La política de trato a los prisioneros representaba una intrincada combinación de cálculo político y consideraciones humanitarias, y ello constituía uno de los factores cruciales de la victoria comunista. Su objetivo no consistía simplemente en aplastar al ejército enemigo sino, a ser posible, lograr asimismo su desintegración. En la derrota del Kuomintang la desmoralización tuvo tanta importancia como las propias armas.
Tras la batalla, la prioridad fundamental consistía en labores de recogida y limpieza, lo que en gran parte era llevado a cabo por los soldados comunistas. Los habitantes se mostraban también ansiosos por ayudar, ya que querían deshacerse de los cuerpos y escombros que rodeaban sus casas lo antes posible. Durante días, podían verse largos convoyes de carromatos cargados de cadáveres y enormes colas de personas cargadas al hombro con cestas que serpenteaban hacia el exterior de la ciudad. A medida que fue posible ir de un lado a otro de nuevo, mi madre descubrió que muchas de las personas que antes conocía habían muerto, algunas como consecuencia de impactos directos; otras, sepultadas bajo los escombros al derrumbarse sus hogares.
La mañana siguiente al fin del asedio, los comunistas colgaron carteles en los que solicitaban de la población que reanudara su vida normal lo más rápidamente posible. El doctor Xia colgó su placa alegremente decorada para indicar que su farmacia volvía a estar abierta. Posteriormente, las autoridades comunistas le comunicaron que había sido el primer médico en hacer tal cosa. La mayor parte de los comercios reabrieron el 20 de octubre a pesar de que las calles aún no habían sido despojadas por completo de cadáveres. Dos días después, los colegios reabrieron sus puertas y las oficinas reanudaron su horario normal de apertura.
El problema más inmediato era la comida. El nuevo gobierno exhortaba a los campesinos a acudir a la ciudad para vender sus productos, y para animarlos fijó los precios al doble de lo que alcanzaban en el campo. El precio del sorgo cayó rápidamente: de cien millones de dólares del Kuomintang por libra a dos mil doscientos dólares. Cualquier trabajador ordinario podía comprar cuatro libras de sorgo con lo que ganaba en un día. El temor a la hambruna se desvaneció. Los comunistas entregaron cupos de ayuda de grano, sal y carbón a los pobres. El Kuomintang jamás había hecho nada parecido, y la población se sintió considerablemente impresionada.
Otra cosa que estimuló la buena voluntad de la población fue la disciplina de los soldados comunistas. No sólo no se producían saqueos ni violaciones, sino que muchos hacían incluso más de lo debido por mostrar una conducta ejemplar, lo que contrastaba poderosamente con el comportamiento de las tropas del Kuomintang.
La ciudad, sobrevolada a menudo por amenazadores aviones norteamericanos, permaneció en estado de máxima alerta. El 23 de octubre, una considerable fuerza del Kuomintang intentó sin éxito retomar Jinzhou con un movimiento de pinza realizado desde Huludao y el Nordeste. Tras la pérdida de Jinzhou, los grandes ejércitos situados en torno a Mudken y Changchun no tardaron en desmembrarse o rendirse, y para el 2 de noviembre toda Manchuria se hallaba ya en poder de los comunistas.
Los comunistas demostraron ser enormemente eficaces en lo que se refería a restaurar el orden y poner de nuevo en marcha la economía. Los bancos de Jinzhou reabrieron sus puertas el 3 de diciembre, y el suministro eléctrico se reanudó al día siguiente. El 29 de diciembre se publicó un comunicado que anunciaba un nuevo sistema de administración urbana por el que se formarían comités de residentes en lugar de los antiguos comités de vecindad. Dichos comités habían de convertirse en una institución clave del sistema comunista de administración y control. Al día siguiente se restableció el suministro de agua corriente y el día 31 la estación de ferrocarril reanudó su servicio.
Los comunistas lograron incluso detener la inflación, y fijaron una tasa de cambio favorable para convertir el dinero del Kuomintang, desprovisto de todo valor, en dinero comunista de la «Gran Muralla».
Desde el momento en que llegaron las fuerzas comunistas, mi madre había anhelado dedicarse a trabajar para la revolución. Se sentía fuertemente comprometida con la causa comunista, y tras algunos días de impaciente espera recibió la visita de un representante del Partido que le fijó una cita para ver al encargado del trabajo juvenil en Jinzhou, un tal camarada Wang Yu.
6. «Hablando de amor»
Mi madre partió para visitar al camarada Wang un templado día de otoño, la mejor época del año en Jinzhou. El calor del verano había desaparecido, y el aire se había vuelto más fresco, pero el tiempo aún era lo bastante cálido como para vestir ropa de verano. Felizmente, el viento y el polvo que asolaban la población durante gran parte del año brillaban por su ausencia.
Llevaba una amplia túnica tradicional de color azul claro y una blanca bufanda de seda, y acababa de cortarse el pelo según la nueva moda revolucionaria. Al entrar en el patio del nuevo cuartel general del Gobierno provincial vio a un hombre que, situado bajo un árbol y de espaldas a ella, procedía a cepillarse los dientes junto al borde de un macizo de flores. Mi madre esperó a que terminara, y cuando alzó la cabeza vio que tendría poco menos de treinta años, facciones muy oscuras y unos ojos grandes y melancólicos. Bajo su viejo uniforme se adivinaba que era delgado, y creyó calcular en él una estatura ligeramente inferior a la suya. Todo su aspecto tenía algo de soñador. Mi madre pensó que parecía un poeta. «Camarada Wang, soy Xia De-hong, de la Asociación de Estudiantes -dijo-. He venido para informarle de nuestras actividades.»
«Wang» era el nom de guerre delhombre que había de ser mi padre. Había entrado en Jinzhou con las fuerzas comunistas unos pocos días antes. Desde finales de 1945, había sido uno de los dirigentes de la guerrilla local y ahora era jefe del secretariado y miembro del comité del Partido Comunista que gobernaba Jinzhou. Muy pronto había de ser nombrado jefe del Departamento de Asuntos Públicos de la ciudad, organismo que se ocupaba de la educación, el nivel de alfabetización, la salud, la prensa, los espectáculos, los deportes, la juventud y los sondeos de opinión pública. Se trataba de un puesto importante.
Había nacido en 1921 en Yibin, en la provincia sudoeste de Sichuan, situada a unos dos mil kilómetros de Jinzhou. Yibin, que entonces tenía una población de aproximadamente treinta mil habitantes, se encuentra allí donde el río Min se une al río de las Arenas Doradas para formar el Yangtzé, el río más largo de China. La zona que circunda Yibin es una de las más fértiles de Sichuan, y se conoce como el Granero del Cielo. El cálido y nebuloso clima de la región la convierte en el lugar ideal para el cultivo del té. Gran parte del té negro que hoy se consume en Gran Bretaña proviene de allí.
Mi padre fue el séptimo de una familia de nueve hermanos. Su padre había trabajado como aprendiz de un fabricante de tejidos desde los doce años de edad. Cuando alcanzó la edad adulta, él y su hermano -quien también trabajaba en la misma fábrica- decidieron abrir su propio negocio. Al cabo de unos años, comenzaron a prosperar y pudieron comprar una buena casa.
Su antiguo patrono, sin embargo, sentía celos de su éxito y les puso un pleito, acusándolos de haberle robado dinero para montar su negocio. El juicio duró siete años, y los hermanos se vieron obligados a gastar todos sus recursos en su propia defensa. Todos cuantos se hallaban relacionados con el tribunal les extorsionaban, y la codicia de los funcionarios parecía insaciable. Mi abuelo fue enviado a prisión. El único modo en que su hermano podía sacarle de la cárcel era convenciendo a su antiguo patrono de que retirara los cargos. Para ello tenía que conseguir mil monedas de plata. Aquello terminó de destruirles, y mi tío abuelo murió poco después, a la edad de treinta y cuatro años, víctima de la fatiga y la preocupación.