se sintieran permanentemente hambrientos. Todo el mundo contemplaba con expectación la llegada de los días de carne, y celebraba la misma en una atmósfera casi de regocijo. Incluso los Rebeldes más militantes parecían de mejor humor. En tales ocasiones, mi padre separaba la carne de su plato y obligaba a sus hijos a comérsela, lo que habitualmente desencadenaba pequeñas peleas de cuencos y palillos.
Permanecía en un estado de remordimiento constante. Solía mencionarme que no había invitado a mi abuela a su boda, y que la había obligado a realizar el arriesgado viaje de regreso desde Yibin a Manchuria apenas un mes después de su llegada. Le oí reprocharse a sí mismo varias veces el no haber mostrado el suficiente cariño a su propia madre, y también el haber sido tan rígido que sus parientes ni siquiera osaron hablarle de su funeral. Sacudía la cabeza, diciendo: «¡Ahora ya es demasiado tarde!» Se reprochaba igualmente la actitud que había mostrado con su hermana Jun-ying en los años cincuenta, cuando intentó persuadirla para que abandonara sus creencias budistas e incluso que comiera carne aun sabiendo que era una vegetariana convencida.
La tía Jun-ying murió durante el verano de 1970. La parálisis que sufría había ido invadiendo gradualmente todo su cuerpo, y nunca había podido recibir un tratamiento adecuado. Murió con la misma compostura que había mostrado durante toda su vida. Mi familia ocultó la noticia a mi padre, ya que todos sabíamos cuan profundamente la amaba y respetaba. Mis hermanos Xiao-hei y Xiao-fang pasaron aquel otoño con mi padre. Un día, estaban dando un paseo después de cenar cuando a Xiao-fang -quien aún no contaba más que ocho años- se le escapó la noticia de la muerte de mi tía Jun-ying. Súbitamente, el rostro de mi padre cambió. Durante largo rato, permaneció inmóvil con expresión ausente hasta que, por fin, se aproximó al borde del sendero, se dejó caer en cuclillas y se cubrió el rostro con ambas manos. Sus hombros comenzaron a agitarse con profundos sollozos y mis hermanos, que nunca le habían visto llorar, se quedaron estupefactos.
A comienzos de 1971, se corrió la noticia de que los Ting habían sido destituidos. Para mis progenitores -y en especial para mi padre- aquello trajo consigo alguna mejora en sus vidas. Comenzaron a tener los domingos libres y se les adjudicaron tareas más fáciles. El resto de los internos empezaron a dirigirle la palabra a mi padre, si bien aún se mostraban fríos con él. La prueba de que las cosas comenzaban realmente a cambiar llegó a principios de año: la señora Shau, antigua atormentadora de mi padre, había caído en desgracia al mismo tiempo que los Ting. Poco después, a mi madre se le permitió pasar dos semanas con mi padre. Era la primera ocasión que tenían de estar juntos después de varios años; de hecho, la primera vez que se habían visto desde aquella mañana de invierno, en las calles de Chengdu, poco antes de la partida de mi padre hacia el campamento. Desde entonces habían transcurrido más de dos años.