Durante la madrugada del día siguiente, un grupo de soldados del Kuomintang irrumpieron en la casa arrastrando consigo a unos veinte civiles aterrorizados de todas las edades: eran los residentes de las casas colindantes. Los soldados estaban al borde de la histeria. Procedían de un puesto de artillería emplazado en un templo situado al otro lado de la calle y chillaban sin parar a los civiles asegurando que alguno de ellos tenía que haber revelado su posición. Gritaban una y otra vez que querían saber quién había sido. Al ver que nadie hablaba, agarraron a mi madre y la empujaron contra una pared, acusándola a ella. Mi abuela, horrorizada, sacó apresuradamente unas pequeñas piezas de oro y las introdujo en las manos de los soldados. Ella y el doctor Xia se postraron de rodillas ante los soldados y les suplicaron que dejaran en libertad a mi madre. La esposa de Yu-lin afirmó posteriormente que había sido la única vez que había visto al doctor Xia realmente asustado. El anciano rogaba una y otra vez a los soldados: «Es mi hijita. Por favor, creedme, ella no lo hizo…»
Los soldados se quedaron con el oro y dejaron libre a mi madre, pero a punta de bayoneta obligaron a todos los presentes a entrar en dos habitaciones y los dejaron allí encerrados, para evitar, según dijeron, que pudiesen enviar más señales al enemigo. Dentro de las habitaciones reinaba una oscuridad total, y la atmósfera era sobrecogedora. Sin embargo, mi madre no tardó en advertir que el bombardeo amainaba. Los sonidos procedentes del exterior cambiaron. Mezcladas con el silbido de las balas se oían las explosiones de las granadas de mano y el entrechocar de las bayonetas. Algunas voces gritaban: «¡Deponed las armas y os perdonaremos la vida!» Podían escucharse escalofriantes alaridos y gritos de ira y de dolor. A continuación, los gritos y los disparos fueron acercándose cada vez más y mi madre oyó el sonido de las botas sobre los adoquines a medida que los soldados del Kuomintang corrían calle abajo.
Por fin, el alboroto amainó un poco y los Xia pudieron oír golpes sobre la puerta lateral de la casa. El doctor Xia se acercó cautelosamente a la puerta de la habitación y la abrió poco a poco: los soldados del Kuomintang se habían marchado. A continuación, se acercó a la puerta lateral y preguntó quién llamaba. Una voz respondió: «El Ejército popular. Hemos venido a liberaros.» El doctor Xia abrió la puerta y entraron rápidamente varios hombres vestidos con uniformes viejos y deformados. A pesar de la oscuridad, mi madre vio que llevaban toallas blancas arrolladas alrededor de la manga izquierda como si se tratara de brazaletes y que mantenían sus armas preparadas para atacar y con las bayonetas caladas. «No tengáis miedo -dijeron-. No os haremos daño. Somos vuestro Ejército. El Ejército del pueblo.» Dijeron que querrían registrar la casa en busca de soldados del Kuomintang. Aunque hablaban educadamente, no cabía considerarlo como una simple petición. No obstante, no estropearon nada, ni pidieron comida ni robaron. Tras el registro, se despidieron cortésmente de la familia y se marcharon.
En realidad, hasta que los soldados entraron en la casa nadie se había dado cuenta de que los comunistas habían efectivamente tomado la ciudad. Mi madre no cabía en sí de júbilo. Esta vez no se sintió defraudada por los uniformes desgarrados y polvorientos de los soldados comunistas.
Las personas que se habían refugiado en casa de los Xia se mostraban ansiosas por retornar a sus hogares para comprobar si éstos habían sido dañados o saqueados. De hecho, una de las casas había quedado destruida por una explosión, y una mujer embarazada que había logrado quedarse en ella había resultado muerta.
Poco después de que se marcharan los vecinos se oyó una nueva llamada en la puerta lateral. Mi madre acudió a abrir: frente a ella se agrupaban media docena de aterrorizados soldados del Kuomintang. Su aspecto era lamentable, y sus ojos mostraban una mirada enloquecida por el miedo. Se arrodillaron para saludar al doctor Xia y a mi abuela con un largo kowtow y suplicaron que se les proporcionaran ropas civiles. Los Xia se compadecieron de ellos y les entregaron algunas prendas viejas que ellos se apresuraron a ponerse sobre los uniformes antes de partir.
Al despuntar el alba, la esposa de Yu-lin abrió la puerta principal. Frente a ella podían verse varios cadáveres tendidos. Dejó escapar un grito de terror y corrió de nuevo al interior de la casa. Mi madre oyó su grito y salió a ver qué pasaba. Había cadáveres por toda la calle. A muchos de ellos les faltaban las cabezas y las extremidades; otros, mostraban las entrañas desparramadas por el suelo. Algunos no eran más que amasijos sanguinolentos. De los postes del telégrafo colgaban brazos, piernas y trozos de carne humana. Las alcantarillas abiertas aparecían atascadas por una mezcla de aguas rojizas, escombros y despojos humanos.
La batalla de Jinzhou había sido colosal. El ataque final había durado treinta y una horas y en muchos aspectos había representado un hito decisivo en el curso de la guerra. Murieron veinte mil soldados del Kuomintang y otros ochenta mil fueron capturados. Cayeron prisioneros no menos de dieciocho generales, entre ellos el comandante supremo de las Fuerzas Armadas de Jinzhou -general Fan Han-jie- quien había intentado escapar disfrazado de civil. Mientras los prisioneros de guerra desfilaban por las calles camino de los campos de internamiento, mi madre vio a una amiga suya que avanzaba en compañía de su esposo, oficial del Kuomintang. Ambos caminaban envueltos en mantas para defenderse del frío de la mañana.
Era costumbre de los comunistas no ejecutar a aquellos que rindieran sus armas, así como tratar bien a los prisioneros. Con ello lograban ganarse las simpatías de los soldados rasos, muchos de los cuales procedían de humildes familias campesinas. Los comunistas no mantenían campos de prisioneros. Tan sólo conservaban a los oficiales de rango medio y alto y dispersaban al resto casi inmediatamente. Solían celebrar reuniones para los soldados en los que éstos eran invitados a «descargar su amargura» y a hablar acerca de sus duras condiciones de vida como campesinos desprovistos de tierra. La revolución, decían los comunistas, se hallaba centrada sobre un único objetivo: proporcionarles tierras. A los soldados se les enfrentaba con una elección: podían regresar a sus hogares, en cuyo caso se les proporcionaba el billete necesario, o podían permanecer con los comunistas para acabar con el Kuomintang y evitar que nadie pudiera jamás volver a arrebatarles sus tierras. La mayor parte optaban por quedarse y unirse al Ejército comunista. Algunos, claro está, se enfrentaban a la imposibilidad física de regresar a sus casas mientras continuara la guerra. Mao había aprendido de los antiguos manuales bélicos chinos que el modo más efectivo de conquistar a las personas consistía en conquistar sus corazones y sus mentes. Así, la política seguida frente a los prisioneros demostró ser enormemente eficaz. Especialmente a partir de la toma de Jinzhou, eran cada vez más los soldados del Kuomintang que, sencillamente, se dejaban capturar. Durante la guerra civil, más de un millón setecientos cincuenta mil soldados del Kuomintang se rindieron para pasarse al bando comunista. Durante el último año de la guerra civil, las bajas en combate apenas representaban el veinte por ciento del número total de tropas perdidas por el Kuomintang.
Uno de los oficiales de mayor rango capturados tenía a su hija consigo cuando le detuvieron. La muchacha se encontraba en avanzado estado de gestación. El oficial preguntó al comandante de las tropas comunistas si podía quedarse en Jinzhou con ella. Éste respondió que no convenía que un padre ayudara a su hija a dar a luz, y que en su lugar enviaría a una camarada femenina para que la asistiera. El oficial del Kuomintang pensó que tan sólo decía aquello para quitárselo de encima, pero posteriormente supo que su hija había sido muy bien tratada, y que la camarada femenina no había sido otra que la propia esposa del comandante comunista.