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No obstante, mi madre consiguió que Xiao-hei lo lograra en diciembre de 1972 aunque casi contra todo pronóstico, dado que mi padre seguía sin ser rehabilitado. Mi hermano fue asignado a una escuela de la Fuerza Aérea situada en el norte de China, y tras un adiestramiento básico que duró tres meses se convirtió en operador de radio. Así, pasó a trabajar cinco horas al día en una labor sumamente apacible y a ocupar el resto de su tiempo en sus «estudios políticos» y en la producción de alimentos.

En las sesiones de «estudio» todos afirmaban que se habían unido a las fuerzas armadas «para responder a la llamada del Partido, para proteger a la población y para defender a la madre patria». Sin embargo, existían razones más pertinentes: los jóvenes de las ciudades querían evitar ser enviados al campo, y aquellos que ya estaban allí esperaban encontrar en el Ejército un trampolín del que saltar a la ciudad. Para los campesinos de las zonas pobres, el ingreso en las fuerzas armadas significaba al menos la garantía de obtener una mejor alimentación.

A medida que transcurría la década de los setenta, el ingreso en el Partido -al igual que el ingreso en el Ejército- fue convirtiéndose en algo cada vez menos relacionado con el compromiso ideológico de cada uno. En sus solicitudes, todos declaraban que el Partido era «grande, glorioso y correcto» y que «unirse al Partido implicaba dedicar sus vidas a la más espléndida causa de la humanidad: la liberación del proletariado universal». Para la mayoría, sin embargo, el motivo real residía en sus intereses personales. Se trataba del paso ineludible para convertirse en oficial, y todo oficial licenciado se convertía automáticamente en funcionario del Estado, lo que implicaba sueldo, prestigio y poder garantizados, así como -claro está- un registro urbano. Los cabos, no obstante, tenían que regresar a sus aldeas y convertirse de nuevo en campesinos, por lo que al término de todos los períodos militares abundaban los suicidios, las crisis nerviosas y las depresiones.

Una noche, Xiao-hei estaba sentado en compañía de aproximadamente un millar de soldados, oficiales y familiares contemplando una película proyectada al aire libre cuando, de repente, se oyó el tableteo de una ametralladora seguido por una enorme explosión. El público se dispersó entre gritos. Los disparos procedían de un guardia al que le faltaba poco para licenciarse y regresar a su pueblo, dado que había fracasado en su intento de ingresar en el Partido y verse consecuentemente ascendido al grado de oficial. Había matado en primer lugar al comisario de su compañía, al que consideraba responsable de haber obstaculizado su promoción, y a continuación había abierto fuego indiscriminadamente contra la multitud y había arrojado una granada de mano. Murieron otras cinco personas, todas ellas mujeres e hijos de las familias de los oficiales. A ellas hubo de añadir más de una docena de heridos. Por fin, huyó hacia uno de los bloques residenciales, el cual fue inmediatamente sitiado por compañeros de armas quienes a través de sus megáfonos le exhortaron a que se rindiera. Sin embargo, tan pronto el guardia comenzó a disparar a través de las ventanas, todos se dispersaron para regocijo de los excitados espectadores. Tras un feroz intercambio de disparos, irrumpieron en el apartamento y descubrieron que el guardia se había suicidado.

Al igual que todos cuantos le rodeaban, Xiao-hei deseaba ingresar en el Partido. Para él, sin embargo, no se trataba de una cuestión de vida o muerte como para sus compañeros campesinos, ya que sabía que no tendría que regresar al campo al término de su carrera militar. La norma era que cada uno volvía a su lugar de procedencia, por lo que mi hermano obtendría automáticamente un empleo en Chengdu tanto si era miembro del Partido como si no. El trabajo, sin embargo, siempre sería mejor en el primer caso, y además tendría más acceso a información, lo que para él era sumamente importante dado que en aquella época China era un desierto intelectual en el que apenas había nada que leer aparte de la grosera propaganda difundida habitualmente.

Además de aquellas consideraciones prácticas, el miedo nunca estaba ausente del todo. Para muchos, unirse al Partido era casi como contratar una póliza de seguros. Pertenecer al Partido significaba ganar credibilidad y al mismo tiempo una relativa sensación de seguridad que resultaba sumamente reconfortante. Lo que aún era más importante en un entorno tan intensamente político como el que rodeaba a Xiao-hei, el hecho de que no solicitara su ingreso en el Partido sería anotado en su expediente personal y ello haría que sobre él recayeran numerosas sospechas: «¿Por qué no quiere ingresar?» Ver denegado el ingreso de solicitud también podía dar lugar a graves suspicacias. «¿Por qué no habrá sido aceptado? Algo raro debe de ocurrir con ese muchacho…»

Xiao-hei llevaba algún tiempo leyendo clásicos marxistas con genuino interés: al fin y al cabo, eran los únicos libros disponibles, y necesitaba algo con lo que aplacar su sed intelectual. Dado que las ordenanzas del Partido Comunista establecían que el estudio del marxismo-leninismo constituía la primera condición para ingresar en el Partido, mi hermano pensó que podría combinar su interés con una ventaja práctica. Sin embargo, ni sus jefes ni sus camaradas se dejaron impresionar. De hecho, se sintieron puestos en evidencia debido a que como consecuencia de su origen campesino y semianalfabeto la mayoría eran incapaces de comprender a Marx. Xiao-hei comenzó a verse criticado y acusado de arrogancia y de autoaislamiento frente a las masas. Si quería ingresar en el Partido tendría que hallar otro modo de hacerlo.

Muy pronto advirtió que lo más importante era saber complacer a sus jefes inmediatos y, en segundo grado, a sus camaradas. Además de resultar popular y trabajar de firme tenía que «servir al pueblo» del modo más literal posible.

A diferencia de lo que sucede en la mayoría de los ejércitos, en los que se asignan las labores más bajas y desagradables a los rangos menos elevados, el Ejército chino esperaba a que sus miembros se ofrecieran voluntarios para realizar tareas tales como acarrear agua para las abluciones matutinas y barrer las instalaciones. El toque de diana tenía lugar a las seis y media de la mañana, pero aquellos que aspiraban a ingresar en el Partido tenían el «honorable deber» de levantarse antes de aquella hora. Lo cierto es que había tantos que lo hacían que solían producirse peleas hasta por las escobas. La gente se levantaba más y más pronto con tal de asegurarse la posesión de una de ellas. Una mañana, Xiao-hei oyó a alguien barriendo el campamento cuando apenas habían dado las cuatro.

Había otras tareas importantes, pero la que más «contaba» era la preparación de la comida. El rancho oficial era ínfimo, incluso para los oficiales, y sólo se comía carne una vez por semana. De este modo, cada compañía debía encargarse de cultivar su propio grano y sus propias verduras, así como de criar sus propios cerdos. En la época de la cosecha, los comisarios de las compañías solían pronunciar enardecidas arengas: «¡Camaradas! ¡Por fin el Partido os pone a prueba! ¡Debemos acabar este campo a lo largo del día! Cierto que se trata de una tarea que precisa de diez veces el número de brazos de que disponemos, ¡pero un revolucionario es capaz de realizar el trabajo de diez hombres! Los miembros del Partido Comunista deben dar ejemplo. Y para aquellos que deseen unirse al mismo, ¡éste es el momento de demostrar su valía! ¡Aquellos que consigan pasar la prueba podrán ingresar en el Partido al concluir el día, en el campo de batalla!»