Había unos treinta hombres y mujeres ocupados en la misma tarea que yo, esto es, llenar los moldes de tierra. Posteriormente, el hierro fundido era vertido en los moldes en estado de ebullición, lo que generaba una masa de chispas incandescentes. La grúa que operaba sobre nuestro taller crujía de un modo tan alarmante que no conseguía librarme del temor de que pudiera dejar caer el crisol de metal líquido sobre la gente que trabajaba bajo ella.
Mi trabajo de vaciadora era sucio y agotador. Tenía los brazos hinchados de tanto arrojar tierra al interior de los moldes, pero mi inocente creencia de que la Revolución Cultural tocaba a su fin hacía que mi ánimo fuera considerablemente elevado, lo que me permitía entregarme a mi trabajo con un ardor que habría sorprendido a los campesinos de Deyang.
A pesar de mi nuevo entusiasmo, me alivió saber al cabo de un mes que había de ser trasladada. No hubiera podido soportar ocho horas diarias de apalear tierra durante mucho tiempo. Debido a la buena voluntad reinante hacia mis padres, se me ofrecieron varios trabajos entre los que escoger: tornera, maquinista de grúa, telefonista, carpintera o electricista. Dudé largo tiempo entre estas dos últimas posibilidades. Me gustaba la idea de aprender a crear hermosos objetos de madera, pero decidí que no poseía unas manos lo suficientemente hábiles. Como electricista, me distinguiría por ser la única mujer de la fábrica ocupada en esa labor. Ya había habido anteriormente otra mujer en el equipo de electricistas, pero lo había abandonado para ocuparse de otro trabajo. Siempre había sido objeto de gran admiración. Cuando trepaba a la cumbre de los postes eléctricos, los obreros se detenían a mirarla con la boca abierta. Me hice inmediatamente amiga de aquella mujer, quien me dijo algo que terminó de convencerme: los electricistas no tenían que pasarse ocho horas diarias frente a la misma máquina, sino que podían permanecer en sus dependencias esperando a que les llamaran para algún trabajo. Ello significaba que tendría tiempo para leer.
Aquel primer mes sufrí cinco descargas eléctricas. Al igual que sucedía con los médicos descalzos, no había aprendizaje oficial alguno: ello reflejaba el desdén que Mao sentía por cualquier forma de educación. Los seis hombres del equipo me enseñaban pacientemente, pero yo estaba comenzando desde un nivel abismalmente bajo. Ni siquiera sabía lo que era un fusible. La electricista me dio su ejemplar del Manual de los electricistas, y yo me sumergí en su lectura, a pesar de lo cual continué confundiendo corriente eléctrica con voltaje. Por fin, me avergoncé de hacer perder el tiempo a mis compañeros y me dediqué a copiar lo que hacían sin comprender demasiado la teoría de mi labor. Poco a poco, fui arreglándomelas bastante bien, y gradualmente fui capaz de realizar algunas reparaciones por mí misma.
Un día, un obrero informó de la existencia de un conmutador defectuoso en uno de los paneles de distribución de corriente. Yo abrí la parte posterior del panel para examinar el cableado y decidí que uno de los tornillos debía de haberse aflojado. En lugar de desconectar la corriente, introduje impetuosamente mi destornillador-detector para apretarlo. La parte posterior del panel era un entramado de conexiones, juntas y cables atravesados por una corriente de 380 voltios. Una vez dentro de aquel campo de minas, introduje el destornillador a través de una rendija con exquisito cuidado y alcancé el tornillo, el cual no estaba suelto después de todo. Para entonces, mi brazo había comenzado a temblar ligeramente por la tensión y el nerviosismo. Comencé a retirarlo, conteniendo el aliento. Por fin, justamente en el borde, cuando ya me encontraba a punto de relajarme, me vi sacudida por una serie de descargas colosales que recorrieron todo mi cuerpo desde la mano a los pies. Di un salto en el aire y el destornillador salió despedido. Había entrado en contacto con una conexión situada en el acceso a la red de distribución de corriente. Caí al suelo desmadejada, pensando que podía haber muerto si el destornillador llega a resbalar un instante antes. Sin embargo, no revelé el episodio a los demás electricistas: no quería que se sintieran obligados a venir conmigo cada vez que había una llamada.
Llegué a acostumbrarme a las descargas que, por otra parte, tampoco parecían inquietar a los demás. Un viejo electricista me dijo que hasta 1949, cuando la fábrica era de propiedad privada, solía utilizarse el dorso de la mano para comprobar la existencia de corriente. Con la llegada de los comunistas, la fábrica se había visto por fin obligada a adquirir detectores de corriente para sus electricistas.
Nuestras dependencias consistían en dos habitaciones, y cuando no estábamos atendiendo alguna llamada mis compañeros solían entretenerse jugando a las cartas en la habitación exterior mientras yo permanecía leyendo en la interior. En la China de Mao, si uno no se unía a las personas que le rodeaban corría el riesgo de verse acusado de aislarse de las masas, por lo que al principio me producía cierta inquietud retirarme a leer por mi cuenta. Cada vez que alguno de mis compañeros entraba en la estancia, dejaba inmediatamente el libro y me ponía a charlar con él llena de turbación. Como resultado, comenzaron a entrar cada vez con menor frecuencia. Yo me sentí inmensamente aliviada de que no pusieran objeción a mi excentricidad, y ellos, por el contrario, procuraban hacer lo posible por no molestarme. La amabilidad que mostraban conmigo hacía que me ofreciera voluntaria para realizar tantas reparaciones como me era posible.
Había un joven electricista en el equipo, un muchacho llamado Day, al que se consideraba sumamente educado, ya que había asistido a un instituto hasta la llegada de la Revolución Cultural. Era un buen calígrafo, y tocaba varios instrumentos musicales a la perfección. Yo me sentía considerablemente atraída hacia él, y por las mañanas solía encontrármelo apoyado sobre la puerta del taller esperando mi llegada para saludarme. Poco a poco, comencé a atender numerosas llamadas con él. Un día de comienzos de primavera, habíamos concluido un trabajo de mantenimiento y decidimos pasar la hora del almuerzo reclinados sobre un almiar de paja que había en el patio trasero de la fundición para disfrutar del primer día soleado deLaño. Los gorriones gorjeaban sobre nuestras cabezas, peleándose por conseguir los últimos granos de arroz que aún quedaban en las plantas. La paja despedía un aroma a sol y a tierra. Me había sentido encantada al descubrir que Day compartía mi interés por la poesía clásica china y que podíamos componer poemas el uno para el otro utilizando la misma secuencia de rimas, tal y como habían hecho los antiguos poetas chinos. Muy poca gente de mi generación conocía o admiraba la poesía clásica. Aquella tarde regresamos con mucho retraso a nuestros puestos, pero nadie nos hizo ninguna crítica. El resto de los electricistas se limitaron a dirigirnos breves sonrisas de complicidad.
Day y yo no tardamos en empezar a contar los minutos de nuestros días libres, ansiosos por estar de nuevo juntos. Aprovechábamos cualquier oportunidad para estar cerca el uno del otro, rozarnos los dedos, experimentar la excitación de la proximidad, sentir cada uno el aroma del otro y buscar motivos de entristecimiento -y alegría- en las frases a medias que solíamos dirigirnos.