Una de las maestras de mi madre era una joven llamada Liu que sentía un profundo afecto por ella. En China, cuando alguien te aprecia, intenta a menudo convertirte en miembro honorario de su familia. Aunque en aquellos tiempos los chicos y las chicas no tenían que soportar una segregación tan severa como durante la época de mi abuela, lo cierto es que tampoco disfrutaban de demasiadas oportunidades de estar juntos, por lo que la presentación de amigos o amigas a los hermanos o hermanas constituía un modo habitual de lograr que se conocieran aquellos jóvenes a quienes disgustaba la idea de un matrimonio organizado. La señorita Liu hizo las presentaciones entre mi madre y su hermano, pero el señor y la señora Liu hubieron de aprobar previamente la relación.
A comienzos de 1946, en vísperas del Año Nuevo chino, mi madre fue invitada a pasar las festividades en casa de los Liu, quienes poseían una mansión de considerable tamaño. El señor Liu era uno de los más prósperos comerciantes de Jinzhou. Su hijo, de unos diecinueve años de edad, daba la sensación de ser ya un hombre de mundo; vestía un traje de color verde oscuro de cuyo bolsillo superior asomaba un pañuelo, lo que resultaba enormemente sofisticado y atrevido en una ciudad de provincias como era Jinzhou. Se había matriculado en una universidad de Pekín, donde estudiaba lengua y literatura rusas. Mi madre, quien ya había obtenido la aprobación de la familia del joven, se sintió profundamente impresionada por él. No tardaron en enviar un emisario al doctor Xia con la petición de mano aunque, claro está, sin decirle nada a ella.
El doctor Xia era más liberal que la mayoría de los hombres de su tiempo, y requirió el parecer de mi madre acerca de la cuestión. Ella aceptó convertirse en «amiga» del joven señor Liu. En aquellos tiempos, si un muchacho y una joven eran vistos conversando públicamente, se asumía que debían estar, cuando menos, prometidos. Mi madre ansiaba poder disfrutar de un poco de diversión y libertad, así como trabar amistad con jóvenes de su edad sin tener que verse obligada a contraer matrimonio. Conociéndola, el doctor Xia y mi abuela se mostraron cautelosos con los Liu y prefirieron rechazar los presentes de rigor. Según la tradición china, la familia de una joven no debe aceptar una propuesta matrimonial de inmediato, ya que ello supondría mostrar demasiada ansiedad. La aceptación de los regalos hubiera equivalido a indicar un consentimiento implícito. Al doctor Xia y a mi abuela les inquietaba la posibilidad de que se produjera un malentendido.
Mi madre salió con el joven Liu durante una temporada. Se sentía atraída por sus buenos modales, y todos sus parientes, amigas y vecinos coincidían en que había hallado un compañero ideal. El doctor Xia y mi abuela opinaban que ambos formaban una pareja magnífica, y le escogieron como yerno en privado. Sin embargo, mi madre le consideraba superficial. Advirtió que nunca viajaba a Pekín, sino que permanecía en casa disfrutando de una vida de dilettante. Un día, descubrió que ni siquiera había leído el célebre clásico chino del siglo XVIII titulado El sueño en el Pabellón rojo, libro bien conocido por cualquier chino culto. Cuando le comunicó su disgusto, el joven Liu dijo alegremente que los clásicos chinos no eran su fuerte, y que lo que más le gustaba en realidad era la literatura extranjera. En un intento de reafirmar su superioridad, añadió: «¿Y tú, has leído Madame Bovary? No sólo es mi novela favorita sino, en mi opinión, la mejor obra de Maupassant.»
Mi madre había leído Madame Bovary, y sabía que había sido escrita por Flaubert, y no por Maupassant. Aquella fatua manifestación restó numerosos puntos de su consideración hacia Liu, pero prefirió evitar el enfrentamiento con él en ese momento, pues ello habría sido considerado como una actitud «cascarrabias».
A Liu le encantaba el juego, especialmente el mah-jongg que, sin embargo, aburría a muerte a mi madre. Poco tiempo después, una tarde en que se encontraban en mitad de una partida, una doncella entró y preguntó: «¿Qué doncella preferiría el amo Liu que le sirviera en la cama?» Liu contestó despreocupadamente: «Tal doncella.» Mi madre temblaba de furia, pero Liu se limitó a alzar las cejas, como si su reacción le sorprendiera. Seguidamente, dijo: «En Japón es una costumbre perfectamente normal. Todo el mundo lo hace. Se llama si-qin (“cama con servicio”).» Intentaba hacer que mi madre se sintiera provinciana y celosa, lo que en China se contemplaba tradicionalmente como uno de los peores vicios que podía tener una mujer, y más que suficiente para justificar que su marido la repudiara. Una vez más, mi madre guardó silencio, si bien interiormente hervía de rabia.
Decidió que no podría ser feliz con un esposo que contemplara el flirteo y el sexo extramarital como aspectos esenciales de la «masculinidad». Quería alguien que la amara y que no quisiera herirla con aquella clase de actitudes. Aquella misma tarde, decidió poner fin a la relación.
Pocos días después, el viejo señor Liu murió súbitamente. En aquellos días, era muy importante gozar de un funeral espectacular, especialmente si el fallecido era cabeza de familia. Un funeral que no se encontrara a la altura de las expectativas de los parientes y la sociedad no lograría sino atraer la desaprobación general sobre la familia. Los Liu deseaban una ceremonia complicada, y no una simple procesión desde la casa al cementerio. Se hicieron venir monjes para que leyeran el sutra budista de «inclinar la cabeza» en presencia de todos los familiares. A continuación, los miembros de la familia rompieron en lágrimas. Desde entonces, y hasta el momento del entierro, fijado para el cuadragésimo noveno día después del fallecimiento, el sonido de los sollozos y lamentos debería oírse sin interrupción desde primeras horas de la mañana hasta la medianoche, acompañados por la constante incineración de dinero artificial destinado a su uso en el otro mundo por parte del difunto. Muchas familias no lograban sostener aquel maratón, y preferían alquilar a plañideras profesionales para que realizaran el trabajo. Los Liu, sin embargo, eran demasiado filiales para hacer una cosa así por lo que se ocuparon personalmente de los lamentos, con la ayuda de sus numerosos familiares.
Cuarenta y dos días después de su muerte, el cadáver del señor Liu, previamente depositado en un féretro de madera de sándalo espléndidamente labrado, fue situado en una marquesina instalada en el patio. Se suponía que durante las siete últimas noches antes de su sepultura, el difunto ascendería a una alta montaña del otro mundo y, desde allí, contemplaría a toda su familia; sólo se sentiría feliz si comprobaba que cada uno de sus miembros se encontraba bien y bajo la protección del resto. De otro modo -pensaban- nunca lograría el descanso. La familia solicitó, pues, la presencia de mi madre en calidad de futura nuera.
Ella se negó. Lamentaba la muerte del viejo señor Liu, quien siempre se había mostrado amable con ella, pero si asistía a su funeral nunca podría evitar tener que contraer matrimonio con su hijo. Al domicilio de los Xia llegó un continuo afluir de mensajeros procedentes de casa de los Liu.
El doctor Xia dijo a mi madre que el hecho de romper la relación en aquel momento equivalía a defraudar al difunto señor Liu, lo que se consideraba deshonroso. Si bien no hubiera opuesto objeción alguna a tal ruptura en una situación normal, opinaba que, dadas las circunstancias, sus deseos debían subordinarse a exigencias de mayor importancia. Mi abuela también era de la opinión de que debía acudir. Por si fuera poco, añadió: «¿Cuándo se ha oído hablar de que una muchacha rechace a un hombre porque haya tenido amantes o haya confundido el nombre de un escritor extranjero? A todos los jóvenes les gusta divertirse y andar de picos pardos. Además, no tienes que preocuparte de doncellas ni de concubinas. Posees un carácter fuerte, y sabrás mantener controlado a tu esposo.»