¿Cuando habría de llegar aquel momento? ¿Podría hacerse justicia algún día? Teniendo en cuenta, además, lo soliviantados que ya estaban los ánimos, ¿cabía esperar que ello fuera posible sin despertar aún más animosidad y amargura? Por doquier podían verse facciones que en otro tiempo habían librado sangrientos enfrentamientos entre sí y ahora convivían bajo el mismo techo. Los seguidores del capitalismo se veían obligados a trabajar codo a codo junto a antiguos Rebeldes que otrora les habían denunciado y atormentado. El país se encontraba aún en una situación de tensión extrema. ¿Cuándo, si es que tal momento llegaba, lograríamos vernos libres de la pesadilla desencadenada por Mao?
En julio de 1977 Deng Xiaoping fue rehabilitado una vez más y nombrado adjunto de Hua Guofeng. Cada uno de sus discursos era como una bocanada de aire puro. Terminarían las campañas políticas. Los «estudios» políticos exigían «exorbitantes impuestos y exacciones» que debían ser eliminados. La política del Partido debía basarse en la realidad, y no en los dogmas. Más importante aún: resultaba erróneo seguir al pie de la letra todas las consignas de Mao. Deng estaba reorientando el rumbo de China. A pesar de ello, comencé a sufrir una nueva forma de ansiedad: temía que aquel nuevo futuro nunca llegara a hacerse realidad.
De acuerdo con el espíritu de Deng, mi condena en la comuna llegó a su fin en diciembre de 1977, un mes antes de que se cumpliera el año originalmente establecido. A pesar de tratarse de tan sólo un mes, aquella diferencia me llenó de un júbilo desproporcionado. Cuando regresé a Chengdu descubrí que, aun con retraso, la universidad estaba a punto de convocar exámenes para 1977: los primeros exámenes como es debido que habían de tener lugar desde 1966. Deng había anunciado que el ingreso en las universidades debía depender de los resultados académicos, y no de las «puertas traseras». Así, hubo que retrasar los cursos de otoño con objeto de preparar a la población para las modificaciones que implicaba el abandono de la política de Mao.
Fui enviada a las montañas del norte de Sichuan para entrevistar a los solicitantes que deseaban ingresar en mi departamento. Acudí de buen grado. Fue durante aquel viaje, mientras me trasladaba de condado en condado a través de aquellas carreteras serpenteantes y polvorientas, cuando concebí por vez primera una idea clave: ¡qué maravilloso sería poder abandonar el país para estudiar en Occidente!
Algunos años antes, un amigo me había contado su historia. Había llegado originalmente a la «madre patria» en 1964, procedente de Hong Kong, pero no había podido partir de nuevo hasta 1973 cuando, gracias a la apertura provocada por la visita de Nixon, había obtenido por fin autorización para ir a visitar a su familia. Ya en la primera noche que había pasado en Hong Kong, había oído a su sobrina hablando por teléfono con Tokio para organizar un fin de semana de turismo. Aquel relato, aparentemente inconsecuente, llegó a convertirse para mí en una fuente de constante perturbación. Me atormentaba aquella libertad para ver mundo, algo hasta entonces inconcebible para mí. La imposibilidad de viajar al extranjero había hecho que la idea permaneciera firmemente enterrada en mi inconsciente. Cierto era que anteriormente se habían concedido permisos ocasionales para disfrutar de becas en el extranjero pero, claro está, los candidatos habían sido previamente elegidos por las autoridades, y la pertenencia al Partido había constituido uno de los requisitos exigidos. Dado que yo ni era miembro del mismo ni gozaba de la confianza de mi departamento, no hubiera tenido posibilidad de algo así aunque la beca en cuestión hubiera recaído en mi universidad como llovida del cielo. Ahora, sin embargo, mi mente empezó a alimentar la idea de que dado que se habían reinstaurado los exámenes y que China comenzaba a despojarse de su camisa de fuerza maoísta acaso existiera la oportunidad de lograrlo. Apenas había comenzado a soñar con ello cuando me obligué a mí misma a abandonar la esperanza. Temía demasiado el momento en que habría de enfrentarme a la inevitable decepción final.
Al regresar de mi viaje, me enteré de que a mi departamento le había sido concedida una beca destinada a algún profesor joven o de mediana edad que quisiera viajar a Occidente, y también de que la elección había recaído sobre otra persona.
Aquella noticia devastadora me fue comunicada por la profesora Lo, una mujer de setenta y pocos años que, pese a caminar con paso vacilante y ayudada por un bastón, se mostraba ágil y despierta en todos los demás aspectos de su actividad. Hablaba inglés a gran velocidad, como si se encontrara impaciente por descargar todos sus conocimientos. Había vivido en los Estados Unidos durante treinta años aproximadamente. Su padre había sido Juez Supremo en la época del Kuomintang, y había sido su deseo proporcionar a su hija una educación occidental. En Norteamérica había adoptado el nombre de Lucy, y se había enamorado de un estudiante llamado Luke. Ambos habían planeado casarse pero, al saberlo, la madre de Luke había dicho: «Lucy, siento por ti un gran aprecio pero, ¿qué aspecto tendrían vuestros hijos? Sería todo muy difícil…»
Lucy había roto con Luke porque era demasiado orgullosa para dejarse aceptar por la familia a regañadientes. A comienzos de los años cincuenta, poco después de que los comunistas tomaran el poder, había regresado a China pensando que, al menos, podría ser testigo de cómo su pueblo recuperaba la dignidad. Jamás pudo olvidar a Luke, y terminó por casarse a destiempo con un compatriota que trabajaba como profesor de inglés al que nunca llegó a amar y con quien discutía ininterrumpidamente. Ambos habían sido expulsados de su domicilio durante la Revolución Cultural y vivían en un cuartito diminuto de aproximadamente dos metros y medio por tres atestado de viejos papeles descoloridos y libros polvorientos. Resultaba conmovedor ver a aquella frágil pareja de blancos cabellos, incapaces de soportarse el uno al otro y obligados a sentarse respectivamente en un extremo de la cama de matrimonio y en la única silla que admitía su habitación.
La profesora Lo me tomó un gran cariño. Solía decir que veía en mí su extinta juventud de cincuenta años atrás, cuando también ella había sido una muchacha inquieta y deseosa de conseguir la felicidad. Había fracasado en su intento, decía, pero quería que yo lo lograra. Cuando se enteró de la existencia de aquella beca para viajar al extranjero -probablemente a Norteamérica- se mostró terriblemente excitada, aunque también preocupada por el hecho de que yo estuviera de viaje y no pudiera presentar mi solicitud. Por fin, la beca fue concedida a una tal señorita Yee que tenía un año de antigüedad más que yo y era ya funcionaría del Partido. Durante mi estancia en el campo, tanto ella como el resto de los jóvenes profesores de mi departamento licenciados desde la Revolución Cultural habían ingresado en un programa de preparación destinado a mejorar su inglés. La profesora Lo había formado parte de su grupo de tutores. Solía enseñar sirviéndose de artículos extraídos de publicaciones inglesas que había obtenido de amigos que residían en ciudades más abiertas, tales como Pekín y Shanghai (Sichuan continuaba siendo una provincia vedada a los extranjeros). Durante aquel tiempo, procuré asistir a sus clases siempre que regresaba del campo para realizar una visita.
Cierto día, el texto versaba acerca de la utilización de la energía atómica por parte de la industria norteamericana. Una vez que la profesora Lo hubo explicado el significado del artículo, la señorita Yee alzó la mirada, se enderezó y exclamó con gran indignación: «¡Es preciso leer este artículo desde un punto de vista crítico! ¿Quién puede esperar que los imperialistas norteamericanos hagan un uso pacífico de la energía atómica?» Al oírla repetir como un loro aquellas frases extraídas de la propaganda cotidiana me sentí profundamente irritada. Impulsivamente, repuse: «¿Y cómo sabes que no pueden hacerlo?» La señorita Yee y casi todos los demás miembros de la clase me contemplaron con estupefacción. Para ellos, aquel tipo de preguntas seguían resultando inconcebibles, incluso blasfemas. En ése instante distinguí una chispa de simpatía en los ojos de la profesora Lo, animados por una expresión sonriente que sólo yo era capaz de detectar. Me sentí comprendida y reconfortada.