El campamento, situado a unas dos horas de camión desde Chengdu, se encontraba emplazado en un paraje bellísimo rodeado de campos de arroz, melocotoneros y bosquecillos de bambú. Los diecisiete días que permanecimos en él, sin embargo, se me antojaron como un año. Me sentía permanentemente asfixiada por las largas carreras matutinas, magullada por las caídas y desplazamientos a cuatro patas bajo el fuego imaginario de los carros de combate «enemigos» y exhausta por las horas que pasábamos apuntando nuestros rifles o arrojando granadas de mano simuladas con trozos de madera. Se esperaba de mí que demostrara mi apasionamiento y mi competencia en una serie de actividades para las que resultaba completamente inútil. Se consideraba imperdonable que tan sólo destacara en mi asignatura: la lengua inglesa. Aquellas acciones militares constituían tareas políticas, y tenía que demostrar mi valía en ellas. Irónicamente, cualidades militares tales como la buena puntería hacían que los soldados que las poseían fueran condenados por el propio Ejército como «blancos y expertos».
Yo formaba parte de un puñado de estudiantes que arrojábamos las granadas de madera a una distancia tan peligrosamente corta que se nos apartó de la gran ocasión en que habríamos de practicar con las auténticas. Nos sentamos en la cima de una colina, formando un grupo patético. Mientras oíamos las explosiones distantes, una de mis compañeras estalló en sollozos, y también yo experimenté una profunda aprensión ante la idea de haber dado pruebas de mi «blancura».
Nuestra segunda disciplina consistía en ejercicios de puntería. A medida que nos dirigíamos al campo de tiro, pensaba para mí misma: «No puedo permitirme el lujo de fallar en esto. Tengo que pasar la prueba sea como sea.» Cuando pronunciaron mi nombre, me tendí en el suelo e intenté situar el blanco en el punto de mira, pero lo único que vi fue la negrura más absoluta. Ni blanco, ni campo, ni nada. Temblaba tanto que sentía todo mi cuerpo desprovisto de energía. La orden de fuego llegó hasta mí débilmente, como si acudiera flotando a través de las nubes desde una gran distancia. Apreté el gatillo, pero no distinguí sonido alguno, ni pude ver nada. A la hora de comprobar los resultados, los instructores se quedaron estupefactos: ninguna de mis balas había alcanzado el tablero y, claro está| mucho menos el blanco.
No podía creerlo. Gozaba de una vista perfecta. Le dije al instructor que el cañón debía de estar torcido, y él pareció creerme: mis resultados habían sido tan espectacularmente malos que difícilmente podía ser culpa mía. Me dieron otro fusil, lo que provocó las protestas de algunos compañeros que habían solicitado, sin éxito, que se les concediera una segunda oportunidad. Mi segundo intento fue algo mejor: dos de las diez balas alcanzaron los anillos exteriores. Aun así, mi nombre continuaba en último lugar entre todos los miembros de la universidad. Al ver los resultados, expuestos sobre la pared como si se tratara de un cartel mural, supe que mi «blancura» había recibido una nueva dosis de lejía. A mis oídos llegaron algunos comentarios sarcásticos de un funcionario estudianticlass="underline" «¡Bah! ¡Un segundo intento! ¡Como si eso fuera a servirle de algo! ¡Si no tiene sentimientos de clase ni odio de clase, igual daría que le concedieran cien!»
Desconsolada, me refugié en mis propias reflexiones sin apenas prestar atención a los soldados encargados de nuestra instrucción, en su mayoría campesinos de unos veinte años de edad. Tan sólo un incidente me recordó su presencia: una tarde, cuando algunas de las muchachas acudieron a recoger su ropa de la cuerda en la que la habían tendido a secar, advirtieron que sus bragas mostraban inconfundibles manchas de semen.
De regreso en la universidad, busqué refugio en los hogares de aquellos profesores y catedráticos que habían obtenido sus puestos antes de la Revolución Cultural, tan sólo por sus méritos académicos. Varios de ellos habían estado en Gran Bretaña y en los Estados Unidos antes de la llegada al poder de los comunistas, y en su presencia me relajaba y sentía que hablábamos el mismo idioma. Aun así, seguía comportándome con la cautela habitual entre los intelectuales después de tantos años de represión. Solíamos evitar los tópicos más peligrosos. Aquellos que habían estado en Occidente rara vez hablaban de su estancia allí. Yo, aunque me moría de ganas de preguntarles, lograba controlarme para no ponerles en una situación difícil.
Debido en parte a ese mismo motivo, nunca hablaba con mis padres acerca de mis pensamientos. ¿Cómo me habrían respondido de haberlo hecho? ¿Con peligrosas verdades o con prudentes mentiras? Por otra parte, no quería que se sintieran inquietos a causa de mis ideas heréticas. Quería mantenerles deliberadamente en la sombra, de tal modo que si algo me ocurría pudieran decir sin faltar a la verdad que lo ignoraban todo.
A los únicos a quienes comunicaba mis pensamientos era a los amigos de mi propia generación. De hecho, apenas teníamos otra cosa que hacer aparte de charlar, especialmente con los chicos. «Salir» con alguien -esto es, ser vista a solas y en público con un hombre- equivalía a un compromiso matrimonial y, en cualquier caso, prácticamente no existía aún forma de esparcimiento alguna. Los cines tan sólo proyectaban un puñado de películas aprobadas por la señora Mao. De vez en cuando estrenaban alguna cinta extranjera -acaso procedente de Albania- pero la mayor parte de las entradas iban a parar a los bolsillos de las personas mejor relacionadas. Frente a las taquillas se congregaban feroces multitudes de personas dispuestas a todo con tal de obtener las pocas que quedaban, y los revendedores hacían su agosto.
Así pues, nos limitábamos a quedarnos en casa charlando. Solíamos sentarnos con gran formalidad, como si estuviéramos en la Inglaterra victoriana. En aquellos días resultaba desacostumbrado que las mujeres trabaran amistad con los hombres, y una amiga me dijo en cierta ocasión: «Nunca he conocido a una chica que tuviera tantos amigos. Por lo general, las muchachas tienen amigas.» Tenía razón. Conocía a numerosas compañeras que se habían casado con el primero que se les había puesto por delante. Sin embargo, las únicas muestras de interés que obtuve de mis amigos fueron algún que otro poema sentimental y unas cuantas cartas tímidas, si bien una de estas últimas escrita con sangre y firmada por el portero del equipo de fútbol de la facultad.
Mis compañeros y yo hablábamos a menudo de Occidente. Para entonces había llegado ya a la conclusión de que se trataba de un lugar magnífico. Paradójicamente, los primeros que me metieron tal idea en la cabeza fueron el propio Mao y su régimen. Durante años, había visto condenadas como perversiones occidentales todas aquellas cosas a las que me sentía naturalmente inclinada: los vestidos bonitos, las flores, los libros, las aficiones, la educación, la dulzura, la espontaneidad, la clemencia, la amabilidad, la libertad, la aversión a la crueldad y a la violencia, el amor en lugar del «odio de clases», el respeto a la vida humana, el deseo de soledad y la competencia profesional. Como algunas veces pensaba para mis adentros: ¿cómo puede alguien no anhelar la vida en Occidente?
Sentía una enorme curiosidad acerca de posibles alternativas a la clase de vida que había llevado hasta entonces, y mis compañeros y yo intercambiábamos rumores y retazos de información que extraíamos de las publicaciones oficiales. No me impresionaban tanto el desarrollo tecnológico de Occidente y su elevado nivel de vida como la inexistencia de cazas de brujas, la ausencia de sentimientos suspicaces, la dignidad de sus individuos y el increíble grado de libertad. Para mí, la prueba definitiva de la libertad que reinaba en Occidente residía en la gran cantidad de gente que, desde allí, atacaba su sociedad y alababa nuestro país. Apenas había día en que la primera página de Referencia -el periódico que transmitía los artículos de prensa extranjeros- no incluyera algún elogio de Mao y la Revolución Cultural. Al principio, aquellas crónicas me indignaron, pero pronto me hicieron ver el grado de tolerancia que otras estructuras sociales podían mostrar, y me di cuenta de que ése era el tipo de sociedad en que yo deseaba vivir: una sociedad en la que se permitiera a las personas sostener puntos de vista opuestos o incluso disparatados. Comencé a advertir que el progreso de Occidente se debía precisamente a la tolerancia de que gozaban aquellos que se oponían o protestaban.