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Aunque posteriormente inundaron los medios de comunicación con declaraciones propagandísticas en las que manifestaban su interés por las víctimas, los miembros de la Banda de los Cuatro advirtieron que el terremoto no debía distraer la atención del país de su prioridad anterior: la denuncia de Deng. La señora Mao dijo públicamente: «Tan sólo hubo algunos centenares de miles de muertos. ¿Y qué? La denuncia de Deng Xiaoping afecta a ochocientos millones de personas.» Incluso viniendo de ella, aquellas palabras resultaban demasiado ignominiosas, pero lo cierto es que fueron oficialmente difundidas.

La zona de Chengdu se vio alertada por numerosas alarmas de terremoto, por lo que a mi regreso del monte Emei me trasladé con mi madre y con Xiao-fang a Chongqing, considerado un lugar más seguro. Mi hermana, que prefirió permanecer en Chengdu, durmió durante aquellos días bajo una robusta mesa de grueso roble cubierta por mantas y edredones. Los funcionarios organizaron grupos de personas para construir refugios improvisados y despacharon equipos que se turnaban durante las veinticuatro horas del día para vigilar el comportamiento de diversas especies animales a las que se atribuía el poder de presentir los seísmos. La Banda de los Cuatro, sin embargo, continuó ocupada en instalar consignas murales en las que descargaban frases tales como «¡Manteneos alerta ante el criminal intento de Deng Xiaoping por explotar el pánico producido por los terremotos para suprimir la revolución!», y convocó una concentración para «condenar solemnemente a los seguidores del capitalismo que se sirven del miedo de la población a los terremotos para sabotear la denuncia de Deng». El acontecimiento resultó un fracaso.

Regresé a Chengdu a comienzos de septiembre. Para entonces comenzaba ya a remitir el miedo colectivo producido por los seísmos. El 9 de septiembre de 1976 por la tarde, me encontraba yo en clase de inglés. A eso de las tres menos veinte se nos dijo que a las tres de la tarde se emitiría un importante comunicado y que deberíamos reunimos todos en el patio para escucharlo. Ya en otras ocasiones se habían producido convocatorias parecidas, y salí al patio sumida en un estado de irritación. Era un nuboso día de otoño típico de Chengdu. Podía oírse el rumor de las hojas de los bambúes al rozar contra los muros. Poco antes de las tres, mientras el altavoz aún emitía los habituales chasquidos que indicaban que estaba siendo sintonizado, la secretaria del Partido de nuestro departamento se situó frente a los que nos hallábamos allí congregados. Contemplándonos con expresión apesadumbrada, comenzó a titubear con dificultad las siguientes palabras: «Nuestro Gran Líder el presidente Mao, Su Reverencia Venerable (ta-lao-ren-jia), ha…»

De repente, comprendí que Mao había muerto.

28. Luchando por emprender el vuelo

(1976-1978)

La noticia me inundó de una euforia tal que durante unos instantes permanecí paralizada. Mi autocensura, tan profundamente enraizada, se puso en marcha de inmediato: advertí el hecho de que a mi alrededor se había desencadenado una orgía de sollozos a la que debía contribuir con una actuación apropiada. No parecía haber otro lugar en el que ocultar mi incapacidad para experimentar las debidas emociones que el hombro de la mujer situada ante mí, una funcionaría estudiantil aparentemente desconsolada. Rápidamente, hundí la cabeza en él y comencé a sacudir los hombros tal y como exigía la ocasión. Como tan a menudo sucede en China, aquel tímido ritual bastó para salvar la ocasión. Gimiendo desgarradoramente, realizó un movimiento como si pretendiera darse la vuelta y abrazarme. Yo descargué todo mi peso sobre su espalda para impedir que cambiara de postura, en la confianza de que obtuviera la impresión de que me encontraba en un estado de incontenible desconsuelo.

Durante los días que siguieron a la muerte de Mao me entregué a intensas reflexiones. Sabía que se le consideraba un filósofo, e intenté imaginar en qué consistía realmente su «filosofía». Me daba la sensación de que su principio básico consistía en la necesidad -¿o el deseo?- de mantener un conflicto perpetuo. El núcleo de dicho pensamiento parecía estribar en la idea de que el esfuerzo humano constituía la fuerza motivadora de la historia, y en que para hacer historia se precisaba una creación continua y en masa de «enemigos de clase». Me pregunté si habrían existido otros filósofos cuyas teorías hubieran dado lugar al sufrimiento y muerte de tanta gente. Pensé en el terror y la miseria a que había sido sometida la población de China. ¿Para qué?

Las teorías de Mao, sin embargo, podían no ser sino una prolongación de su personalidad. En mi opinión, había sido por naturaleza un luchador incansable y competente. Había comprendido la índole de instintos humanos tales como la envidia y el rencor, y había sabido cómo explotarlos para conseguir sus propios fines. Su poder se había sustentado en despertar el odio entre las personas y, al hacerlo, había llevado a muchos chinos corrientes a desempeñar numerosas tareas encomendadas en otras dictaduras a las élites profesionales. Mao se las había arreglado para convertir al pueblo en el instrumento definitivo de una dictadura. A ello se debía que bajo su régimen no hubiera existido un equivalente real de la KGB soviética. No había habido necesidad de ello. Al nutrir y sacar al exterior los peores sentimientos de las personas, Mao había creado un desierto moral y una tierra de odios. Sin embargo, me resultaba imposible determinar el grado de responsabilidad moral que cabía atribuir en todo ello al ciudadano ordinario.

La otra característica fundamental del maoísmo, pensé, había sido la instauración del imperio de la ignorancia. Animado a la vez por su conjetura de que las clases cultivadas constituían el blanco evidente de una población en gran parte analfabeta, por su propia y profunda antipatía hacia la educación y quienes de ella gozaban, por su megalomanía -la cual le había llevado a despreciar las grandes figuras de la cultura china- y por el desdén que le inspiraban aquellos aspectos de la civilización china que no comprendía (tales como la arquitectura, el arte y la música), Mao había destruido gran parte del legado cultural del país. Tras él había dejado no sólo una nación asolada sino también un territorio deforme cuyos habitantes apenas sabían admirar las escasas glorias que de él quedaban.

Los chinos parecían estar llorando a Mao con sincera amargura. No obstante, me pregunté cuántas de aquellas lágrimas serían auténticas. La gente había aprendido a fingir con tal maestría que muchos llegaban a confundir sus parodias con sus sentimientos reales. Quizá, llorar a Mao no constituía sino un nuevo acto programado de sus igualmente programadas vidas.

Pese a todo ello, el estado de ánimo de la nación reflejaba un rechazo inconfundible a seguir adelante con la política de Mao. El 6 de octubre, menos de un mes después de su muerte, la señora Mao fue detenida junto con el resto de los miembros de la Banda de los Cuatro. No contaban con el apoyo de ningún sector: ni del Ejército, ni de la policía… ni siquiera de sus propios guardias. Tan sólo habían contado con Mao. En realidad, la Banda de los Cuatro se había mantenido en el poder debido a que se trataba de una Banda de Cinco.

Cuando advertí la facilidad con que los Cuatro habían sido depuestos, me sentí invadida por una oleada de tristeza. ¿Cómo era posible que aquel diminuto grupo de tiranos baratos hubiera podido atrepellar a novecientos millones de personas durante tanto tiempo? Sin embargo, mi emoción principal era un sentimiento de alborozo. Por fin, habían desaparecido los últimos tiranos de la Revolución Cultural. Mi júbilo era compartido por doquier. Al igual que muchos de mis compatriotas, salí a proveerme de los mejores licores con objeto de celebrar el acontecimiento con mis familiares y amigos, pero descubrí que todas las existencias se habían agotado en las tiendas: había demasiada gente deseosa de manifestar espontáneamente su alegría.