El mundo en el que nació era absolutamente impredecible. El imperio manchú que había gobernado China durante más de doscientos sesenta años se tambaleaba. En 1894-1895, Japón atacó a China en Manchuria, y el país sufrió devastadoras derrotas y pérdidas de territorio. En 1900, la rebelión nacionalista de los bóxers fue sometida por ocho ejércitos extranjeros, de los que luego quedaron algunos contingentes en Manchuria y a lo largo de la Gran Muralla. Posteriormente, en 1904-1905, Japón y Rusia libraron una cruenta guerra en las llanuras de Manchuria. La victoria de Japón convirtió a este país en la fuerza externa dominante en Manchuria. En 1911, el emperador chino Pu Yi, de cinco años de edad, fue derrocado y se proclamó una república encabezada por la carismática figura de Sun Yat-sen.
El nuevo gobierno republicano no tardó en caer, y el país se descompuso en feudos. Manchuria quedó especialmente independizada de la república, dado que de ella había procedido la dinastía Manchú. Las potencias extranjeras -en especial Japón- intensificaron sus intentos por afianzarse en la zona. Las viejas instituciones se derrumbaron por efecto de tantas presiones, y ello tuvo como resultado un vacío de poder, moralidad y autoridad. Muchas personas intentaron ascender a posiciones elevadas sobornando a los potentados locales con espléndidos presentes de oro, plata y joyas. Mi bisabuelo no era lo bastante rico como para acceder a una posición lucrativa en la gran ciudad, y a los treinta años de edad no había pasado de ser funcionario de la comisaría de policía de su Yixian natal, entonces un lugar remoto y atrasado. Sin embargo, alimentaba sus propios planes, y contaba con un valioso activo: su hija.
Mi abuela era una belleza. Poseía un rostro ovalado de mejillas rosadas y piel brillante. Sus cabellos, largos, negros y relucientes, solían ir peinados en una espesa trenza que le llegaba a la cintura. Sabía ser recatada cuando la ocasión lo requería -esto es, la mayor parte del tiempo-, pero bajo su exterior discreto estallaba de energía contenida. Era menuda, de un metro sesenta de estatura aproximadamente; su figura era esbelta, y sus hombros suaves, lo que se consideraba un ideal de belleza.
Sin embargo, su mayor atractivo eran sus pies vendados, que en chino se denominan «lirios dorados de ocho centímetros» (san-tsun-gin-lian). Ello quería decir que caminaba «como un tierno sauce joven agitado por la brisa de primavera», cual solían decir los especialistas chinos en belleza femenina. Se suponía que la imagen de una mujer tambaleándose sobre sus pies vendados ejercía un efecto erótico sobre los hombres, debido en parte a que su vulnerabilidad producía un deseo de protección en el observador.
Los pies de mi abuela habían sido vendados cuando tenía dos años de edad. Su madre, quien también llevaba los pies vendados, comenzó por atar en torno a sus pies una cinta de tela de unos seis metros de longitud, doblándole todos los dedos -a excepción del más grueso- bajo la planta. A continuación, depositó sobre ellos una piedra de grandes dimensiones para aplastar el arco del pie. Mi abuela gritó de dolor, suplicándole que se detuviera, a lo que su madre respondió embutiéndole un trozo de tela en la boca. Tras ello, mi abuela se desmayó varias veces a causa del dolor.
El proceso duró varios años. Incluso una vez rotos los huesos, los pies tenían que ser vendados día y noche con un grueso tejido debido a que intentaban recobrar su forma original tan pronto se sentían liberados. Durante años, mi abuela vivió sometida a un dolor atroz e interminable. Cuando rogaba a su madre que la liberara de las ataduras, ésta rompía en sollozos y le explicaba que unos pies sin vendar destrozarían su vida entera y que lo hacía por su propia felicidad.
En aquellos días, cuando una muchacha contraía matrimonio, lo primero que hacía la familia del novio era examinar sus pies. Unos pies grandes y normales eran considerados motivo de vergüenza para la familia del esposo. La suegra alzaba el borde de la falda de la novia, y si los pies medían más de diez centímetros aproximadamente, lo dejaba caer con un brusco gesto de desprecio y partía, dejando a la novia expuesta a la mirada de censura de los invitados, quienes posaban la mirada en sus pies y murmuraban insultantes frases de desdén. En ocasiones, alguna madre se apiadaba de su hija y retiraba las vendas; sin embargo, cuando la muchacha crecía y se veía obligada a soportar el desprecio de la familia de su esposo y la desaprobación de la sociedad, solía reprochar a su madre el haber sido demasiado débil.
La práctica del vendaje de los pies fue introducida originariamente hace unos mil años (según se dice, por una concubina del emperador). No sólo se consideraba erótica la imagen de las mujeres cojeando sobre sus diminutos pies sino que los hombres se excitaban jugando con los mismos, permanentemente calzados con zapatos de seda bordada. Las mujeres no podían quitarse la venda ni siquiera cuando ya eran adultas, pues en tal caso sus pies no tardaban en crecer de nuevo. Los vendajes sólo podían retirarse temporalmente durante la noche, en la cama, para ser sustituidos por zapatos de suela blanda. Los hombres rara vez veían desnudos unos pies vendados, pues solían aparecer cubiertos de carne descompuesta y despedían una fuerte pestilencia. De niña, recuerdo a mi abuela constantemente dolorida. Cuando regresábamos a casa después de hacer la compra, lo primero que hacía era sumergir los pies en una palangana de agua caliente al tiempo que exhalaba un suspiro de alivio. A continuación, procedía a recortarse trozos de piel muerta. El dolor no sólo era causado por la rotura de los huesos, sino también por las uñas al incrustarse en la planta del pie.
De hecho, el vendaje de los pies de mi abuela tuvo lugar en la época en que dicha costumbre desapareció para siempre. Cuando nació su hermana, en 1917, la práctica había sido prácticamente abandonada, por lo que ésta pudo escapar al tormento.
No obstante, durante la adolescencia de mi abuela, la actitud imperante en pequeñas poblaciones como Yixian continuaba favoreciendo la idea de que unos pies vendados eran fundamentales para lograr un buen matrimonio. Pero ello no era más que el comienzo. Los planes de su padre consistían en educarla ya como una perfecta dama, ya como una cortesana de lujo. Despreciando la tradición de la época -según la cual el analfabetismo era una muestra de virtud en las mujeres de clase inferior- la envió a un colegio femenino que había sido creado en el pueblo en el año 1905. Asimismo, hubo de aprender a jugar al ajedrez chino, al mah-jongg y al go. Estudió dibujo y bordado. Su diseño favorito era el de los patos mandarines (que simbolizaban el amor debido a que siempre nadaban en parejas), y solía bordarlos en los diminutos zapatos que ella misma se fabricaba. Para rematar su lista de habilidades, se contrató a un tutor que la enseñó a tocar el qin, un instrumento musical similar a la cítara.
Mi abuela estaba considerada como la belleza de la ciudad. Sus habitantes afirmaban que destacaba «como una grulla entre las gallinas». En 1924, cumplió quince años y su padre comenzó a inquietarse, temiendo que estuviera comenzando a agotarse el plazo para capitalizar su única riqueza real y, con él, su única oportunidad de disfrutar de una vida regalada. Aquel mismo año, acudió a visitarles el general Xue Zhi-heng, inspector general de la policía metropolitana del Gobierno militar de Pekín.
Xue Zhi-heng había nacido en 1876 en el condado de Lulong, situado a unos ciento sesenta kilómetros al este de Pekín y justamente al sur de la Gran Muralla, allí donde las vastas llanuras del norte de China se funden con las montañas. Era el mayor de cuatro hermanos, hijos de un maestro rural.