Aparte de la profesora Lo, había otros profesores que también preferían que fuera yo, y no la señorita Yee, quien viajara a Occidente. No obstante, y a pesar del hecho de que todos ellos habían comenzado ya a ser nuevamente respetados bajo la nueva atmósfera reinante, ninguno de ellos poseía influencia alguna. Si alguien podía ayudarme, tendría que ser mi madre. Siguiendo su consejo, acudí a visitar a algunos de los antiguos colegas de mi padre, quienes a la sazón se hallaban a cargo de las universidades, y anuncié que tenía que formular una queja: dado que el camarada Deng Xiaoping había dicho que el acceso a las universidades debía depender de los resultados académicos y no de las «puertas traseras», debía ser a buen seguro incorrecto no basarse igualmente en dicho procedimiento a la hora de conceder becas de estudio en el extranjero. Les supliqué que me concedieran una oportunidad justa de defender mis méritos, lo que no podía equivaler sino a un examen.
Mientras mi madre y yo nos dedicábamos a nuestros cabildeos, llegó súbitamente una orden de Pekín: por primera vez desde 1949, las becas para estudiar en el extranjero serían concedidas según el resultado de exámenes académicos a nivel nacional que no tardarían en ser convocados en Pekín, Shanghai y Xi'an, la antigua capital en la que futuras excavaciones habrían de descubrir el célebre Ejército de terracota.
Mi departamento tenía que enviar tres candidatos a Xi'an. Tras cancelar la beca de la señorita Yee, escogió dos candidatos -ambos excelentes profesores de aproximadamente cuarenta años de edad- que llevaban enseñando desde antes de la Revolución Cultural. Debido en parte a las órdenes de Pekín de basar la selección en las aptitudes profesionales y en parte a las presiones ejercidas por la campaña de mi madre, el departamento decidió que el tercer candidato -alguien más joven- fuera escogido entre las dos docenas de personas que se habían licenciado durante la propia Revolución Cultural, para lo cual se convocaron exámenes orales y escritos que habrían de tener lugar el 18 de marzo.
Obtuve en ambos la puntuación máxima, si bien es cierto que mi superioridad en el examen oral obedeció a motivos un tanto irregulares. Teníamos que entrar de uno en uno en una estancia en la que aguardaban sentados dos examinadores, la profesora Lo y otro catedrático ya veterano. Frente a ellos, podían verse unas cuantas bolas de papel sobre una mesa: nosotros teníamos que escoger una y responder en inglés a la pregunta que en ella se formulara. La mía rezaba: «¿Cuáles son los puntos principales del comunicado emitido por la recientemente celebrada Segunda Sesión Plenaria del Undécimo Congreso del Partido Comunista de China?» Ni que decir tiene que no tenía la menor idea de la respuesta, por lo que permanecí inmóvil y estupefacta ante el tribunal. La profesora Lo me miró a los ojos y extendió la mano para que le entregara el papel. Tras echarle una ojeada, mostró su contenido al otro profesor. A continuación, y sin pronunciar una palabra, lo introdujo en su bolsillo y me indicó con la mirada que cogiera otro. Esta vez, la pregunta era: «Di algo acerca de la gloriosa situación actual de nuestra patria socialista.»
Todos aquellos años de exaltación forzosa de la gloriosa situación de nuestra patria socialista habían terminado por aburrirme mortalmente, pero aquella vez encontré que tenía mucho que decir. Acababa entonces de redactar un apasionado poema acerca de la primavera de 1978. El brazo derecho de Deng Xiaoping -Hu Yaobang-, recientemente nombrado jefe del Departamento de Organización del Partido, había iniciado un proceso de rehabilitación masiva de todo tipo de «enemigos de clase». El país iba liberándose poco a poco del maoísmo de un modo palpable. La industria funcionaba a pleno rendimiento, y las tiendas aparecían cada vez mejor abastecidas. Las escuelas, los hospitales y el resto de los servicios públicos funcionaban correctamente. Comenzaban a publicarse numerosos libros prohibidos durante largo tiempo, y a menudo la gente guardaba colas de hasta dos días de duración frente a las librerías para obtenerlos. Volvían a escucharse risas en las calles y en los hogares.
Comencé a prepararme frenéticamente para los exámenes de Xi'an, para los cuales apenas quedaban tres semanas. Varios profesores me ofrecieron su ayuda. La profesora Lo me proporcionó una lista de lecturas y una docena de libros ingleses, pero al final decidió que era imposible que me diera tiempo a leerlos todos, por lo que despejó bruscamente el contenido de su mesa repleta de papeles y se pasó las dos semanas siguientes mecanografiándome resúmenes de los mismos en inglés. Con un picaro guiño, me reveló que así era como Luke la había ayudado cincuenta años antes con sus propios exámenes, ya que por aquel entonces ella solía mostrarse más aficionada a los guateques y salas de baile.
Acompañados por el secretario adjunto del Partido, los dos profesores y yo tomamos el tren de Xi'an, situada a un día y una noche de trayecto. Tendida sobre el estómago en mi «litera dura», pasé el viaje ocupada en anotar los apuntes de la profesora Lo. Dado que en China cualquier información se consideraba secreto de Estado, nadie conocía con exactitud qué becas o países podían obtener los ganadores. Al llegar a Xi'an, no obstante, nos enteramos de que habría un total de veintidós opositores procedentes de cuatro provincias del oeste de China. El pliego sellado que contenía los exámenes había llegado por avión el día anterior procedente de Pekín. El examen escrito constaría de tres partes y habría de ocuparnos toda la mañana. Una de ellas consistía en un largo pasaje de Raíces, de Alex Haley, que debíamos traducir al chino. Al otro lado de las ventanas de la sala de examen podía distinguirse una blanca lluvia de flores de sauce que flotaban sobre la ciudad abrileña como si interpretaran una magnífica danza rapsódica. Al concluir la mañana nuestros pliegos fueron recogidos, sellados y enviados directamente a Pekín, donde habrían de ser corregidos junto con los recibidos de Shanghai y los allí realizados. Por la tarde tuvo lugar el examen oral.
A finales de mayo me enteré extraoficialmente de que había aprobado ambos exámenes con nota. Tan pronto como mi madre supo la noticia, se apresuró a intensificar la campaña destinada a rehabilitar el nombre de mi padre. Aunque éste ya había muerto, su expediente aún había de servir para decidir el futuro de sus hijos. En él se encontraba aún incluido el borrador del veredicto en el que se declaraba que había cometido «graves errores políticos». Mi madre sabía que a pesar de la nueva actitud liberal que comenzaba a imperar en China aquello podía bastar para que mi solicitud se viera rechazada.
Intervino ante antiguos colegas de mi padre ya restituidos a sus posiciones de poder en el Gobierno provincial. Para apoyar su petición recurrió a la nota de Zhou Enlai en la que el antiguo dirigente afirmaba que mi padre había estado en su derecho al apelar a Mao. Mi abuela, dando muestras de gran ingenio, la había puesto a buen recaudo cosiéndola en el interior del dobladillo de algodón de uno de sus zapatos, y ahora, once años después de recibirla de manos de Zhou, mi madre había: decidido entregarla a las autoridades provinciales encabezadas por Zhao Ziyang.
Se trataba de un momento propicio, ya que la maléfica influencia de Mao comenzaba a perder parte de su poder paralizador gracias a la considerable ayuda de Hu Yaobang, quien por entonces se encontraba a cargo del programa de rehabilitaciones. El 12 de junio, se presentó en la calle del Meteorito un funcionario superior que portaba el veredicto del Partido acerca de mi padre. Alargó a mi madre una delgada hoja de papel en la que aparecía escrito que mi padre había sido «un buen funcionario y un buen miembro del Partido». Con ello, su figura quedaba formalmente rehabilitada. Sólo entonces fue mi beca finalmente sancionada por el Ministerio de Educación de Pekín.