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Mi abuela rogó a Han-chen que le buscara un trabajo a Yu-lin. Una de las mercancías básicas era la sal, y las autoridades habían prohibido que se vendiera a los habitantes del campo. Por supuesto, ello se debía a que ellos mismos habían montado su propio negocio. Han-chen consiguió para Yu-lin un empleo de «guardia de sal», lo que varias veces le hizo verse envuelto casi directamente en pequeñas escaramuzas con las guerrillas comunistas y otras facciones del propio Kuomintang que intentaban apoderarse de la sal. En aquellas refriegas moría mucha gente. Yu-lin no sólo encontraba aquel trabajo peligroso sino que su conciencia le atormentaba. Al cabo de pocos meses, dimitió.

Para entonces, el Kuomintang había comenzado a perder poco a poco el control del campo, por lo que le era más y más difícil reclutar nuevos miembros. Los jóvenes se mostraban cada vez más reacios a convertirse en «cenizas de bomba» (pao-hui). La guerra civil se había vuelto mucho más sangrienta. El número de víctimas era enorme, y crecía el riesgo de verse reclutado por el Ejército bien de grado, bien por fuerza. El único modo de evitar que Yu-lin vistiera el uniforme consistía en adquirir para él algún tipo de seguro. Así pues, mi abuela pidió a Han-chen que le buscara un empleo en el servicio de inteligencia. Para su sorpresa, éste se negó, afirmando que aquél no era lugar para un joven decente.

Mi abuela no se dio cuenta de que Han-chen se hallaba desesperado con su trabajo. Al igual que Lealtad Pei-o, se había convertido en un adicto al opio, bebía copiosamente y visitaba prostitutas. Se estaba consumiendo a ojos vista. Han-chen siempre había sido un hombre autodisciplinado, dotado de un poderoso sentido de la moralidad, y tal actitud resultaba sumamente impropia de él. Mi abuela pensó que quizá el antiguo remedio del matrimonio conseguiría devolverle al buen camino, pero cuando se lo sugirió, Han-chen respondió que no podía tomar una esposa porque no deseaba vivir. Mi abuela se sintió conmocionada al oír aquello, e insistió para que le dijera el motivo. Han-chen, sin embargo, se limitó a sollozar y dijo con amargura que no podía decírselo y que, de todos modos, ella tampoco habría podido ayudarle.

Han-chen se había unido al Kuomintang porque odiaba a los japoneses, pero las cosas no habían salido como él esperaba. El hecho de formar parte de los servicios de inteligencia significaba que difícilmente podía evitar que sus manos se mancharan con la sangre inocente de algunos de sus compatriotas chinos. Y no podía marcharse. Lo que le había sucedido a la amiga de mi madre, Bai, era lo mismo que les ocurría a todos aquellos que intentaban abandonar. Probablemente, Han-chen pensaba que el único modo de salir de allí era el suicidio, pero el suicidio constituía un gesto tradicional de protesta, por lo que podría acarrear problemas a la familia. Han-chen debió de llegar a la conclusión de que lo único que podía hacer era morir de muerte «natural», motivo por el cual maltrataba su cuerpo hasta tales extremos y se negaba a seguir ningún tipo de tratamiento.

En la víspera del Año Nuevo chino de 1947, regresó al hogar de su familia en Yixian para pasar los festivales con su hermano y su anciano padre. Como si intuyera que aquél había de ser su último encuentro, decidió quedarse. Cayó gravemente enfermo, y murió durante el verano. Había revelado a mi abuela que el único pesar que le producía la muerte era el no poder cumplir con su deber filial y organizar un grandioso funeral para su padre.

Sin embargo, no murió sin cumplir sus obligaciones para con mi abuela y su familia. Aunque se había negado a introducir a Yu-lin en el servicio de inteligencia, le consiguió una tarjeta de documentación que le identificaba como funcionario de inteligencia del Kuomintang. Yu-lin nunca trabajó para el sistema, pero su pertenencia a la organización garantizaba su inmunidad frente a cualquier intento de reclutamiento forzoso, por lo que pudo quedarse y ayudar al doctor Xia en la farmacia.

Uno de los profesores que había en la facultad de mi madre era un joven llamado Kang que enseñaba literatura china. Era sumamente inteligente e instruido, y mi madre sentía un tremendo respeto hacia él. Kang le dijo a ella y a otras muchachas que se había visto involucrado en actividades antikuomintang en la ciudad de Kunming, situada al sudoeste de China, y que su novia había resultado muerta por una granada de mano durante una manifestación. Sus discursos eran claramente procomunistas, y causaron en mi madre una fuerte impresión.

Una mañana de comienzos de 1947, el viejo portero de la universidad detuvo a mi madre cuando ésta atravesaba la verja. A continuación, le entregó una nota y le dijo que Kang se había marchado. Lo que mi madre ignoraba era que Kang había recibido un aviso, ya que algunos de los agentes de inteligencia del Kuomintang trabajaban en secreto para los comunistas. En aquella época, mi madre no sabía gran cosa de los comunistas, ni estaba tampoco al tanto de que Kang fuera uno de ellos. Todo lo que sabía era que el profesor que más admiraba había tenido que huir porque se encontraba a punto de ser arrestado.

La nota era de Kang, y consistía tan sólo en una palabra: «Silencio.» Mi madre vio en aquel término dos posibles significados. Podía referirse a uno de los versos de un poema que Kang había escrito en memoria de su novia -«Silencio… en el que crecen nuestras fuerzas»-, en cuyo caso podía considerarse una exhortación al optimismo. Pero también podía considerarse una advertencia para que no fuera a cometer ningún acto alocado. Para entonces, mi madre había adquirido reputación de persona intrépida, lo que la convertía en una líder entre los estudiantes.

Al poco tiempo, llegó una nueva directora. Era delegada del Congreso Nacional del Kuomintang y, según se decía, se hallaba relacionada con el servicio secreto. Con ella llegaron unos cuantos agentes de inteligencia, incluido uno llamado Yao-han que se convirtió en supervisor político encargado de la tarea especial de vigilar a los estudiantes. El supervisor académico era el Secretario Comarcal de Partido para el Kuomintang.

En aquella época, el amigo más cercano de mi madre era un primo lejano llamado Hu cuyo padre poseía una cadena de almacenes en las ciudades de Jinzhou, Mukden y Harbin y tenía una esposa y dos concubinas. Su mujer le había dado un hijo, el primo Hu, pero las concubinas no. Por ello, la madre del primo Hu se convirtió en objeto de intensos celos por parte de ambas. Una noche en que el esposo se encontraba fuera de casa, las concubinas vertieron un somnífero en la comida de la señora Hu y en la de un joven sirviente, tras lo cual acostaron a ambos en la misma cama. Cuando el señor Hu regresó y encontró a su esposa acostada con el criado y aparentemente borracha como una cuba, enloqueció de furia; encerró a su mujer en un cuartito diminuto situado en un remoto rincón de la casa y prohibió a su hijo que volviera a verla. Como por otra parte alimentaba la sospecha sorda de que todo aquello no hubiera sido más que un complot de las concubinas, no repudió y expulsó a su esposa, acción que hubiera constituido la humillación definitiva tanto para ella como para él. Le preocupaba que las concubinas pudieran perjudicar a su hijo, por lo que envió a éste a un colegio interno de Jinzhou. Fue en aquella ciudad donde mi madre le conoció. Entonces, ella tenía siete años y él doce. Su madre, reducida a aquel confinamiento solitario, no tardó en perder el juicio.