Oyó disparos, pero no sintió nada. Al cabo de un minuto aproximadamente, le quitaron el trapo que le cubría los ojos y miró a su alrededor, parpadeando. El hombre que había visto antes se encontraba tendido en el suelo. El oficial que la había trasladado a los calabozos se acercó con una amplia sonrisa, una de sus cejas enarcada por la sorpresa que le producía comprobar que aquella jovenzuela de diecisiete años no se hubiera convertido en un despojo suplicante. Con gran calma, mi madre le dijo que no tenía nada que confesar. La devolvieron a su celda. Nadie la molestó ni la torturó. Al cabo de unos cuantos días más, fue puesta en libertad.
A lo largo de la semana anterior, el movimiento comunista clandestino había estado pulsando todos sus resortes. Mi abuela había acudido al cuartel general todos los días, llorando, suplicando y amenazando con suicidarse. El doctor Xia había visitado a sus más poderosos pacientes, a los que había obsequiado con lujosos presentes. Las conexiones de la familia dentro del servicio de inteligencia también se habían movilizado. Mucha gente había apoyado a mi madre por escrito, declarando que no se trataba de una comunista sino que tan sólo era joven e impulsiva.
Lo que le había ocurrido no causó en ella el menor desánimo. Tan pronto salió de la prisión se dispuso a organizar un funeral en homenaje a los estudiantes muertos en Tianjin. Las autoridades concedieron su autorización. En Jinzhou reinaba una profunda cólera por lo que les había ocurrido a aquellos jóvenes que, después de todo, habían partido siguiendo el consejo del Gobierno. Al mismo tiempo, los colegios y facultades se apresuraron a anunciar el adelanto del fin de curso y la cancelación de diversos exámenes en la confianza de que los estudiantes se dispersaran y volvieran a sus casas.
Llegado este punto, el movimiento clandestino recomendó a sus miembros que partieran hacia las zonas controladas por los comunistas. A aquellos que no desearan o no pudieran hacerlo se les ordenó que suspendieran sus actividades clandestinas. El Kuomintang estaba desatando una feroz represión en la que demasiados activistas estaban siendo detenidos y ejecutados. Liang partiría, y pidió a mi madre que le acompañara, pero mi abuela se negó a permitirlo. Mi madre no era sospechosa de ser comunista, dijo, pero si marchaba con ellos comenzaría a serlo. ¿Y qué pasaría con los que la habían apoyado? Si partía ahora, todas aquellas personas tendrían problemas.
Así pues, se quedó. Pero ansiaba entrar en acción. Recurrió a Yu-wu, la única persona de entre las que quedaban que le constara que trabajaba para los comunistas. Yu-wu no conocía a Liang, ni tampoco a los contactos de mi madre. Pertenecían a dos sistemas clandestinos distintos que operaban completamente separados, con objeto de que si alguien era detenido y no podía soportar la tortura, tan sólo pudiera revelar un número limitado de nombres.
Jinzhou constituía la fuente básica de suministro para todos los ejércitos del Kuomintang en el Nordeste, a la vez que su centro logístico. Dichos ejércitos se componían de más de medio millón de hombres, dispersados a lo largo de vías de ferrocarril vulnerables o concentrados en unas pocas zonas cada vez más estrechas en torno a las principales ciudades. Durante el verano de 1948, había en Jinzhou unos doscientos mil soldados del Kuomintang, si bien repartidos en varias unidades de mando distintas. Chiang Kai-shek había mantenido rencillas con varios de sus principales generales, lo que había desorganizado las líneas de mando y había creado una grave desmoralización. Las diferentes fuerzas se mostraban mal coordinadas, y a menudo desconfiaban entre sí. Muchos estrategas, incluyendo sus asesores norteamericanos, opinaban que Chiang debía abandonar Manchuria definitivamente, y la clave de cualquier retirada, ya fuera forzada o «voluntaria», por mar o por ferrocarril, consistía en conservar Jinzhou. La ciudad se encontraba a poco más de ciento cincuenta kilómetros al norte de la Gran Muralla, muy cercana al territorio chino propiamente dicho, donde la posición del Kuomintang aún parecía relativamente segura, y era fácil obtener refuerzos desde el mar ya que Huludao se encontraba a tan sólo cincuenta kilómetros al Sur y se hallaba conectada por una vía de ferrocarril aparentemente segura.
Durante la primavera de 1948, el Kuomintang había comenzado a construir un nuevo sistema de defensa en torno a Jinzhou. Consistía en bloques de cemento encastrados en estructuras de acero. Los comunistas, pensaban, no disponían de carros blindados, su artillería era pobre y no poseían experiencia alguna en el ataque de posiciones fortificadas. La idea consistía en rodear la ciudad de pequeñas fortalezas autosuficientes cada una de las cuales pudiera operar como unidad independiente incluso en el caso de verse rodeada. Las fortalezas se hallarían comunicadas por zanjas de dos metros de anchura y otros dos de profundidad que a su vez estarían protegidas por un cerco continuo de alambre de espino. El general Wei Li-huang, comandante supremo de Manchuria, acudió en visita de inspección y declaró el sistema inexpugnable.
Sin embargo, el proyecto nunca llegó a concluirse. Ello se debió en parte a la falta de materiales y a la mala planificación pero, sobre todo, a la corrupción. El encargado de los trabajos de construcción desviaba materiales para su venta en el mercado negro, y a los obreros no se les pagaba lo bastante para comer. Ya en septiembre, cuando las fuerzas comunistas comenzaron a aislar la ciudad, tan sólo se había completado una tercera parte del sistema, en su mayor parte una serie de pequeños fortines de cemento incomunicados entre sí. Otras partes aparecían apresuradamente construidas con arcilla extraída de las viejas murallas de la ciudad.
Para los comunistas resultaba esencial conocer aquel sistema y la disposición de las tropas del Kuomintang. Por entonces, los comunistas estaban reuniendo una fuerza descomunal -aproximadamente un cuarto de millón de hombres- con vistas a una gran batalla decisiva. El comandante en jefe de todos los ejércitos comunistas, Zhu De, envió un telegrama al jefe militar de la zona, Lin Biao: «Tomad Jinzhou… y controlaremos toda China.» Antes del ataque final, se solicitó del grupo de Yu-wu información actualizada. Éste necesitaba urgentemente más colaboradores, por lo que al recibir la visita de mi madre en busca de trabajo se mostró tan encantado como sus superiores.
Los comunistas habían enviado a algunos oficiales disfrazados al interior de la ciudad con objeto de efectuar tareas de reconocimiento, pero un hombre que paseara solo de noche por los alrededores no tardaba en atraer la atención. La presencia de una pareja de enamorados resultaría mucho menos llamativa. Para entonces, las normas del Kuomintang habían considerado por completo aceptable que jóvenes de ambos sexos fueran vistos en público en compañía uno del otro. Dado que los oficiales de reconocimiento eran varones, mi madre resultaría ideal para el papel de novia.
Yu-wu le dijo que se presentara en un lugar acordado a una hora determinada. Debía vestir una túnica de color azul claro y lucir una flor de seda roja en los cabellos. El oficial comunista llevaría consigo un ejemplar del periódico del Kuomintang -el Diario Central- doblado en forma de triángulo, y se identificaría enjugándose tres veces el sudor de la mejilla izquierda y otras tres veces la mejilla derecha.
El día acordado, mi madre acudió a un pequeño templo situado nada más atravesar la vieja muralla del Norte pero aún dentro del perímetro de defensas. Un hombre que llevaba el periódico doblado triangularmente se acercó a ella y realizó las señas de identificación correctas. Mi madre se acarició la mejilla derecha tres veces con la mano derecha y luego la mejilla izquierda tres veces con la mano izquierda. Por fin, le tomó del brazo y echaron a andar.
Mi madre no comprendía del todo qué estaba haciendo el hombre, pero no hizo preguntas. La mayor parte del tiempo caminaron en silencio, hablando tan sólo cuando pasaban junto a alguien. La misión transcurrió sin incidentes.