Aparte del hecho de que era una alumna modelo, uno de los motivos por los que mi madre había resultado elegida para entregar las flores a la Emperatriz era que, al igual que el doctor Xia, siempre rellenaba en los impresos el espacio destinado a la nacionalidad con la palabra «manchú», ya que se suponía que Manchukuo era el estado independiente de los manchúes; Pu Yi resultaba especialmente útil para los japoneses ya que la mayoría de las pocas personas que llegaban a reflexionar sobre ello pensaban que aún seguían bajo la soberanía del emperador manchú. El propio doctor Xia se consideraba un subdito leal del mismo, actitud que compartía con mi abuela. Era tradicional que las mujeres demostraran el amor que sentían por su esposo mostrándose de acuerdo con él en todo, por lo que tal actitud representaba para mi abuela una disposición natural. Se sentía tan feliz junto al doctor Xia que no deseaba apartar sus opiniones de las de él en lo más mínimo.
En la escuela, mi madre aprendió que su país era Manchukuo, y que entre sus países vecinos se contaban dos repúblicas chinas: una, hostil, liderada por Chiang Kai-shek; otra, amistosa, encabezada por Wang Jing-wei (una marioneta al servicio de los japoneses). Nunca le habían inculcado el concepto de una China que incluyera a Manchuria.
Los alumnos eran educados para ser subditos obedientes de Manchukuo, y una de las primeras canciones que aprendió mi madre fue la siguiente:
Por la calle caminan muchachos rojos y muchachas verdes;
todos comentan qué lugar tan afortunado es Manchukuo.
Tú eres feliz y yo soy feliz;
Todo el mundo vive en paz y trabaja alegremente
libre de toda preocupación.
Los maestros afirmaban que Manchukuo era un paraíso terrenal. Pero incluso a pesar de su corta edad, mi madre podía advertir que el único paraíso era el que disfrutaban los japoneses. Los niños japoneses acudían a escuelas separadas, bien equipadas y caldeadas, y dotadas de suelos brillantes y ventanas limpias. Las escuelas destinadas a los niños locales se albergaban en viejos templos y casas semiderruidas donadas por mecenas privados. No tenían calefacción. Era frecuente que en invierno toda la clase tuviera que dar una vuelta a la manzana corriendo en mitad de una lección o que los niños azotaran el suelo con los pies para defenderse del frío.Los maestros no sólo eran japoneses, sino que utilizaban asimismo métodos japoneses entre los que se incluía la costumbre de golpear a los niños de modo rutinario. El más leve fallo, equivocación o abandono de las reglas y etiqueta prescritas -tales como que una muchacha llevara el pelo medio centímetro por debajo de las orejas- eran castigados físicamente. Tanto los niños como las niñas eran duramente abofeteados en el rostro, y los primeros solían ser golpeados en la cabeza con un garrote de madera. Otro de los castigos consistía en permanecer arrodillado sobre la nieve durante horas.
Cuando los niños de la localidad se cruzaban con un japonés en la calle, debían hacer una reverencia y abrirle paso aunque el japonés fuera más joven que ellos. A menudo, los niños japoneses detenían a los niños locales y les abofeteaban sin motivo alguno. Los alumnos, por su parte, tenían que realizar complicadas reverencias frente a sus maestros cada vez que se encontraban con ellos. Mi madre solía bromear con sus amigas diciendo que la llegada de un maestro japonés era como un torbellino que soplara en una pradera: uno tan sólo veía la hierba que se inclinaba a su paso.
De igual modo, numerosos adultos se inclinaban ante los japoneses por temor a ofenderlos, si bien lo cierto es que al principio la presencia japonesa no alteró demasiado la vida de los Xia. Los puestos de alta y mediana importancia eran desempeñados por oriundos del lugar, ya se tratara de manchúes o chinos han como mi bisabuelo, quien aún conservaba su cargo policial en Yixian. En 1940, había en Jinzhou unos quince mil japoneses. Los vecinos de los Xia eran japoneses, y mi abuela se mostraba amigable con ellos. El marido era funcionario del Gobierno. Todas las mañanas, su mujer solía situarse frente a la verja con sus tres hijos y se inclinaba profundamente ante él cuando salía y subía a su rickshaw [4]para ir al trabajo. Tras verle partir, se aplicaba a sus propias labores, consistentes en moldear bolas de combustible fabricadas con polvo de carbón. Por motivos que mi madre y mi abuela nunca llegaron a saber, siempre utilizaba para ello unos guantes de color blanco que no tardaban en adquirir un aspecto mugriento.
La japonesa visitaba a mi abuela con frecuencia. Se sentía sola, pues su marido pasaba la mayor parte del tiempo fuera de casa. Solía traer consigo un poco de sake, y mi abuela preparaba algo de comer, como verduras sazonadas con soja. Mi abuela hablaba algo de japonés, y su amiga sabía algunas palabras en chino. Se tarareaban canciones mutuamente e incluso derramaban algunas lágrimas cuando se emocionaban. A menudo se ayudaban la una a la otra con las labores del jardín. La vecina japonesa poseía para el cuidado de la tierra unas magníficas herramientas que eran la admiración de mi abuela. A menudo invitaban también a mi madre a jugar en su jardín.
Sin embargo, los Xia no podían evitar oír rumores acerca de las fechorías de los japoneses. Numerosos pueblos de las vastas llanuras de Manchuria eran incendiados, y los habitantes que sobrevivían eran encerrados en «aldeas estratégicas». Más de cinco millones de personas -aproximadamente una sexta parte de la población- perdieron sus hogares, y decenas de miles murieron. Los obreros eran explotados hasta la muerte en las minas japonesas para extraer materiales que luego se exportaban a Japón, ya que Manchuria era especialmente rica en recursos naturales. En numerosos casos, eran desabastecidos de sal, por lo que carecían de suficiente energía para huir.
Durante largo tiempo, el doctor Xia había argumentado que el Emperador no estaba informado de las vilezas que se cometían debido a que se hallaba prácticamente prisionero de los japoneses. Sin embargo, cuando Pu Yi dejó de referirse a Japón como «nuestro país vecino y amigo» para otorgarle el tratamiento de «país hermano mayor» y, por fin, de «país progenitor», el doctor Xia descargó el puño sobre la mesa y dijo que era un «cobarde y un fatuo». Incluso entonces, afirmaba que no estaba seguro del nivel de responsabilidad que había de atribuirse al Emperador por todas aquellas atrocidades. Hasta que, un día, dos sucesos traumáticos vinieron a modificar el mundo de los Xia.
Un día de finales de 1941, el doctor Xia estaba en su consulta cuando un hombre al que jamás había visto entró en la habitación. Iba vestido con harapos, y su escuálido cuerpo aparecía casi doblado en dos. El hombre explicó que era un culi [5] empleado en el ferrocarril, y que llevaba algún tiempo sufriendo espantosos dolores de estómago. Su labor consistía en transportar pesadas cargas desde el amanecer hasta el anochecer durante los trescientos sesenta y cinco días del año. No sabía si lograría continuar así, pero lo cierto era que si perdía su trabajo no podría sacar adelante a su esposa y a su hijo recién nacido.
El doctor Xia le dijo que su estómago era incapaz de digerir los ásperos alimentos que ingería. El 1 de junio de 1939, el Gobierno había anunciado que a partir de entonces el arroz quedaba reservado para los japoneses y un pequeño número de colaboradores. La mayor parte de la población local había pues de subsistir con una dieta de bellotas y sorgo, sumamente difíciles de digerir. El doctor Xia le proporcionó gratuitamente un medicamento y ordenó a mi madre que le diera una pequeña bolsa de arroz que había adquirido ilegalmente en el mercado negro.