Los comunistas pusieron en práctica la reforma agraria, confiscando las tierras que hasta entonces habían pertenecido a un pequeño número de terratenientes y redistribuyéndola equitativamente entre los campesinos. En el Poblado de las Seis Haciendas, los campesinos se negaron al principio a aceptar las tierras de Jin Ting-quan, incluso a pesar del hecho de que éste había sido arrestado. Aunque permanecía bajo custodia, continuaban inclinándose y humillándose ante él. Mi padre visitó a numerosas familias campesinas y, poco a poco, fue conociendo la horrible verdad acerca de Jin. El Gobierno de Chaoyang lo sentenció a morir ante el pelotón de fusilamiento, pero la familia del hombre que había sido quemado vivo decidió -con el apoyo de las familias de otras víctimas- darle muerte del mismo modo. Cuando las llamas comenzaron a lamer su piel, Jin apretó los dientes y no profirió ni siquiera un gemido hasta que el fuego le rodeó el corazón. Los funcionarios comunistas enviados para llevar a cabo la ejecución no impidieron aquel linchamiento por parte de los campesinos. Aunque los comunistas se oponían a la tortura en teoría y por principio, los funcionarios habían recibido instrucciones de no intervenir si los campesinos querían desahogar su ira en actos arrebatados de venganza.
Las personas como Jin no sólo habían sido ricos terratenientes, sino que habían ejercido deliberadamente un poder absoluto y arbitrario sobre las vidas de los habitantes locales. Recibían el nombre de e-ba («déspotas feroces»).
En algunas zonas, las masacres afectaron incluso a los señores corrientes, a quienes se conocía como «piedras», esto es, obstáculos para la revolución. La política frente a los «piedras» era la siguiente: «En caso de duda, mátalos.» Mi padre no estaba de acuerdo con ello, y dijo a sus subordinados y a quienes acudían a los mítines que tan sólo debían ser condenados a muerte aquellos que incuestionablemente tuvieran las manos manchadas de sangre. En los informes que enviaba a sus superiores afirmaba repetidamente que el Partido debía ser cuidadoso con las vidas humanas, y que un exceso de ejecuciones no haría más que perjudicar a la revolución. Fue en parte la actitud de muchos como mi padre lo que obligó al Partido a promulgar en 1948 urgentes instrucciones destinadas a detener los excesos de violencia.
Durante todo aquel tiempo, las fuerzas del Ejército comunista no dejaban de acercarse. A comienzos de 1948, las guerrillas de mi padre se unieron al Ejército regular, y éste fue puesto a cargo de un sistema de obtención de información que había de abarcar la zona de Jinz-hou-Huludao; su labor consistía en vigilar el despliegue de las fuerzas del Kuomintang e informarse de su situación en lo que a alimentos se refería. Gran parte de dicha información procedía de agentes emplazados en el interior del Kuomintang, entre ellos Yu-wu. Fue a través de aquellos informes como mi padre oyó hablar de mi madre por primera vez.
El delgado hombrecillo de expresión soñadora que mi madre vio aquella mañana de octubre cepillándose los dientes en el patio era célebre entre sus compañeros por su pulcritud. Se cepillaba los dientes todos los días, lo que constituía una novedad para el resto de los guerrilleros y campesinos que habitaban en los poblados en los que había luchado. A diferencia de los demás, que se limitaban a soplar por la nariz sobre el suelo, él se servía de un pañuelo que lavaba siempre que podía. Nunca mojaba su toalla facial en el lavabo público como el resto de los soldados, ya que las enfermedades oculares se hallaban sumamente extendidas. Era también conocido como una persona culta y aficionada a la lectura, y siempre, incluso en acción, solía llevar consigo algunos volúmenes de poesía clásica.
Cuando vio por primera vez los carteles de se busca y oyó a sus parientes hablar acerca de aquel peligroso «bandido», mi madre advirtió que no sólo le temían, sino que también le admiraban, y al verle por primera vez no se sintió en absoluto decepcionada por el hecho de que el legendario guerrillero no tuviera un aspecto batallador en absoluto.
Mi padre también había oído hablar del valor de mi madre, así como del hecho -completamente fuera de lo común- de que ya con diecisiete años tuviera a hombres a sus órdenes. Una mujer emancipada y admirable, había pensado, aunque también él se la había imaginado como un feroz dragón. Para su gran alegría, encontró que era hermosa y femenina, diríase que incluso coqueta. Hablaba con suavidad, persuasión y -cosa rara en China- precisión. Para él, aquello representaba una cualidad extraordinariamente importante, ya que detestaba el lenguaje habitual, florido, indolente y vago.
Mi madre observó que le gustaba reír, y que tenía los dientes blancos y relucientes a diferencia de la mayor parte de los otros guerrilleros, quienes mostraban una dentadura oscura y carcomida. También se sintió atraída por su conversación. Aquel muchacho se le antojó una persona culta e ilustrada: desde luego, no la clase de joven que confundiría a Flaubert con Maupassant.
Cuando mi madre le dijo que estaba allí para realizar un informe de su sindicato de estudiantes, él le preguntó qué libros estaban leyendo éstos. Mi madre le entregó una lista y le preguntó si querría acudir a darles algunas conferencias sobre filosofía e historia marxistas. Él aceptó, y le preguntó cuántas personas había en su facultad, a lo que ella respondió sin titubear con la cifra exacta. A continuación, mi padre le preguntó qué proporción del alumnado apoyaba a los comunistas; una vez más, ella respondió con un cálculo preciso.
Unos días más tarde, el joven se presentó dispuesto a comenzar su ciclo de conferencias. Asimismo, ofreció a los estudiantes un recorrido de la obra de Mao y explicó algunas de sus teorías básicas. Era un excelente orador, y las muchachas -mi madre incluida- estaban deslumbradas.
Un día, comunicó a los estudiantes que el Partido estaba organizando un viaje a Harbin, la capital temporal de los comunistas, situada en el norte de Manchuria. Harbin había sido construida en gran parte por los rusos, y se conocía como el París de Oriente debido a sus anchos bulevares, sus edificios ornamentales, sus elegantes tiendas y sus cafés de estilo europeo. El viaje se presentaba como un recorrido turístico, pero su motivo real era que el Partido temía que el Kuomintang intentara reconquistar Jinzhou y querían sacar de la ciudad a los profesores y estudiantes procomunistas -así como a las élites profesionales, tales como los médicos- en previsión de que lo lograran. Sin embargo, no querían confesarlo para no alarmar a la población. Mi madre y cierto número de amigos suyos formaban parte del grupo de ciento setenta personas que resultó por fin elegido.
A finales de noviembre, mi madre partió en tren hacia el Norte en un estado de enorme excitación. Fue en Harbin, cubierta de nieve, salpicada de románticos edificios antiguos e inundada de una atmósfera rusa meditativa y poética, donde mis padres se enamoraron. Mi padre escribió allí algunos hermosos poemas para mi madre. No sólo estaban compuestos en un estilo clásico y elegante -lo que ya de por sí poseía un mérito considerable- sino que a través de ellos pudo mi madre descubrir que se trataba también de un buen calígrafo, lo que aún elevó más su estima hacia él.
La víspera de Año Nuevo, mi padre invitó a mi madre y a una amiga común a sus apartamentos. Estaba alojado en un hotel ruso que parecía sacado de un cuento de hadas, ya que estaba dotado de un tejado de dos aguas de vivos colores y tenía los bordes de las ventanas y la terraza adornados con un delicado enlucido. Al entrar, mi madre se encontró frente a una botella que descansaba sobre una mesita rococó. La etiqueta aparecía escrita en caracteres extranjeros: Champagne. En realidad, mi padre nunca había bebido champán anteriormente; tan sólo había leído acerca de él en libros de autores extranjeros.