Un día en que mi madre se hallaba disfrutando de uno de sus breves períodos de libertad, allá por 1968, vio a un antiguo amigo de mi padre en un establecimiento de comida callejero. Estaba acompañado por su mujer, a la que de hecho había conocido a través de mi madre y de la señora Ting cuando ambas trabajaban en Yibin. A pesar del evidente deseo de la pareja de no intercambiar con ella más allá de un simple ademán de saludo, mi madre se dirigió a su mesa, se sentó con ellos y les rogó que intercediesen frente a los Ting para que perdonaran a mi padre.Tras escucharla, el hombre sacudió la cabeza negativamente y dijo: «No es tan sencillo…» A continuación, mojó el dedo en su taza de té y escribió el carácter Zuo sobre la mesa, tras lo cual dirigió a mi madre una mirada significativa, se puso en pie junto con su esposa y partió sin decir una palabra más.
Zuo era un antiguo colega de mi padre, y uno de los pocos funcionarios de alto rango que no habían sufrido persecución alguna durante la Revolución Cultural. Se había convertido en el niño bonito de los Rebeldes de la señora Shau y en amigo de los Ting, pero supo sobrevivir a su caída y a la de Lin Biao y siguió en el poder.
Mi padre se negó a retirar sus palabras contra Mao, pero cuando el equipo le sugirió que fueran atribuidas a su crisis mental la angustia le impulsó a aceptar.
Entretanto, iba sintiéndose cada vez más descorazonado ante la situación general. No había principios que gobernaran el comportamiento de las personas ni la conducta del Partido. La corrupción inició un regreso en gran escala. Los funcionarios daban prioridad absoluta a sus familias y a sí mismos. Independientemente de la calidad de sus trabajos, los maestros otorgaban a todos sus alumnos las mejores calificaciones por miedo a recibir una paliza, y los conductores de autobús no cobraban los billetes. La consagración al bien común era un concepto abiertamente escarnecido. La Revolución Cultural de Mao había destruido simultáneamente la disciplina del Partido y la moralidad cívica.
Mi padre, consciente de que ello sólo serviría para incriminar aún más a su familia y a sí mismo, tenía dificultades a la hora de controlar su impulso de continuar diciendo abiertamente lo que pensaba.
Dependía por completo de los tranquilizantes. Cuando parecía que el clima político se encontraba más relajado reducía la dosis, pero volvía a aumentarla cada vez que las campañas se intensificaban. Cuando los psiquiatras reponían sus existencias, sacudían la cabeza con gesto dubitativo y le advertían de que era muy peligroso continuar tomando dosis tan elevadas. Él, sin embargo, apenas lograba abandonar las pastillas durante cortos períodos. En mayo de 1974, sintiendo que se encontraba al borde de una nueva crisis, solicitó ser sometido a tratamiento. Aquella vez fue rápidamente hospitalizado gracias a que sus antiguos colegas habían recuperado sus puestos en la administración sanitaria.
Yo pedí permiso en la universidad y acudí junto a él para hacerle compañía en el hospital. Había sido puesto a cargo del doctor Su, el mismo psiquiatra que ya le había tratado anteriormente. El doctor Su había sido condenado durante el gobierno de los Ting por emitir un diagnóstico veraz acerca del estado de mi padre, y se le había ordenado escribir una «confesión» en la que afirmara que éste había estado fingiendo su locura. Él se había negado, motivo por el que había sufrido numerosas palizas y asambleas de denuncia y se había visto expulsado de la profesión médica. Yo misma le había visto un día, en 1968, vaciando cubos de basura y limpiando las escupideras del hospital. Aunque sólo tenía treinta años, su cabello había encanecido. Tras la caída de los Ting, fue rehabilitado. Al igual que la mayoría de los doctores y enfermeras, se mostró sumamente amigable con mi padre y conmigo. Todos ellos me dijeron que cuidarían bien de mi padre y que no tenía necesidad de permanecer junto a él, pero yo insistí: quería hacerlo. Opinaba que necesitaba cariño por encima de cualquier otra cosa, y me inquietaba lo que podría ocurrir si sufría una crisis sin tener a nadie a su lado. Su presión sanguínea era peligrosamente alta, y había sufrido ya numerosos ataques cardíacos de menor importancia que le habían provocado ciertas dificultades de locomoción. Parecía siempre a punto de desplomarse, y los doctores me habían advertido de que una caída podría resultarle fatal. Así, me instalé con él en el pabellón de hombres, en la misma habitación que había ocupado durante el verano de 1967. Cada habitación podía acomodar a dos pacientes, pero a mi padre se le permitió disfrutar exclusivamente de la suya, y yo pude ocupar la cama libre.
No me separaba de él ni un instante por temor a que se cayera. Cuando acudía al lavabo, yo esperaba fuera. Si permanecía en su interior más tiempo de lo que se me antojaba razonable, comenzaba a imaginar que había sufrido un ataque al corazón y me ponía a mí misma en ridículo llamándole repetidamente. Todos los días daba largos paseos junto a él en el jardín trasero, siempre lleno de otros pacientes que, ataviados con sus pijamas de rayas grises, vagaban incesantemente con la mirada perdida. Su contemplación siempre me asustaba y entristecía.
El jardín era un muestrario de vivos colores. En el césped podían verse blancas mariposas revoloteando sobre los amarillos dientes de león, y los macizos de flores circundantes aparecían adornados por un álamo temblón chino, varios bambúes de gráciles movimientos y el intenso color granate de unas cuantas flores de granado que asomaban tras un seto de adelfas. A medida que caminábamos, yo componía mis poemas.
En un extremo del jardín había un gran salón de recreo al que acudían los internos para jugar a las cartas y al ajedrez u hojear los escasos periódicos y libros recientemente aprobados. Una enfermera me contó que en las primeras etapas de la Revolución Cultural se había utilizado aquella sala para que los pacientes estudiaran las obras de Mao, ya que el sobrino de éste, Mao Yuanxin, había «descubierto» que para los enfermos mentales el Pequeño Libro Rojo constituía una forma de cura mucho mejor que el tratamiento médico. Las sesiones de estudio -añadió la enfermera- no habían durado mucho, debido a que «cada vez que un paciente abría la boca todos nos sentíamos aterrorizados. ¿Quién sabía qué iba a decir?».
Los internos no eran violentos, pues el tratamiento les despojaba de toda su vitalidad física y mental. Aun así, resultaba inquietante vivir en su compañía, y especialmente por la noche, cuando mi padre se sumía en el profundo sueño de sus pastillas y un denso silencio se adueñaba del edificio. Al igual que el resto de las habitaciones, la nuestra carecía de cerrojo, y varias veces me desperté sobresaltada para descubrir junto a la cama a un hombre que había alzado la mosquitera y me contemplaba con la mirada intensa de los perturbados. En aquellas ocasiones me inundaba un sudor frío y tenía que alzar el edredón para ahogar un grito, ya que lo último que deseaba era despertar a mi padre. El sueño era fundamental para su recuperación. Al cabo, el paciente terminaba por marcharse arrastrando los pies.