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Zhou, sin embargo, había colaborado con Mao en la Revolución Cultural. Él había sido el encargado de pronunciar el discurso de denuncia de Liu Shaoqi como «espía norteamericano». Se había reunido casi diariamente con los guardias rojos y los Rebeldes para darles órdenes. En febrero de 1967, cuando la mayoría del Politburó y de los mariscales de la nación habían intentado detener la Revolución Cultural, Zhou les había negado su apoyo. Siempre había sido un fiel servidor de Mao. Empero, quizá había actuado de ese modo para evitar un desastre aún más horrendo, tal como la guerra civil que podría haber estallado de haberse producido un desafío generalizado a la política de Mao. Al mantener China en funcionamiento, había dado lugar a que Mao la sumiera en el caos, pero probablemente también había salvado al país de un derrumbamiento total. Dentro de los límites de la seguridad, había procurado proteger a cierto número de personas, entre ellas a mi padre durante algún tiempo, y había evitado la destrucción de algunos de los más importantes monumentos culturales del país. Al parecer, se había visto atrapado en un dilema moral insoluble, si bien no hay que descartar la posibilidad de que siempre hubiera dado prioridad a su propia supervivencia. Debía de ser consciente de que sería aplastado si osaba enfrentarse a Mao.

El campus se convirtió en un espectacular océano de blancas coronas de papel y de carteles y pareados que expresaban el luto general. Todos lucían un brazalete negro y una flor blanca prendida sobre el pecho, y sus rostros mostraban una expresión apesadumbrada. Se trataba de un luto en parte espontáneo y en parte organizado. Las muestras de dolor por su fallecimiento constituían para la población en general y para las autoridades locales un medio de expresar su desaprobación de la Banda de los Cuatro, ya que era sabido que en el momento de su muerte Zhou estaba siendo atacado por sus componentes, quienes habían ordenado que el luto se mantuviera dentro de unos límites discretos. No obstante, había muchos que lloraban a Zhou por motivos muy distintos. Tanto Ming como otros funcionarios estudiantiles de mi curso encomiaban la supuesta intervención de Zhou en la supresión del alzamiento contrarrevolucionario de Hungría en 1956, su contribución al establecimiento del prestigio de Mao como líder mundial y su absoluta lealtad al mismo.

Fuera del campus se producían chispas de disensión aún más esperanzadoras. En las calles de Chengdu aparecían pintadas escritas en el borde de los carteles, y grandes multitudes se agrupaban estirando los cuellos en su intento por leer la diminuta caligrafía. Un cartel rezaba: «El cielo se ha tornado oscuro, una gran estrella ha desaparecido…» Garabateadas al margen, podían leerse las palabras: «¿Cómo puede estar oscuro el cielo? ¿Qué hay del “rojo, rojo sol”?» (en referencia a Mao). Una consigna mural exhortaba: «¡Freíd a los perseguidores del primer ministro Zhou!» y, junto a ella, una pintada respondía: «Vuestra ración mensual de aceite es tan sólo de dos liang [95 ml] ¿Con qué pensáis freírlos?» Por primera vez en diez años, era testigo de expresiones públicas de ironía y humor, y sentí que mi ánimo se enardecía.

Mao nombró a un inútil don nadie llamado Hua Guofeng para suceder a Zhou y montó una campaña destinada a denunciar a Deng y responder ante el regreso de la derecha. La Banda de los Cuatro difundió los discursos de Deng Xiaoping como objetivos de denuncia. En uno de ellos, pronunciado en 1975, Deng había admitido que los campesinos de Yan'an se hallaban entonces en peor situación que cuarenta años antes, a la llegada de los comunistas tras su Larga Marcha. En otro, había declarado que un jefe del Partido debía decir a los profesionales: «Vosotros me guiáis, yo os sigo.» En un tercero había esbozado sus planes para mejorar el nivel de vida, permitir una mayor libertad y poner fin a las persecuciones políticas. Comparados con las acciones de la Banda de los Cuatro, aquellos documentos convirtieron a Deng en un héroe popular y llevaron a un punto de ebullición el odio que la población sentía hacia la Banda. Yo no daba crédito a mis ojos, y pensaba: ¡parecen despreciar a la población china hasta el punto de que dan por supuesto que la lectura de estos discursos hará que odiemos a Deng en lugar de admirarle y que, encima, les admiraremos a ellos!

En la universidad recibimos la orden de denunciar a Deng en interminables asambleas multitudinarias. Casi todos, sin embargo, mostrábamos una resistencia pasiva, y durante aquellas pantomimas rituales deambulábamos por el auditorio o charlábamos, leíamos, hacíamos punto e incluso dormíamos. Los oradores leían sus guiones preparados de antemano con voz monótona, inexpresiva y casi inaudible.

Dado que Deng procedía de Sichuan, circularon numerosos rumores según los cuales iba a ser enviado de regreso a Chengdu como una forma de exilio. A menudo podía ver grandes multitudes alineadas a lo largo de las calles porque habían oído que el dirigente estaba a punto de llegar. En algunas ocasiones, su número se contaba por decenas de miles.

Al mismo tiempo, existía una animosidad cada vez más generalizada contra la Banda de los Cuatro, conocida también como Banda de Shanghai. Dejaron súbitamente de venderse bicicletas y otros artículos fabricados en Shanghai. Cuando el equipo de fútbol de Shanghai acudió a Chengdu, sus miembros fueron abucheados durante todo el partido, y la multitud se reunió frente al estadio para insultarlos a la entrada y a la salida.

En toda China comenzaron a desencadenarse diversos actos de protesta que alcanzaron su punto culminante durante el Festival de Barrido de Tumbas de la primavera de 1976, tradición mediante la cual los chinos presentan sus respetos a los difuntos. En Pekín, cientos de miles de ciudadanos se congregaron durante varios días seguidos en la plaza de Tiananmen para llorar a Zhou. Portaban coronas especialmente elaboradas, y pronunciaron discursos y apasionadas declamaciones de poesía. Sirviéndose de un simbolismo y un lenguaje codificados que, sin embargo, todos comprendían, vertieron todo el odio que sentían hacia la Banda de los Cuatro e incluso hacia Mao. La protesta fue aplastada en la noche del 5 de abriclass="underline" la policía cargó sobre la muchedumbre y detuvo a varios cientos de personas. Mao y la Banda de los Cuatro denominaron aquel episodio una «rebelión contrarrevolucionaria al estilo húngaro». Deng Xiaoping, que a la sazón se encontraba incomunicado, fue acusado de organizar y dirigir las manifestaciones y bautizado con el nombre de Nagy chino (Nagy había sido el primer ministro húngaro en 1956). Mao depuso oficialmente a Deng e intensificó la campaña en contra de él.

Pese a que la manifestación fue sofocada y ritualmente condenada por los medios de comunicación, el solo hecho de que se hubiera producido sirvió para cambiar el estado de ánimo del país. Se trataba del primer desafío abierto en gran escala que había sufrido el régimen desde su fundación en 1949.

En junio de 1976 mi curso fue enviado a pasar un mes en una fábrica de las montañas para aprender de los obreros. Al concluir nuestra estancia, partí con algunos amigos en un viaje de ascensión al magnífico monte Emei, La Ceja de la Belleza, situado al oeste de Chengdu. El 28 de julio, cuando ya descendíamos de regreso, oímos una emisión de radio que un turista escuchaba a gran volumen a través su transistor. Siempre me había irritado profundamente el insaciable apetito de la gente por aquella máquina de propaganda. ¡Y encima en un paraje escénico! Como si nuestros oídos no hubieran sufrido ya bastante con la absurda baraúnda que escupían los omnipresentes altavoces… Aquella vez, sin embargo, algo captó mi atención. Se había producido un terremoto en una ciudad minera cercana a Pekín llamada Tangshan. Comprendí que debía de haberse tratado de una catástrofe sin precedentes, pues los medios de comunicación raramente anunciaban malas noticias. En efecto, las cifras oficiales ascendían a doscientos cuarenta y dos mil muertos y ciento sesenta y cuatro mil heridos graves [8].

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[8] Tal fue la cifra anunciada por la agencia de noticias New China News Agency. Según otras fuentes es el más devastador de los tiempos modernos, con un índice de mortandad entre 655.000 y 750.000 personas. (N. del T.)