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Sin embargo, ni los ruegos personales del propio capitán ni las amenazas de Long de no admitir más estudiantes en el futuro hicieron cambiar de opinión a mis profesores, quienes dijeron que no se permitiría a nadie subir a bordo de un navio extranjero. «¿Quién asumiría la responsabilidad si alguien se marcha en el buque?», decían. Se me ordenó que adujera que aquella tarde iba a estar ocupada. Por lo que yo sabía entonces, se me estaba obligando a rechazar la única ocasión que jamás tendría de realizar un recorrido por el mar, disfrutar de una comida extranjera, tener una conversación en inglés como es debido y obtener cierta experiencia del mundo exterior.

Aun así, no logré con ello acallar los rumores. «¿Por qué gusta tanto a los extranjeros?», preguntó Ming mordazmente, como si hubiera algo sospechoso en ello. Al concluir el viaje posteriormente, el informe que redactaron acerca de mí calificaba mi conducta de «políticamente dudosa».

En aquel puerto encantador, con su clima soleado, su brisa marina y sus cocoteros, vi todos los momentos que deberían haber sido motivo de júbilo convertidos para mí en experiencias miserables. Contaba en el grupo con un buen amigo que siempre intentaba animarme contemplando mi amargura desde un punto de vista distinto. Evidentemente, decía, lo que me veía obligada a sufrir no eran sino contratiempos de menor importancia si se comparaban con lo que habían padecido las víctimas de la envidia durante los años previos a la Revolución Cultural. Sin embargo, cada vez que pensaba que aquello era lo mejor que jamás podría esperar de la vida me deprimía aún más.

El joven en cuestión era hijo de un colega de mi padre. El resto de los estudiantes procedentes de la ciudad también se mostraban amigables conmigo. No resultaba difícil distinguirlos de los jóvenes procedentes del campesinado, especialmente abundantes entre los funcionarios estudiantiles. Los estudiantes de ciudad se mostraban mucho más firmes y seguros de sí mismos al enfrentarse al ambiente nuevo de un puerto marítimo y, en consecuencia, no se sentían tan ansiosos por mostrar agresividad hacia mí. Zhanjiang constituía un severo cambio cultural para los antiguos campesinos, cuyos sentimientos de inferioridad alimentaban el origen de su permanente obsesión por hacer la vida imposible a los demás.

Tras una estancia de tres semanas, me despedí de Zhanjiang con una mezcla de alivio y pesadumbre. Durante el viaje de regreso a Chengdu, algunos amigos y yo fuimos a visitar la legendaria Guilin, un lugar en el que las montañas y los ríos parecían extraídos de las pinturas clásicas chinas. Allí había turistas extranjeros, y un día vimos a una pareja acompañada de un niño que el hombre sostenía en sus brazos. Nos sonreímos e intercambiamos un saludo de «Buenos días». Tan pronto como desaparecieron de nuestra vista, un policía de paisano nos detuvo para interrogarnos.

Regresé a Chengdu en el mes de diciembre. La ciudad hervía de indignación contra la señora Mao y tres hombres de Shanghai, Zhang Chunqiao, Yao Wenyuan y Wang Hongwen, quienes habían unido sus fuerzas para defender el baluarte de la Revolución Cultural. Habían alcanzado una relación tan próxima que ya en julio de 1974 Mao les había prevenido de que no formaran una Banda de Cuatro, si bien la población aún ignoraba esto último. Para entonces, el líder -que a la sazón contaba ochenta y un años- les apoyaba por completo, cansado ya de las pragmáticas perspectivas de Zhou Enlai y de Deng Xiaoping, quien se había ocupado de la gestión cotidiana del Gobierno desde enero de 1975, época en la que el primero había ingresado en el hospital aquejado de un cáncer. Las interminables y absurdas minicampañas de la Banda habían llevado a la población al límite de su paciencia, y en círculos privados comenzaban a circular rumores como única fuente de la que disponían los ciudadanos para descargar su profunda frustración.

Las especulaciones más intensas se desarrollaban en torno a la señora Mao. Dado que aparecía frecuentemente en compañía de un actor de ópera, un jugador de ping-pong y un bailarín de ballet ascendidos personalmente por ella a los máximos cargos de sus respectivas profesiones, y dado igualmente que todos ellos eran jóvenes y apuestos, la gente comenzó a decir que había hecho de ellos concubinos masculinos, cosa que anteriormente se le había oído recomendar en público que debían hacer las mujeres. Sin embargo, todo el mundo sabía que ello no se hallaba destinado a la población en general. De hecho, hasta la Revolución Cultural de la señora Mao los chinos nunca se habían visto sometidos a una represión sexual tan extrema. Como consecuencia del control que durante diez años ejerció sobre las artes y los medios de comunicación, toda referencia al amor se vio eliminada de los mismos con objeto de evitar que pudieran llegar a los ojos y oídos de la población. Cuando una compañía vietnamita de canto y danza acudió a visitar China, un presentador anunció a los pocos afortunados que pudieron acudir a ver su actuación que una de las canciones que oirían, en la que se mencionaba el amor, se refería «al afectuoso compañerismo entre dos camaradas». En las escasas películas europeas autorizadas -casi todas ellas procedentes de Albania y Rumania- se censuraron todas las escenas en las que aparecían hombres y mujeres en estrecha proximidad (y no digamos si se besaban).

En autobuses, trenes y tiendas era frecuente asistir a escenas de mujeres que imprecaban y abofeteaban a los hombres. En algunas de tales ocasiones, los hombres negaban las acusaciones y se producía un intercambio de insultos. Yo misma fui objeto de varios intentos de abusos sexuales. Cada vez que ocurría, me limitaba a escabullirme fuera del alcance de las temblorosas manos o rodillas que lo habían provocado. Aquellos hombres me inspiraban lástima. Vivían en un mundo en el que no existía forma alguna de descarga para su sexualidad a no ser que tuvieran la suerte de lograr un matrimonio feliz, para lo que contaban con pocas probabilidades. El secretario adjunto del Partido para mi universidad, un hombre de edad avanzada, fue sorprendido en unos grandes almacenes con los pantalones empapados de semen. Se había visto empujado contra una mujer que había junto a él por la acción de la multitud. Fue conducido a la comisaría de policía y expulsado del Partido. Las mujeres lo pasaban igualmente mal. No había organización en la que una o dos de ellas no fueran condenadas como «zapatos desgastados» por haber sostenido relaciones extramatrimoniales.

Aquellas normas no afectaban a los líderes. El octogenario Mao solía aparecer rodeado de hermosas jóvenes. Aunque las historias que circulaban en torno a él eran difundidas en forma de cautelosos susurros, las que se referían a su esposa y sus amigos de la Banda de los Cuatro solían transmitirse de modo abierto y desinhibido. A finales de 1975, China era un hervidero de encendidos rumores. Durante la minicampaña titulada «Nuestra Patria Socialista es un Paraíso», muchos sugirieron abiertamente la pregunta que yo ya me había formulado a mí misma ocho años antes: «Si esto es el paraíso, ¿cómo será el infierno?»

En 8 de enero de 1976 murió el primer ministro Zhou Enlai. Para mí, al igual que para muchos otros chinos, Zhou había simbolizado un gobierno comparativamente sensato y liberal que creía en la necesidad de asegurar el funcionamiento del país. Durante los tenebrosos años de la Revolución Cultural, Zhou había representado para todos una débil esperanza. Tanto mis amigos como yo nos sentimos anonadados por su muerte. Nuestro dolor por su desaparición y el odio que sentíamos hacia Mao, su camarilla y la Revolución Cultural se convirtieron en dos sentimientos inseparablemente entrelazados.