A ésta siguieron más, durante las que reconocieron los alrededores de la ciudad y las arterias vitales de comunicación: las vías de ferrocarril.
Una cosa era obtener la información, y otra muy distinta sacarla de la ciudad. Para finales de julio, los controles habían sido firmemente cerrados, y todo aquel que intentaba entrar o salir era minuciosamente registrado. Yu-wu consultó a mi madre, en cuyo ingenio y valor había aprendido a confiar. Los vehículos de los oficiales de rango superior podían entrar y salir sin ser registrados, y mi madre pensó en un contacto que podría utilizarse. Una de sus compañeras de facultad era nieta de uno de los jefes militares locales, el general Ji, y el hermano de la muchacha era a su vez coronel de la brigada de su abuelo.
Los Ji eran una familia de Jinzhou y poseían influencias considerables. Ocupaban una calle entera, apodada «calle Ji», en la que poseían una enorme propiedad dotada de un extenso y bien cuidado jardín. Mi madre había paseado a menudo por aquel jardín con su amiga, y se llevaba bastante bien con el hermano de ésta, Hui-ge.
Hui-ge era un apuesto joven a mediados de la veintena y estaba licenciado en ingeniería. A diferencia de muchos otros jóvenes pertenecientes a familias ricas y poderosas, no era en absoluto un petimetre. A mi madre le gustaba, y él sentía por ella la misma simpatía. Poco a poco, comenzó a frecuentar el domicilio de los Xia y a invitar a mi madre a tomar el té. A mi abuela le encantaba: era sumamente educado y le consideraba un partido extraordinario.
Muy pronto, Hui-ge comenzó a invitar a mi madre a salir con él. Al principio les acompañaba su hermana en calidad de carabina, pero al cabo de poco rato desaparecía con cualquier excusa insustancial. Cuando estaban solas, solía alabar a su hermano en presencia de mi madre, afirmando que era el favorito de su abuelo. También debía de hablar con él acerca de mi madre, pues ésta descubrió que el joven sabía muchas cosas de ella, incluyendo el hecho de que había sido detenida por sus actividades radicales. Descubrieron que tenían mucho en común. Hui-ge se mostraba muy franco en lo que se refería al Kuomintang. En una o dos ocasiones, dio un leve tirón a su uniforme y suspiró, diciendo que ojalá terminara pronto la guerra y pudiera regresar a su trabajo como ingeniero. Dijo a mi madre que creía que los días del Kuomintang estaban contados, y ella tuvo la sensación de que al decírselo le estaba revelando sus más ocultos pensamientos.
Ella sabía que le apreciaba, pero se preguntaba si tras los actos de él no se ocultarían motivos políticos. Dedujo que debía de estar intentando transmitirle un mensaje, y con ello también a los comunistas. Y el mensaje tenía que ser: no me gusta el Kuomintang, y estoy dispuesto a ayudarte.
Se convirtieron en conspiradores tácitos. Un día, mi madre sugirió que Hui-ge podría rendirse a los comunistas con un pequeño destacamento de tropas (cosa que ocurría con cierta frecuencia). Él le respondió que era un oficial de Estado Mayor, por lo que no controlaba tropas en el frente. Mi madre le dijo que intentara persuadir a su abuelo para cambiar de bando, pero él, apesadumbrado, repuso que lo más probable era que el viejo lo mandara fusilar si tan sólo osaba sugerírselo.
Mi madre seguía informando a Yu-wu, y éste le dijo que continuara cultivando la amistad de Hui-ge. Al cabo de poco tiempo, Yu-wu le dijo que debía pedirle a Hui-ge que la llevara a efectuar un recorrido en su jeep fuera de los límites de la ciudad. Realizaron aquel tipo de excursiones en tres o cuatro ocasiones y, cada vez, cuando llegaban junto a una de las primitivas letrinas de barro, mi madre decía que tenía que utilizarla. A continuación, descendía del vehículo y ocultaba sus mensajes en un agujero de la pared mientras él aguardaba en su jeep. Nunca le hizo ninguna pregunta. Sus conversaciones se centraban cada vez más en las inquietudes del joven acerca de sí mismo y de su familia. De un modo indirecto, sugirió que los comunistas podrían ejecutarle:
– ¡Me temo que muy pronto no seré más que un alma incorpórea llamando a la Puerta Oeste!
(Se suponía que el Cielo del Oeste era el destino de los muertos, debido a que se consideraba el reino de la paz eterna. Así pues, al igual que en la mayor parte de los lugares del resto de China, los campos de ejecución de Jinzhou se encontraban a la salida de la Puerta Oeste.) Cuando decía aquello, solía mirar a mi madre con aire interrogante, invitándola claramente a contradecirle.
Mi madre estaba segura de que los comunistas le perdonarían por lo que había hecho por ellos, y aunque se consideraba algo implícito, solía responder en tono de confianza: «¡No pienses en esas cosas tan tristes!» o «¡Estoy segura de que a ti no te ocurrirá eso!».
La situación del Kuomintang continuó su deterioro durante la última parte del verano, y no sólo como resultado de las acciones militares. La corrupción desencadenó el caos. A finales de 1947, la inflación había crecido hasta la increíble cifra de más de un cien mil por ciento, y había de incrementarse aún en las zonas controladas por el Kuomintang hasta un dos millones ochocientos setenta mil por ciento a finales de 1948. En Jinzhou, el precio del sorgo -el principal grano disponible- aumentaba setenta veces de un día para otro. La población civil se enfrentaba día a día a una situación cada vez más desesperada a medida que cada vez más comida iba a parar al Ejército, cuyos jefes revendían posteriormente gran parte de ella en el mercado negro.
El alto mando del Kupmintang se hallaba dividido en cuanto a la estrategia que debían seguir. Chiang Kai-shek recomendaba abandonar Mukden, la mayor ciudad de Manchuria, y concentrarse en la defensa de Jinzhou, pero se mostraba incapaz de imponer a sus generales una estrategia coherente. Parecía depositar todas sus esperanzas en una mayor intervención norteamericana. El derrotismo impregnaba las filas de su Alto Estado Mayor.
Para septiembre, el Kuomintang conservaba tan sólo tres puntos fuertes en Manchuria: Mukden, Changchun (la vieja capital de Manchukuo, Hsinking), y Jinzhou, así como los cuatrocientos ochenta kilómetros de línea férrea que los unían. Los comunistas estaban rodeando las tres ciudades simultáneamente, y el Kuomintang ignoraba de dónde provendría el ataque principal. De hecho, éste había de desatarse sobre Jinzhou, la más meridional de las tres ciudades y la llave estratégica del camino hacia el resto, ya que, una vez hubiera caído, las otras dos verían interrumpida su fuente de suministro. Los comunistas podían desplazar grandes cantidades de tropas de un sitio a otro sin que el enemigo lo advirtiera, pero el Kuomintang dependía de las líneas férreas -sometidas a constantes ataques- y, en menor medida, del transporte aéreo.
El asalto de Jinzhou comenzó el 12 de septiembre de 1948. Un diplomático norteamericano que volaba a Mukden, John F. Melby, anotó en su diario el 23 de septiembre: «A lo largo del pasillo que conduce a Manchuria, en dirección Norte, la artillería comunista destrozaba sistemáticamente el aeródromo de Chinchow [Jinzhou].» Al día siguiente, 24 de septiembre, las fuerzas comunistas se acercaron. Veinticuatro horas más tarde, Chiang Kai-shek ordenó al general Wei Li-huang que se abriera paso desde Mukden con quince divisiones para aliviar la situación de Jinzhou. El general Wei vaciló, y para el 26 de septiembre los comunistas habían prácticamente aislado la ciudad.
El 1 de octubre se completó el círculo que rodeaba Jinzhou. Aquel mismo día, cuarenta kilómetros al Norte, cayó la ciudad natal de mi madre, Yixian. Chiang Kai-shek voló a Mukden para asumir personalmente el mando. Ordenó que siete divisiones más se unieran a la batalla de Jinzhou, pero hasta el 9 de octubre, dos semanas después de dar la orden, ni siquiera consiguió que el general Wei lograra salir de Mukden. Incluso entonces, lo hizo con sólo once divisiones en lugar de quince. El 6 de octubre, Chiang Kai-shek voló a Huludao y ordenó a las tropas que allí estaban que acudieran en defensa de Jinzhou. Algunas lo hicieron, pero de un modo tan mal organizado que no tardaron en verse aisladas y aniquiladas.