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Súbitamente, oí el vozarrón de Jin-ming: «¿Acaso no nos ha instruido el presidente Mao para que jamás nos arrodillemos ante los imperialistas norteamericanos?» Aquello equivalía a buscar problemas, ya que el sentido del humor no era una cualidad apreciada. El hombre dirigió una severa mirada en nuestra dirección, pero no dijo nada. Paseó la vista rápidamente por el interior del autocar y partió apresuradamente. No quería que los «visitantes norteamericanos» fueran testigos de una escena. Ante los extranjeros había que ocultar cualquier forma de discordia.

Por doquiera que viajábamos en nuestro recorrido a lo largo del Yangtzé veíamos las secuelas de la Revolución Culturaclass="underline" templos destrozados, estatuas derribadas y antiguos poblados destruidos. Apenas quedaban testimonios de la antigua civilización china. El daño, sin embargo, no quedaba ahí. China no sólo había destruido la mayor parte de sus más hermosos tesoros sino también su capacidad para apreciarlos, y ahora era incapaz de reponerlos. Con excepción de sus paisajes -cubiertos de cicatrices pero aún arrebatadores- China se había convertido en un país feo.

Al término de nuestras vacaciones, tomé yo sola un vapor desde Wuhan para ascender de regreso a lo largo de las gargantas del Yangtzé. El viaje duró tres días. Una mañana, me encontraba asomada por la borda cuando una ráfaga de viento me desató el peinado y arrojó mi horquilla al agua. Un pasajero con quien había estado charlando señaló en dirección a un afluente que se unía al Yangtzé en aquel mismo punto y me relató una historia.

En el año 33 a.C, el emperador de China, en un intento de aplacar a sus poderosos vecinos septentrionales del país, los hunos, decidió enviar una mujer para que se desposara con el rey de aquellos bárbaros. Realizó su selección entre los retratos de las tres mil concubinas de su corte, a muchas de las cuales nunca había visto. Dado que el destinatario era un bárbaro, escogió el retrato más feo, pero el día de la partida descubrió que aquella mujer era, en realidad, sumamente hermosa. Su retrato era feo debido a que se había negado a sobornar al pintor de la corte. El Emperador ordenó ejecutar al artista, mientras la mujer, sentada junto a un río, lloraba por tener que abandonar su país para habitar entre los bárbaros. El viento le arrebató la horquilla y la dejó caer en el agua como si con ello quisiera conservar algo perteneciente a ella en la tierra que la había visto nacer. Posteriormente, la mujer se suicidó.

Según la leyenda, las aguas del río se tornaban intensamente cristalinas en el lugar en que había caído la horquilla, y allí la corriente se llamaba río del Cristal. Mi compañero de viaje me dijo que era aquel afluente que veíamos. Con una sonrisa, añadió: «¡Ay, es un mal presagio! Podrías acabar viviendo en una tierra extraña y casándote con un bárbaro!» Yo sonreí ante aquella nueva muestra de la obsesión tradicional china por considerar a las demás razas como bárbaros, y me pregunté si para aquella mujer de la antigüedad no hubiera sido mejor casarse con el rey bárbaro. Al menos, de ese modo hubiera podido estar todos los días en contacto con las praderas, los caballos y la naturaleza. Con el Emperador chino tenía que vivir en una lujosa prisión en la que ni siquiera habría habido árboles, ya que su presencia podría haber permitido a las concubinas trepar por ellos y escapar. Me sentí como las ranas del pozo en una leyenda china, quienes afirmaban que el tamaño del cielo era el de la redonda abertura del brocal. Experimenté un deseo intenso y urgente de ver el mundo.

En aquella época, yo aún no había hablado nunca con un extranjero, pese a que ya tenía veintitrés años y llevaba casi dos estudiando inglés. Los únicos extranjeros que había visto había sido en Pekín, en 1972. En cierta ocasión, mi universidad había recibido la visita de un extranjero, uno de los escasos «amigos de China». Era un cálido día de verano y yo me encontraba echando una siesta cuando una compañera irrumpió en nuestro dormitorio y nos despertó con un chillido: «¡Ha venido un extranjero! ¡Vamos todos a ver al extranjero!» Algunos la siguieron, pero yo decidí quedarme y continuar con mi siesta. La idea de ir todos a mirar a alguien boquiabiertos como si fuéramos zombis se me antojaba ridicula. Por otra parte, ¿de qué nos serviría verle si se nos prohibía dirigirnos a él a pesar de tratarse de un «amigo de China»?

Nunca había oído hablar a un extranjero, salvo en una única ocasión y por medio de un disco de Linguaphone. Por entonces comenzaba a aprender el idioma y conseguí un disco y un fonógrafo para escucharlo en nuestra casa de la calle del Meteorito. Algunos vecinos congregados en el patio sacudieron la cabeza con los ojos muy abiertos mientras decían: «¡Qué sonidos tan curiosos!» Cuando terminó, me rogaron que volviera a ponerlo una y otra vez.

Hablar con un extranjero era el sueño de todo estudiante, y un día se presentó por fin mi oportunidad. Al regresar de mi viaje por el Yangtzé supe que mi curso había de ser enviado en octubre a una ciudad portuaria del Sur llamada Zhanjiang para practicar el inglés con marineros de otros países. La perspectiva me llenó de júbilo.

Zhanjiang se encontraba a unos mil doscientos kilómetros de Chengdu, lo que suponía un viaje de dos días y dos noches en tren. Era el más meridional de los puertos importantes del país, próximo a la frontera con Vietnam. Parecía una ciudad extranjera, con sus edificios coloniales de principios de siglo, sus arcos pseudorrománicos, sus rosetones y sus grandes porches adornados con sombrillas de brillantes colores. La población local hablaba cantones, idioma que casi resultaba una lengua extranjera. El aire se hallaba impregnado por el olor poco familiar del mar, el cual se mezclaba con el de su vegetación tropical y con el aroma de un mundo más grande.

Sin embargo, la emoción que experimentaba al encontrarme allí se veía sometida a constantes frustraciones. Viajábamos acompañados por un supervisor político y tres profesores, quienes decidieron que aunque nos encontrábamos a poco más de un kilómetro del mar no debía permitírsenos aproximarnos a él. El propio puerto permanecía siempre cerrado por miedo a sabotajes o deserciones. Se nos dijo que un estudiante de Guangzhou se las había arreglado para ocultarse en la bodega de un buque sin advertir que habría de permanecer allí encerrado durante varias semanas. Para cuando le descubrieron, había muerto. Debíamos restringir nuestros movimientos a una zona claramente definida que apenas comprendía unas pocas manzanas en torno a nuestra residencia.

Aquella clase de normas formaban parte de nuestra vida cotidiana, pero nunca dejaban de exasperarme. Un día, me vi asaltada por una necesidad irrefrenable de salir. Fingiéndome enferma, conseguí que me dieran permiso para acudir a hospital situado en el centro de la ciudad. Recorrí las calles desesperadamente, intentando sin éxito distinguir el mar. Los habitantes locales no se mostraron en absoluto cooperadores: les disgustaba la gente que no hablaba cantones, y se negaron a comprenderme. Permanecimos en aquel puerto durante tres semanas, y tan sólo una vez -y a título excepcional- se nos permitió visitar una isla para ver el mar.

Dado que el objetivo de nuestra estancia allí era el poder conversar con los marinos, fuimos distribuidos en pequeños grupos que se turnaban para trabajar en los dos lugares que podíamos visitar: el Almacén de la Amistad -en el que se vendían diversos artículos a cambio de divisas -y el Club de Marinos, el cual contaba con un bar, un restaurante, una sala de billar y otra de ping-pong.