El primo Hu creció hasta convertirse en un muchacho sensible y reservado. Nunca logró superar lo ocurrido, y algunas veces hablaba con mi madre de ello. La historia hacía reflexionar a mi madre acerca de la espantosa vida que habían llevado las mujeres en su propia familia y las numerosas tragedias que habían acaecido a tantas otras madres, hijas, esposas y concubinas. Le enfurecía el estado de impotencia de las mujeres y la barbarie de algunas costumbres ancestrales disfrazadas con los mantos de «tradición» e incluso de «moralidad». Aunque se habían producido ciertamente algunos cambios, éstos se hallaban aún sepultados por los terribles prejuicios existentes. Mi madre aguardaba con impaciencia la llegada de una actitud más radical.
En la facultad aprendió que existía una fuerza política que había prometido cambios abiertamente: eran los comunistas. La información le llegó procedente de una buena amiga, una joven de dieciocho años llamada Shu que había roto con su familia y vivía en la facultad debido a que su padre había pretendido obligarla a contraer matrimonio con un muchachito de doce. Un día, Shu se despidió de mi madre: ella y el joven con quien se amaba en secreto pensaban huir para unirse a los comunistas. «Ellos son nuestra esperanza», fueron sus palabras de despedida.
Fue más o menos en aquella época cuando mi madre comenzó a establecer una estrecha relación con el primo Hu, quien había descubierto que estaba enamorado de ella al advertir los celos que le producía la presencia del joven señor Liu, a quien consideraba un petimetre. Se mostró encantado cuando mi madre rompió con Liu, y a partir de entonces iba a visitarla casi todos los días.
Una tarde del mes de marzo de 1947, fueron juntos al cine. Había dos clases distintas de entradas: una de ellas daba derecho a asiento; la otra, mucho más barata, obligaba a estar de pie. El primo Hu compró una entrada de asiento para mi madre y otra de pie para él, afirmando que no llevaba suficiente dinero encima. Mi madre juzgó aquello un poco extraño, por lo que de vez en cuando dirigía alguna que otra mirada fugaz en su dirección. Cuando había transcurrido la mitad de la película, vio a una joven elegantemente vestida acercarse a su primo y deslizarse lentamente junto a él. Durante una fracción de segundo, sus manos se tocaron. Al momento, se puso en pie e insistió en marcharse. Cuando salieron, exigió una explicación. Al principio, el primo Hu intentó negar que hubiera ocurrido nada, pero cuando mi madre dejó bien claro que no pensaba tragarse aquella historia dijo que se lo explicaría más tarde. Había cosas, dijo, que mi madre no podía comprender por ser demasiado joven. Cuando llegaron a casa de mi madre, ésta se negó a dejarle entrar. Durante los días que siguieron, el primo acudió repetidas veces de visita, pero nunca logró pasar.
Transcurrida una temporada, mi madre se mostraba ya dispuesta a aceptar una disculpa y una reconciliación, y no hacía más que escrutar la verja de entrada para comprobar si Hu se encontraba allí. Una tarde en que nevaba copiosamente, le vio entrar en el patio acompañado de otro hombre. No se encaminó a la parte de la casa que ocupaba mi madre, sino que se dirigió en derechura a la zona en la que habitaba el inquilino de los Xia, un hombre llamado Yu-wu. Al cabo de un rato, Hu reemergió y se dirigió con paso apresurado a las habitaciones de mi madre. En tono urgente, le comunicó que abandonaba Jinzhou inmediatamente debido a que la policía le perseguía. Cuando mi madre le preguntó el motivo, todo lo que dijo fue: «Porque soy comunista», tras lo. cual desapareció en la nieve.
De pronto, a mi madre se le ocurrió que el incidente del cine debía de haber sido una misión clandestina del primo Hu. Sintió que se le partía el corazón, porque ahora ya no tendría ocasión de reconciliarse con él. Advirtió que su casero, Yu-wu, debía de ser también un comunista clandestino. El motivo por el que habían traído a Hu al domicilio de Yu-wu era para ocultarle. El primo Hu y Yu-wu no habían conocido sus respectivas identidades hasta aquella tarde. Ambos se daban cuenta que no cabía siquiera considerar la posibilidad de que el primo Hu se quedara allí, ya que su relación con mi madre era demasiado bien conocida, y si el Kuomintang acudía en su busca Yu-wu sería igualmente descubierto. Aquella misma noche, el primo Hu intentó alcanzar la zona controlada por los comunistas, situada a unos treinta kilómetros más allá de los límites de la ciudad. Poco después, cuando comenzaban a aflorar los primeros capullos de la primavera, Yu-wu recibió noticias de que Hu había sido capturado al abandonar la ciudad. Su acompañante había sido muerto a tiros. Un informe posterior afirmaba que Hu había sido ejecutado.
A lo largo de los últimos tiempos, mi madre se había ido volviendo más y más antikuomintang. Los comunistas constituían la única alternativa que conocía, y se había visto particularmente atraída por sus promesas de poner fin a las injusticias cometidas con las mujeres. Hasta entonces, con quince años edad, nunca se había sentido preparada para adoptar un compromiso total. La noticia de la muerte del primo Hu terminó de decidirla, y resolvió unirse a los comunistas.
5. «Se vende hija por diez kilos de arroz»
Yu-wu había llegado a la casa unos cuantos meses antes; llevaba una carta de presentación de un amigo común. Los Xia, que acababan de mudarse de su residencia prestada a una gran casa situada dentro de los muros y en las cercanías de la puerta norte, habían estado buscando un inquilino rico que les ayudara con el alquiler. Yu-wu llegó vistiendo el uniforme de oficial del Kuomintang y acompañado por una mujer -a la que presentó como su esposa- y un niño pequeño. De hecho, la mujer no era su esposa, sino su ayudante. El niño era de ella, y su verdadero esposo se encontraba en algún lugar remoto luchando con el Ejército regular comunista. Poco a poco, aquella «familia» se convirtió en una familia real. Posteriormente, llegaron a tener otros dos niños y sus respectivos cónyuges volvieron a casarse.
Yu-wu se había unido al Partido Comunista en 1938. Poco después de la rendición japonesa había sido enviado a Jinzhou desde Yan'an, ciudad que en tiempo de guerra era cuartel general de los comunistas, y se le había nombrado responsable de recoger y entregar información a las fuerzas comunistas situadas en los alrededores de la ciudad. Operaba bajo la identidad de jefe militar del Kuomintang, cargo que los comunistas habían conseguido comprarle. En aquella época, los puestos del Kuomintang, incluso dentro del sistema de inteligencia, se encontraban prácticamente al alcance del mejor postor. Algunas personas adquirían puestos para proteger a sus familias del reclutamiento forzoso y de los abusos de los matones; otros lo hacían para poder, a su vez, dedicarse a la extorsión económica. Debido a su importancia estratégica, Jinzhou contaba con numerosos oficiales, lo que facilitaba la infiltración comunista del sistema.
Yu-wu había planeado su papel a la perfección. Organizaba numerosas cenas y fiestas de juego, en parte para conseguir nuevos contactos y en parte para tejer una estructura protectora en torno suyo. Entremezclado con las constantes idas y venidas de oficiales del Kuomintang y de funcionarios del servicio de inteligencia discurría un interminable río de «primos» y «amigos». Siempre se trataba de personas diferentes, pero nadie hacía preguntas.
Yu-wu contaba con otro posible disfraz para aquellos frecuentes visitantes. La consulta del doctor Xia siempre estaba abierta, y los «amigos» de Yu-wu podían entrar desde la calle sin llamar la atención y luego atravesar la consulta hasta el patio interior. El doctor Xia toleraba las bulliciosas fiestas de Yu-wu sin poner objeciones, a pesar incluso de que su secta, la Sociedad de la Razón, prohibía el juego y el alcohol. Mi madre se sintió extrañada, pero lo atribuyó al carácter tolerante de su padrastro. Algunos años después, al volver la vista atrás, cayó en el convencimiento de que el doctor Xia había conocido -o adivinado- la verdadera identidad de Yu-wu.