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Después de ser agarrotados, los cadáveres eran introducidos en delgadas cajas de madera y transportados en un carro hasta una pequeña extensión de terreno baldío en las afueras de un poblado llamado La Colina Meridional, donde eran arrojados a una fosa poco profunda. El lugar se hallaba infestado de perros salvajes que se alimentaban de los cuerpos. También se arrojaban a la fosa numerosas niñas recién nacidas asesinadas por sus familias, lo que asimismo constituía una práctica habitual en aquellos tiempos.

El doctor Xia trabó amistad con el viejo carretero, al que de vez en cuando entregaba dinero. En ocasiones, el carretero acudía a la consulta y comenzaba a hablar de la vida de un modo aparentemente incoherente hasta que, por fin, su conversación derivaba hacia el cementerio: «Les he dicho a las almas de los muertos que no es culpa mía que se encuentren allí. Les he dicho que, en lo que a mí se refería, les deseaba todo lo mejor. Regresad el año que viene en vuestro aniversario, almas muertas. Pero, entretanto, si queréis partir en busca de otros cuerpos mejores en los cuales reencarnaros, acudid en la dirección hacia la que apuntan vuestras cabezas. Es la mejor ruta que podéis seguir.» Dong y el carretero nunca hablaban entre sí de lo que hacían, y el doctor nunca llevó la cuenta exacta del número de personas que habían salvado. Acabada la guerra, los «cadáveres» rescatados se pusieron de acuerdo para reunir el dinero necesario para comprarle a Dong una casa nueva y algo de terreno. Para entonces, el carretero ya había muerto.

Uno de los hombres a quienes salvaron la vida era un primo lejano de mi abuela llamado Han-chen que había desempeñado un papel de importancia en el movimiento de resistencia. Dado que Jinzhou era el principal nudo ferroviario al norte de la Gran Muralla, se convirtió en el punto de encuentro de los japoneses antes de su ataque a China propiamente dicha, el cual dio comienzo en julio de 1937. Había enormes medidas de seguridad. La organización de Han-chen se vio infiltrada por un espía y todos los miembros del grupo fueron arrestados y torturados. En primer lugar, les introdujeron por la nariz agua mezclada con guindillas picantes; a continuación, los abofetearon con zapatos dotados de agudos clavos que asomaban por las suelas. Por fin, la mayoría fueron ejecutados. Durante largo tiempo, los Xia dieron a Han-chen por muerto, hasta que un día el tío Pei-o les reveló que aún se hallaba vivo aunque, eso sí, a la espera de su ejecución. El doctor Xia se puso inmediatamente en contacto con Dong.

La noche de la ejecución, el doctor Xia y mi madre acudieron a La Colina Meridional con un carruaje. Lo estacionaron tras un macizo de árboles y esperaron. Podían oír a los perros que hozaban junto a las fosas, de las que surgía el hedor de la carne en descomposición. Por fin, apareció un carro. En la oscuridad, pudieron distinguir débilmente la silueta del viejo carretero que descendía del vehículo y arrojaba algunos cuerpos de los que transportaba en las cajas de madera. Esperaron a que se marchara y se acercaron a la fosa. Removiendo entre los cadáveres, terminaron por encontrar a Han-chen, pero no pudieron determinar si se hallaba vivo o muerto. Por fin, advirtieron que aún respiraba. Había sido torturado tan salvajemente que no podía caminar, por lo que, con gran esfuerzo, lo introdujeron en el carro y le condujeron a su casa.

Le ocultaron en una estancia diminuta situada en uno de los rincones más apartados de la casa. Su única puerta daba a la alcoba de mi madre, la cual, a su vez, sólo poseía acceso a través de la habitación de sus padres. Nadie podría dar con ella por casualidad. Dado que la casa era la única que tenía acceso directo al jardín, Han-chen podía pasear en él a salvo siempre y cuando alguien montara guardia.

Existía el peligro de que se produjera una redada por parte de la policía o de los comités vecinales de la localidad. Ya desde los comienzos de su ocupación, los japoneses habían organizado un sistema de control de vecindarios. Para ello, habían nombrado jefes de aquellas unidades a los personajes más importantes de cada distrito, y dichos jefes vecinales colaboraban en la recaudación de impuestos y en la organización de una vigilancia permanente en busca de «elementos ilegales». En realidad, aquello no era más que una forma institucionalizada de gangsterismo en el que la «protección» y la información constituían las llaves de acceso al poder. Asimismo, los japoneses ofrecían generosas recompensas por denunciar a las personas. La policía de Manchukuo representaba una amenaza menos grave que los civiles ordinarios. De hecho, muchos de los policías eran profundamente antijaponeses. Una de sus principales labores consistía en verificar el registro de las personas, y solían realizar frecuentes registros domiciliarios. Sin embargo, anunciaban su llegada gritando «¡Verificación de registros! ¡Verificación de registros!», por lo que cualquiera que deseara esconderse disponía de suficiente tiempo para ello. Cada vez que Han-chen o mi abuela escuchaban aquel grito, esta última se apresuraba a ocultarle en un montón de sorgo seco almacenado en la habitación del fondo para ser utilizado como leña. Los policías entraban tranquilamente en la casa, se sentaban, tomaban una taza de té y decían a mi abuela en tono de disculpa «Lo sentimos. Esto, ya sabe, no es más que una formalidad…».

En aquella época, mi madre tenía once años. Aunque sus padres no le decían lo que estaba ocurriendo, sabía que no debía hablar de la presencia de Han-chen en la casa. Aprendió a ser discreta desde la niñez.

Mi abuela cuidó a Han-chen hasta que, poco a poco, logró devolverle la salud. Al cabo de tres meses, se encontraba con fuerzas suficientes para partir. La despedida fue sumamente emotiva. «Hermana mayor, cuñado mayor -dijo-, nunca olvidaré que os debo la vida. Tan pronto como tenga ocasión, os pagaré la deuda que he contraído con vosotros.» Tres años después habría de regresar para cumplir su promesa al pie de la letra.

Parte de la educación de mi madre y de sus compañeras de clase consistía en contemplar los noticiarios que relataban los éxitos bélicos de los japoneses. Lejos de sentirse avergonzados de su brutalidad, los japoneses se servían de ello como sistema para despertar el miedo. En las películas podía verse a soldados japoneses cortando a personas por la mitad y a prisioneros atados a estacas y abandonados a la voracidad de los perros. Las películas incluían asimismo detallados primeros planos de los ojos aterrorizados de las víctimas al ver aproximarse a sus atacantes. Los japoneses, entretanto, vigilaban a las colegialas de once y doce años para asegurarse de que no cerraran los ojos ni intentaran introducirse pañuelos en la boca para ahogar sus gritos. Como consecuencia de aquello, mi madre tuvo pesadillas durante años.

En 1942, habiendo desplegado sus ejércitos a lo largo de China, el sudeste asiático y el océano Pacífico, los japoneses comenzaron a verse faltos de mano de obra. Todas las muchachas que integraban la clase de mi madre se vieron reclutadas a la fuerza para trabajar en una fábrica textil junto con niñas japonesas. Para ello, las japonesas era transportadas en camiones, pero las colegialas de la localidad habían de caminar más de seis kilómetros al día. Asimismo, las japonesas llevaban consigo almuerzos consistentes en carne, verduras y fruta, mientras que las chinas debían contentarse con unas acuosas gachas preparadas con un maíz mohoso junto al que flotaban gusanos muertos.

Las muchachas japonesas se ocupaban de tareas sencillas, tales como la limpieza de las ventanas. Las locales, sin embargo, debían manejar complicadas máquinas giratorias que exigían una depurada técnica y que resultaban peligrosas incluso para los adultos. Su función primordial era la de reenlazar los hilos rotos mientras las máquinas funcionaban a toda velocidad. Si no advertían la rotura del hilo o no lo reenlazaban con la suficiente rapidez eran salvajemente golpeadas por los supervisores japoneses.