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Una mañana, poco después de la rendición, los vecinos japoneses de los Xia fueron hallados muertos. Algunos dijeron que se habían envenenado. En todo Jinzhou, los japoneses se suicidaban o eran linchados. Sus hogares eran saqueados, y mi madre advirtió que, de pronto, uno de sus vecinos más pobres parecía poseer gran número de valiosos bienes para su venta. Los escolares se vengaban de los maestros japoneses, apaleándolos ferozmente. Algunos japoneses abandonaban a sus hijos pequeños en el umbral de los hogares de las familias locales con la esperanza de que así pudieran salvarse. Cierto número de mujeres japonesas habían sido violadas, por lo que muchas decidieron afeitarse la cabeza para intentar hacerse pasar por hombres.

Mi madre se mostraba preocupada por la señorita Tanaka, quien era la única maestra de la escuela que nunca había abofeteado a sus alumnos, a la vez que la única japonesa que había mostrado congoja ante la ejecución de su amiga. Preguntó a sus padres si podrían ocultarla en su hogar. Mi abuela mostró inquietud ante la idea, pero no dijo nada. El doctor Xia se limitó a asentir con la cabeza.

Así, mi madre tomó prestadas algunas ropas de su tía Lan, que era aproximadamente de la misma talla que la maestra, y logró encontrar a la señorita Tanaka, quien se había atrincherado en su apartamento. Las ropas le sentaban como un guante. Su altura era ligeramente superior a la de la japonesa media, por lo que podía pasar fácilmente por china. Si alguien les preguntaba, dirían que se trataba de una prima de mi madre. Los chinos tienen tantos primos que nadie logra seguir la pista de todos. La instalaron en la habitación del fondo, la misma que en otra época había servido de refugio a Han-chen.

El vacío que dejó la rendición japonesa y el derrumbamiento del régimen de Manchukuo trajo consigo otras víctimas aparte de los japoneses. La ciudad se hallaba sumida en el caos. Por la noche se oían disparos y frecuentes gritos pidiendo ayuda. Los miembros masculinos de la familia -incluidos los aprendices del doctor Xia y el hermano de mi abuela, Yu-lin, quien entonces contaba quince años de edad- se turnaron noche tras noche para montar guardia en el tejado armados con piedras, hachas y cuchillos. A diferencia de mi abuela, mi madre no se mostraba asustada en absoluto, lo que dejaba atónita a aquélla: «Por tus venas corre la sangre de tu padre», solía decir.

Los saqueos, violaciones y asesinatos continuaron durante los ocho días posteriores a la rendición, momento en que se informó a la población de la llegada de una nueva fuerza militar: el Ejército rojo soviético. El 23 de agosto, los jefes vecinales ordenaron a los residentes que acudieran al día siguiente a la estación de ferrocarril para dar la bienvenida a los rusos. El doctor Xia y mi abuela permanecieron en casa, pero mi madre se unió a una muchedumbre enorme y entusiasta de jóvenes que portaban banderolas de papel en forma de triángulo. Al llegar el tren, la multitud comenzó a agitar sus banderas y a gritar «Wula» (imitación china de Uva, palabra rusa que significa «Hurra»). Mi madre se había imaginado a los soldados soviéticos como héroes victoriosos dotados de barbas impresionantes y a lomos de enormes caballos. Lo que vio, sin embargo, fue un grupo de pálidos jóvenes vestidos con harapos. Aparte del atisbo ocasional de alguna que otra figura misteriosa que pasaba en automóvil, aquéllos eran los primeros blancos que mi madre había visto jamás.

En Jinzhou se estacionaron unos mil soldados soviéticos. A su llegada, la gente se mostraba agradecida por la ayuda que les habían prestado para librarse de los japoneses, pero los rusos trajeron consigo nuevos problemas. Las escuelas habían cerrado con motivo de la rendición de Japón, por lo que mi madre recibía clases particulares. Un día, cuando regresaba a casa desde el domicilio de su tutor, vio un camión estacionado junto a la carretera: junto a él se veían unos cuantos soldados rusos que ofrecían hatillos hechos con tela. Los tejidos habían sufrido un racionamiento estricto bajo los japoneses. Mi madre se acercó para echar un vistazo, y comprobó que las telas procedían de la fábrica en la que había trabajado durante la escuela primaria. Los rusos se dedicaban a cambiarlas por relojes de pared o de pulsera y por chucherías. Mi madre recordó que en algún lugar de la casa había un antiguo reloj enterrado en el fondo de un armario. Regresó corriendo y lo localizó. A pesar de la contrariedad que le había producido descubrir que no funcionaba, los soldados rusos se mostraron encantados y le entregaron a cambio una pieza de tela blanca estampada con un delicado dibujo de flores rosadas. Durante la cena, todos los miembros de la familia sacudieron la cabeza con asombro ante aquellos extraños forasteros que tanto apreciaban la posesión de viejos relojes inútiles y otras baratijas.

Los rusos no sólo se dedicaban a la distribución de bienes procedentes de las fábricas, sino también al desmantelamiento de factorías enteras, incluidas las dos refinerías de petróleo de Jinzhou, cuyos equipos enviaban a la Unión Soviética. Calificaban aquel proceso de «reparaciones de guerra», pero para los habitantes locales equivalía al derrumbamiento total de su industria.

Los soldados rusos irrumpían en las casas de la gente y sencillamente se apropiaban de todo aquello que les gustaba, y en especial de relojes y vestidos. Por Jinzhou se extendieron como la pólvora historias que relataban violaciones de mujeres chinas por parte de los rusos. Muchas de ellas se ocultaron por temor a sus «libertadores» y, muy pronto, la ciudad hervía de cólera y ansiedad.

La casa de los Xia se alzaba fuera de los muros de la ciudad, y se hallaba pobremente protegida. Una amiga de mi madre se ofreció para prestarles una casa situada en el interior del recinto y rodeada por altos muros de piedra. La familia se trasladó inmediatamente, llevándose consigo a la maestra japonesa amiga de mi madre. La mudanza tuvo como consecuencia que mi madre tenía que recorrer diariamente una distancia mucho mayor hasta el domicilio de su tutor: casi treinta minutos de caminata. El doctor Xia insistió en llevarla por la mañana y recogerla por la tarde, pero mi madre no quería obligarle a caminar tan lejos, por lo que recorría parte del trayecto por sí sola y se encontraba con él a mitad de camino. Un día, un jeep cargado de soldados rusos que reían a carcajadas se detuvo no lejos de ella y sus ocupantes saltaron del vehículo y echaron a correr en su dirección. Mi madre corrió tan velozmente como pudo, perseguida por los rusos. Tras unos cuantos cientos de metros, distinguió a lo lejos la silueta de su padrastro agitando el bastón. Los rusos se hallaban ya muy cerca de ella, y mi madre decidió internarse en una guardería infantil desierta que conocía bien y cuyo interior era como un laberinto. Permaneció allí oculta durante más de una hora y, por fin, huyó por la puerta trasera y llegó a casa sana y salva. El doctor Xia había visto cómo los rusos entraban en el edificio en persecución de mi madre pero al poco rato, y con inmenso alivio, los había visto salir de nuevo, evidentemente desorientados por la distribución del interior.

Al cabo de poco más de una semana después de la llegada de los rusos, el jefe del comité vecinal ordenó a mi madre que asistiera a una de sus reuniones, la cual tendría lugar a la tarde siguiente. Cuando llegó allí, vio a un grupo de chinos desharrapados que, acompañados por algunas mujeres, disertaban acerca de la lucha que habían sostenido durante ocho años para derrotar a los japoneses y lograr que los ciudadanos corrientes gobernaran por fin China. Eran los comunistas: los comunistas chinos. Habían llegado a la ciudad el día anterior sin anuncio previo y sin causar estrépito alguno. Las mujeres comunistas que asistían a la reunión iban ataviadas con vestiduras informes exactamente iguales a las de los hombres. Mi madre pensó para sí misma: ¿Cómo podéis vanagloriaros de haber vencido a los japoneses? Ni siquiera tenéis ropas o armas decentes. Para ella, los comunistas mostraban un aspecto aún más pobre y desastrado que los pordioseros.