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También se celebraron conmemoraciones oficiales, pero me enfureció comprobar que se trataba exactamente de las mismas concentraciones habitualmente convocadas durante la Revolución Cultural. Me irritó especialmente el hecho de que en mi departamento fueron los supervisores políticos y los funcionarios estudiantiles quienes, con imperturbable fariseísmo, se encargaron de la organización de aquellas pantomimas.

El nuevo liderazgo aparecía encabezado por el sucesor elegido por Mao, Hua Guofeng, cuyo único mérito, creo, residía en su propia mediocridad. Uno de sus primeros actos consistió en anunciar la construcción de un enorme mausoleo para Mao en la plaza de Tiananmen. Al enterarme, me sentí escandalizada: como resultado del terremoto de Tangshan, cientos de miles de personas continuaban aún sin hogar y obligadas a vivir en cobertizos temporales construidos sobre las aceras.

Con su larga experiencia, mi madre advirtió inmediatamente que se anunciaba el comienzo de una nueva era. Al día siguiente de morir Mao, se presentó a trabajar en su departamento. Había permanecido en casa durante cinco años, y anhelaba volver a emplear su energía para alguna finalidad de provecho. Se le adjudicó el puesto de Séptima Directora Adjunta del departamento que había dirigido antes de la Revolución Cultural, pero no le importó.

Para mí, más impaciente que ella, las cosas parecían continuar igual que antes. En enero de 1977 concluyó mi estancia en la universidad. No se nos examinó, ni tampoco se nos concedió título alguno. A pesar de la desaparición de Mao y de la Banda de los Cuatro, aún permanecía en vigor la norma de Mao según la cual todos debíamos regresar a nuestros orígenes. Para mí, ello significaba volver a trabajar en la fábrica. El concepto de que una educación universitaria tuviera que influir en la posición de cada uno había sido condenada por el líder como una «formación de aristócratas espirituales».

Desesperadamente, busqué algún modo de evitar mi regreso a la fábrica. Si ello sucedía, perdería cualquier ocasión de aprovechar mi inglés: no podría traducir nada ni practicar el idioma con nadie. Una vez más, recurrí a mi madre, quien me dijo que sólo existía una salida: la fábrica tenía que negarse a aceptar mi regreso. Mis antiguos compañeros de trabajo convencieron a la dirección para que redactara un informe dirigido al Segundo Departamento de Industria Ligera en el que declaraba que aunque yo era una buena trabajadora, no por ello dejaban de ser conscientes de que debían sacrificar sus propios intereses por una mejor causa: nuestra madre patria debía poder aprovechar mis conocimientos de inglés.

Una vez que aquella florida misiva hubo sido enviada, mi madre me envió a ver al director general del Departamento, un tal señor Hui, quien anteriormente había sido colega suyo y había desarrollado un gran cariño hacia mí durante mi niñez. Mi madre sabía que aún conservaba cierta debilidad por mí. El día siguiente a mi visita, convocó una asamblea de su consejo en la que se decidió someter mi caso a estudio. El consejo se hallaba formado por unos veinte directores que debían reunirse invariablemente para tomar cualquier decisión, por nimia que fuera. El señor Hui logró convencerles de que debía concedérseme una oportunidad de emplear mi inglés, y el consejo escribió una recomendación formal dirigida a mi universidad.

Aunque anteriormente mi departamento había procurado hacerme la vida imposible, por entonces necesitaban profesores, y en enero de 1977 fui nombrada profesora adjunta de inglés por la Universidad de Sichuan. El hecho de trabajar allí despertaba en mí emociones contradictorias, ya que tendría que residir en el campus bajo la vigilancia de los supervisores políticos y de varios colegas tan ambiciosos como envidiosos. Peor aún: no tardé en saber que durante un año no se me permitiría relacionarme en absoluto con mi profesión. Una semana después de mi nombramiento fui enviada a una zona rural de las afueras de Chengdu como parte de mi programa de «reeducación».

Durante mi estancia allí trabajé en los campos y hube de asistir a aburridas e interminables asambleas. El tedio, el descontento y la presión a que me veía sometida por no tener novio a la avanzada edad de veinticinco años me impulsaron por entonces a encapricharme sucesivamente con dos hombres. A uno de ellos jamás le había visto anteriormente, pero solía escribirme unas cartas sumamente hermosas. Sin embargo, mi enamoramiento cesó tan pronto como le puse la vista encima. El otro, Hou, había sido un líder Rebelde. Inteligente y falto de escrúpulos, cabía considerarle como un producto de la época. Logró fascinarme con su encanto.

Hou fue detenido durante el verano de 1977 tras el inicio de una campaña destinada a capturar a los seguidores de la Banda de los Cuatro. Entre ellos se incluían los jefes de los Rebeldes y cualquier otra persona que hubiera intervenido en actos violentos y criminales, categoría vagamente descrita que abarcaba la tortura, el asesinato y la destrucción o saqueo de propiedades estatales. La campaña concluyó al cabo de unos cuantos meses. El motivo principal era que en ella no se repudiaba a Mao, ni tampoco la Revolución Cultural como tal. Todos aquellos que habían cometido actos de maldad adujeron que lo habían hecho obedeciendo a la lealtad que sentían hacia Mao. Tampoco existían criterios claros para juzgar el grado de criminalidad de cada acto, salvo en los más flagrantes casos referidos a torturadores y asesinos. El número de aquellos que habían participado en asaltos domiciliarios, luchas entre facciones y destrucción de monumentos históricos, antigüedades y libros era demasiado elevado. El horror más espeluznante de la Revolución Cultural -la abrumadora represión que había llevado a cientos de miles de personas a la locura, el suicidio y la muerte- había sido obra colectiva de toda la población. Prácticamente todo el mundo -incluidos los niños pequeños- había participado en las brutales asambleas de denuncia, y muchos lo habían hecho en las palizas a que eran sometidas las víctimas. Lo que es más, numerosas víctimas habían pasado a convertirse posteriormente en verdugos y viceversa.

Tampoco existía un sistema legal independiente con capacidad para investigar y juzgar. Eran los funcionarios del Partido quienes decidían quién debía ser castigado y quién no, y a menudo los sentimientos personales constituían el factor decisivo. Algunos fueron condenados a severas penas, mientras que otros quedaron prácticamente impunes. Entre los perseguidores de mi padre, Zuo no recibió castigo alguno, y la señora Shau fue sencillamente transferida a un puesto menos ventajoso.

Los Ting se encontraban detenidos desde 1970, pero no fueron llevados ante la justicia, ya que el Partido no había establecido criterios a los que pudiera recurrirse para juzgarles. Lo único que les ocurrió fue que tuvieron que asistir a asambleas incruentas en las que las víctimas pudieran «verbalizar su amargura» contra ellos. En una de ellas, mi madre relató la persecución a la que ambos habían sometido a mi padre. Tanto él como ella hubieron de permanecer detenidos a la espera de juicio hasta que, en 1982, fueron condenados a veinte y diecisiete años de prisión respectivamente.

Hou, cuya detención me había tenido tantas noches sin poder dormir a causa de la inquietud, no tardó en ser puesto en libertad. Sin embargo, las amargas emociones resucitadas a lo largo de aquellos días de reflexión lograron apagar cualquier sentimiento que hubiera podido experimentar hacia él. Aunque nunca llegué a conocer su auténtico grado de responsabilidad, era evidente para mí que en su calidad de líder de la Guardia Roja durante los años más sangrientos no podía encontrarse totalmente eximido de ella. A pesar de todo, no lograba detestarle personalmente, si bien dejó de inspirarme compasión alguna. Confié en que el peso de la justicia terminaría por alcanzarle tanto él como a todos aquellos que lo merecían.