Un día se topó con una amiga suya, nieta de un general de brigada y casada con un oficial del Kuomintang. La amiga le contó que aquella noche iba a celebrarse un banquete para unos cincuenta oficiales -con sus respectivas esposas- en uno de los restaurantes más elegantes de la ciudad. En aquella época, los oficiales del Kuomintang llevaban una vida social sumamente activa. Mi madre corrió a la facultad y se puso en contacto con tanta gente como pudo. Les dijo que se reunieran a las cinco de la tarde en el lugar más emblemático de la ciudad: su torre de piedra de casi veinte metros de alto, construida en el siglo XI. Cuando llegó allí, a la cabeza de un nutrido contingente, había ya más de un centenar de muchachas aguardando sus órdenes. Mi madre les expuso su plan. A eso de las seis de la tarde vieron gran número de oficiales que llegaban en carruajes y rickshaws. Las mujeres iban ataviadas de punta en blanco, vestidas de seda y satén y cargadas de joyas que tintineaban a su paso.
Cuando mi madre calculó que los comensales ya se encontrarían en plena colación, ella y un grupo de muchachas desfilaron al interior del restaurante. La decadencia del Kuomintang había llegado a tales extremos que las medidas de seguridad se hallaban increíblemente relajadas. Mi madre se encaramó a una silla. Su sencilla túnica de algodón azul oscuro la convertía en la viva imagen de la austeridad frente a todas aquellas joyas y sedas bordadas. Pronunció un breve discurso acerca de la difícil situación en que se encontraban los profesores y finalizó con las siguientes palabras: «Todos sabemos que sois personas generosas. Sin duda, vosotros seréis los primeros en alegraros de tener esta ocasión de demostrarlo abriendo vuestros bolsillos.»
Los oficiales se encontraban en un apuro. Ninguno de ellos quería parecer mezquino. De hecho, puede decirse que se veían más o menos obligados a realizar un gesto de ostentación. Por otra parte, claro está, querían librarse de aquellas molestas intrusas. Las muchachas recorrieron las mesas repletas de manjares y anotaron la contribución de cada uno de los oficiales. A continuación, acudieron a los respectivos domicilios de éstos a primera hora de la mañana siguiente y recogieron el importe de sus compromisos. Los profesores se mostraron enormemente agradecidos a las muchachas, quienes les entregaron inmediatamente el dinero para que pudieran utilizarlo antes de que su valor se desplomara, o sea, en cuestión de horas.
No se tomaron represalias contra mi madre, quizá porque los comensales se sentían avergonzados por haberse dejado sorprender de aquella manera y no querían incrementar su ridículo… aunque, claro está, toda la ciudad se enteró inmediatamente del episodio. Mi madre había logrado con éxito invertir las reglas del juego en contra de ellos. La estupefacción que le había producido la extravagancia de la élite del Kuomintang frente al espectáculo de la gente que se moría de hambre en las calles había aumentado aún más su compromiso con los comunistas.
Del mismo modo que los alimentos constituían el principal problema en el interior de la ciudad, el campo sufría una dramática escasez de ropa, ya que el Kuomintang había prohibido la venta de tejidos al exterior. Una de las principales tareas de los guardas de las murallas, entre ellos Lealtad Pei-o, era evitar que la gente sacara telas de contrabando para vendérselas a los comunistas. Los contrabandistas eran una mezcla de especialistas en mercado negro, gente a sueldo de los funcionarios del Kuomintang y comunistas infiltrados.
El procedimiento habitual era que Lealtad y sus compañeros detuvieran los carros y confiscaran las telas. A continuación, dejaban en libertad al contrabandista con la esperanza de que al poco retornaría con otro cargamento del que pudieran también apropiarse. En ocasiones, acordaban con los contrabandistas un porcentaje destinado a sus bolsillos. Tanto si llegaban a un acuerdo como si no, los guardas vendían de todos modos las telas a las zonas controladas por los comunistas. Lealtad y sus colegas prosperaban cada vez más.
Una noche, un carromato sucio y anodino se detuvo frente al puesto de guardia de Lealtad. Éste representó su pantomima habitual, golpeando con un palo el fardo de telas cargado al fondo del vehículo en la esperanza de intimidar a su conductor y obtener un acuerdo lo más provechoso posible. Mientras calculaba el valor del cargamento y la tenacidad del carretero, confiaba también en distraerle lo bastante como para descubrir el nombre de su jefe a lo largo de la conversación. Lealtad no mostraba apresuramiento alguno, ya que se trataba de un envío considerable: más de lo que podía sacarse de la ciudad antes del amanecer.
Se sentó junto al conductor y le ordenó dar media vuelta y regresar al interior de la ciudad con el cargamento. El conductor, acostumbrado a recibir órdenes arbitrarias, hizo lo que se le ordenaba.
Mi abuela estaba en su cama, profundamente dormida, cuando oyó golpes en la puerta a eso de la una de la madrugada. Al abrir, se encontró frente a frente con Lealtad, quien le dijo que quería dejar el cargamento en la casa durante la noche. Mi abuela se vio obligada a aceptar, ya que la tradición china hace que sea prácticamente imposible decir «no» a un pariente. Las obligaciones para con la familia y los parientes siempre tienen prioridad sobre el juicio moral de cada uno. Al doctor Xia, que aún dormía, no le dijo nada.
Mucho antes de que amaneciera, Lealtad reapareció acompañado de dos carromatos; trasladó el cargamento a su interior y partió justamente cuando el alba comenzaba ya a teñir el cielo. Menos de media hora después, apareció un destacamento de policías armados que acordonaron la casa. El conductor del carromato -a sueldo de un departamento distinto del servicio de inteligencia- había informado a sus jefes y éstos, claro está, querían que les fuera devuelta su mercancía.
El doctor Xia y mi abuela hubieron de sufrir considerables molestias pero, al menos, el botín había desaparecido. Para mi madre, sin embargo, la redada representó casi una catástrofe. Conservaba algunos panfletos comunistas ocultos en la casa y, tan pronto como hizo su aparición la policía, se precipitó con ellos hacia el cuarto de baño. Una vez allí, los introdujo en sus pantalones, enguatados y anudados en los tobillos para conservar el calor, y se puso una gruesa chaqueta de invierno. A continuación, salió tan despreocupadamente como supo, fingiendo que se dirigía a la escuela. Los policías la detuvieron y anunciaron que iban a registrarla. Ella les gritó que contaría a su «tío» Zhu-ge cómo la habían tratado,
Hasta entonces, los policías habían ignorado por completo las conexiones que tenía la familia dentro del servicio de inteligencia. Igualmente, desconocían quién había confiscado los tejidos. La administración de Jinzhou se encontraba sumida en una confusión completa debido al enorme número de unidades distintas del Kuomintang estacionadas en la ciudad y al hecho de que cualquiera que tuviera un arma y alguna forma de protección podía ejercer un poder arbitrario. Cuando Lealtad y sus hombres se habían apropiado del cargamento, el conductor no les había preguntado para quién trabajaban.
Tan pronto como mi madre mencionó el nombre de Zhu-ge, la actitud del oficial al mando cambió. Zhu-ge era amigo de su jefe. A una señal suya, sus subordinados bajaron las armas y abandonaron su actitud de insolencia y desafío. El oficial saludó ceremoniosamente y murmuró profusas disculpas por haber molestado a tan augusta familia. Por su parte, los policías rasos se mostraron aún más decepcionados que su jefe: si no había botín, significaba que no habría dinero y si no había dinero no habría comida. Arrastrando los pies, se retiraron con expresión malhumorada.
En aquella época había en Jinzhou una nueva universidad, la Universidad Nordeste del Exilio, formada por estudiantes y profesores que habían huido del norte de Majichuria, ocupado por los comunistas. A menudo, las políticas comunistas habían sido sumamente severas, y varios terratenientes habían sido asesinados. En las poblaciones, incluso los pequeños empresarios y fabricantes eran denunciados y sus propiedades confiscadas. La mayor parte de los intelectuales procedían de familias relativamente prósperas, y muchos de ellos habían sido testigos del sufrimiento de sus parientes bajo la dominación comunista o habían sido ellos mismos denunciados.