Mao había decretado asimismo que los estudiantes no debían ser extraídos de las fuentes tradicionales -esto es, de entre los graduados de enseñanza media- sino que tenían que ser obreros o campesinos. Ello no constituía para mí ningún inconveniente, dado que entonces era una obrera y en otro tiempo había sido una auténtica campesina.
Zhou Enlai había decidido que se realizaran exámenes de ingreso, si bien se vio obligado a sustituir el término «examen» (kao-shi) por el de «investigación de la capacidad de los candidatos para resolver algunos problemas básicos y de su habilidad para resolver y analizar problemas concretos». A Mao le disgustaban los exámenes. El nuevo procedimiento consistía en que uno debía ser primeramente recomendado por su unidad de trabajo. Posteriormente, se celebraban los exámenes de ingreso y, por fin, las autoridades de admisión sopesaban los resultados del examen y el comportamiento político de los solicitantes.
Durante casi diez meses, pasé todas las tardes y fines de semana -así como gran parte del tiempo libre del que gozaba en la fábrica-devorando los libros de texto que habían conseguido sobrevivir a las hogueras de los guardias rojos. Llegaban hasta mí procedentes de numerosos amigos. Contaba asimismo con una serie de profesores dispuestos a sacrificar sus tardes y sus días libres con gran entusiasmo. Las personas deseosas de aprender aparecían unidas por una compenetración común que reflejaba la reacción de un país alimentado por una sofisticada civilización, recientemente sepultada en una virtual extinción.
Durante la primavera de 1973, Deng Xiaoping fue rehabilitado y nombrado viceprimer ministro, esto es, adjunto de jacto del cada vez más enfermo Zhou Enlai. Aquello fue para mí un nuevo motivo de alegría. Contemplaba el regreso de Deng como un síntoma inconfundible de que la Revolución Cultural había dado marcha atrás. Deng era conocido como defensor de la construcción, y no de la destrucción, y era considerado a la vez un administrador excelente. Mao le había enviado a una remota fábrica de tractores en la que le había mantenido dentro de una relativa seguridad como último recurso en caso de una caída de Zhou Enlai. Por mucho que le emborrachara su propio poder, el líder siempre cuidaba de no quemar sus naves.
La rehabilitación de Deng me complació también por motivos personales. Cuando niña, había conocido bien a su madrastra, y su hermanastra había sido vecina nuestra en el complejo durante años (todos la llamábamos «tía Deng»). Ella y su esposo habían sido denunciados sencillamente por estar emparentados con Deng, y los residentes del complejo que tanto la habían adulado antes de la Revolución Cultural habían pasado a rechazarla. Mi familia, sin embargo, la obsequió con la bienvenida de costumbre. Asimismo, era una de las pocas personas del complejo que había revelado a mi familia la admiración que sentía hacia mi padre en su época más intensa de persecución. En aquellos días, incluso una inclinación de cabeza o una sonrisa fugaz se habían considerado un bien precioso y escaso, y ambas familias habían desarrollado cálidos sentimientos mutuos.
En verano de 1973 se abrió el plazo de ingreso en la universidad. Para mí era como estar a la espera de una sentencia de vida o muerte. Una de las plazas del Departamento de Lenguas Extranjeras de la Universidad de Sichuan fue adjudicada al Segundo Departamento de Industria Ligera de Chengdu, a cargo del cual funcionaban veintitrés fábricas, entre ellas la mía. Cada una de las fábricas debía nominar un candidato para presentarse a los exámenes. En mi fábrica había varios cientos de trabajadores, y se presentaron seis personas, yo incluida. Se celebró una elección para escoger el candidato, y yo resulté elegida por cuatro de los cinco talleres de la fábrica.
En mi propio taller había otra candidata, una amiga mía que entonces contaba diecinueve años. Ambas éramos igualmente populares, pero nuestros compañeros de trabajo sólo podían votar a una de nosotras. Su nombre fue leído en primer lugar, y los presentes se agitaron con desasosiego. Resultaba evidente que no lograban tomar una decisión. Yo me sentía desolada: cuantos más votos recibiera ella, menos obtendría yo. De pronto, la muchacha se incorporó y dijo con una sonrisa: «Quisiera retirar mi candidatura y votar por Chang Jung. Al fin y al cabo, soy dos años más joven que ella. Lo intentaré el año que viene.» Los obreros estallaron en una carcajada de alivio y prometieron votar por ella al año siguiente. Cumplieron su promesa: la joven ingresó en la universidad en 1974.
Yo me sentí profundamente conmovida por su gesto y por el resultado de la votación. Era como si los obreros estuvieran ayudándome a hacer realidad mis sueños. Mis antecedentes familiares tampoco me habían perjudicado. Day no se presentó como candidato: sabía que no tenía ninguna posibilidad.
Me examiné de chino, matemáticas e inglés. La noche anterior al examen me sentía tan nerviosa que no pude dormir. Cuando regresé a casa a la hora de comer encontré a mi hermana esperándome. Me administró un suave masaje en la cabeza y no tardé en sumirme en un sueño ligero. Los temas eran sumamente elementales, y en ellos apenas intervenían las lecciones de geometría, trigonometría, física y química que tan arduamente había asimilado. En todos ellos obtuve mención honorífica, así como la nota más alta de los candidatos de Chengdu en el examen oral de inglés.
Sin embargo, aún no había tenido ocasión de relajarme cuando recibí un golpe devastador. El 20 de julio apareció un artículo en el Diario del Pueblo en el que se hablaba de una hoja de examen en blanco. Incapaz de contestar a las preguntas que se le planteaban en sus papeles de ingreso a la universidad, un candidato llamado Zhang Tie-sheng que anteriormente había sido enviado a una zona rural próxima a Jinzhou había entregado una hoja en blanco junto con una carta en la que protestaba afirmando que aquellos exámenes equivalían a una restauración del capitalismo. Su carta llegó a manos del sobrino y ayudante personal de Mao, Mao Yuanxin, a la sazón hombre fuerte de la provincia. La señora Mao y sus secuaces condenaron la importancia que se estaba concediendo al nivel académico como una forma de dictadura burguesa. «¿Qué importancia tendría incluso que toda la nación fuera analfabeta? -declararon-. ¡Lo importante es que la Revolución Cultural obtenga el más rotundo triunfo!»
Nuestros exámenes fueron declarados nulos. El acceso a las universidades había de ser decidido basándose únicamente en el comportamiento político de cada uno. El modo de estimar el mismo era, sin embargo, un misterio. La recomendación de mi fábrica había sido escrita después de una asamblea de estudio colectivo celebrada por el equipo de electricistas. Day había redactado el borrador, y mi antigua maestra en el oficio le había proporcionado su forma final. Según el texto yo era un auténtico prototipo, el mejor modelo de trabajadora que jamás había existido. Sin embargo, no me cabía duda de que los otros veintidós candidatos poseían credenciales similares, por lo que no habría modo de diferenciarnos.
La propaganda oficial no resultaba de gran ayuda. Uno de los «héroes» más notoriamente popularizados gritaba: «¿Me preguntáis por mis méritos para la universidad? ¡Éstos son mis méritos!», y al decirlo alzaba las manos y mostraba sus callos. Todos nosotros habíamos pasado por las fábricas, y la mayoría habíamos trabajado en granjas.