Al llegar el día indicado, mi madre recogió su colchoneta y su ropa y se dispuso a trasladarse a los apartamentos de mi padre. Vestía su túnica blanca favorita y una bufanda blanca de seda. Mi abuela estaba horrorizada. Resultaba del todo inusitado que una novia fuera caminando hasta la casa del novio. El hombre tenía que enviarle una silla de manos. El hecho de trasladarse a pie constituía un símbolo de que la mujer no tenía valor alguno para el hombre y que éste no la deseaba en realidad. «¿A quién le preocupan hoy esas tonterías?», dijo mi madre mientras ataba su colchoneta. Pero mi abuela se mostró aún más espantada ante la idea de que su hija no fuera a gozar de una magnífica boda tradicional. Desde el momento en que las niñas nacían, las madres comenzaban a guardar cosas para su ajuar. De acuerdo con la costumbre, el de mi madre incluía una docena de edredones forrados de satén, almohadones con patos mandarines bordados a mano, cortinas y un dosel decorado con el que cubrir una cama de cuatro columnas. Mi madre, sin embargo, consideraba las ceremonias tradicionales actos anticuados e innecesarios. Tanto ella como mi padre preferían evitar tal tipo de rituales, ya que pensaban que nada tenían que ver con sus sentimientos. El amor era lo único que importaba a aquellos dos revolucionarios.
Mi madre se trasladó a pie hasta la vivienda de mi padre llevando consigo su colchoneta. Éste, como todos los funcionarios, vivía en el mismo edificio en el que trabajaba, que en su caso era el del Comité Ciudadano del Partido. Los empleados vivían en hileras de bungalows dotados de puertas correderas y distribuidos en torno a un enorme patio. Al anochecer, cuando mi madre se encontraba arrodillada para quitarle las zapatillas a mi padre, llamaron con los nudillos a la puerta. Al abrirla vieron a un hombre que portaba un mensaje para mi padre del Comité Provincial del Partido. En él se decía que aún no podían contraer matrimonio. Tan sólo la fuerza con que apretó los labios dejó traslucir lo desdichada que se sintió mi madre al oír aquello. Se limitó a inclinar la cabeza, recogió su colchoneta en silencio y partió con un sencillo «Hasta luego». No hubo lágrimas ni escenas… ni tan siquiera muestras visibles de cólera. Aquel momento quedó grabado de un modo indeleble en la mente de mi padre. Cuando yo era niña, solía decirme: «Debías haber visto la elegancia de tu madre -y, a continuación-: ¡Cómo han cambiado los tiempos! ¡Tú no eres como tu madre! Tú no harías algo así: ¡arrodillarte para descalzar a un hombre!»
La causa del retraso había sido que el Comité Provincial sospechaba de mi madre a causa de sus conexiones familiares. La interrogaron a fondo acerca de cómo su familia había llegado a entrar en contacto con el servicio de inteligencia del Kuomintang. Le dijeron que tenía que ser completamente sincera, como si estuviera prestando declaración ante un tribunal.
Hubo de explicar por qué algunos oficiales del Kuomintang habían pretendido su mano, así como el motivo de su amistad con tantos miembros de la Liga Juvenil del Kuomintang. Señaló que sus amigos eran las personas más antijaponesas y con mayor conciencia social que conocía, y que cuando el Kuomintang había llegado a Jinzhou en 1945 lo habían contemplado como el Gobierno de China. Ella misma podría haberse unido a ellos, pero a los catorce años de edad era aún demasiado joven. De hecho, además, la mayor parte de sus amigos no habían tardado en pasarse a los comunistas.
El Partido se mostraba dividido: el Comité Ciudadano mantenía la opinión de que los amigos de mi madre habían actuado por motivos patrióticos; algunos de los líderes provinciales, sin embargo, contemplaban todo aquello con franca sospecha. Se solicitó a mi madre que «trazara una línea de separación» entre ella y sus amigos. «Trazar una línea» entre las personas constituía un mecanismo clave introducido por los comunistas para incrementar el abismo que existía entre aquellos que estaban «dentro» y los que se habían quedado «fuera». Nada -ni siquiera las relaciones personales- se dejaba al azar, ni se permitía tampoco que nada tuviera un proceso fluido. Si quería casarse, tendría que dejar de ver a sus amigos.
Sin embargo, lo más doloroso para mi madre era lo que le estaba ocurriendo a Hui-ge, el joven coronel del Kuomintang. Tan pronto como concluyó el asedio, y superado ya el regocijo inicial por la victoria de los comunistas, la primera inquietud de mi madre había sido comprobar si Hui-ge seguía bien. Atravesó corriendo las calles empapadas en sangre hasta llegar a la mansión de los Ji, pero allí no encontró nada: ni calle, ni casas… tan sólo un gigantesco montón de escombros. Hui-ge había desaparecido.
En primavera, cuando se disponía a contraer matrimonio, descubrió que estaba vivo, y que permanecía prisionero… en Jinzhou. Durante el asedio se las había arreglado para huir hacia el Sur, y había llegado hasta Tianjin; sin embargo, cuando los comunistas tomaron Tianjin en enero de 1949 había sido recapturado y devuelto a Jinzhou.
Hui-ge no estaba considerado como un prisionero de guerra corriente. La influencia de su familia en Jinzhou lo incluía en la categoría de «serpientes en sus antiguas guaridas», nombre por el que se designaba a los personajes más poderosos de cada localidad. Estas personas resultaban especialmente peligrosas para los comunistas debido a que suscitaban una gran lealtad de la población local, por lo que sus inclinaciones anticomunistas suponían una amenaza para el nuevo régimen.
Mi madre confiaba en que Hui-ge sería bien tratado tan pronto se supiera lo que había hecho, y comenzó inmediatamente a interceder por él. De acuerdo con el procedimiento habitual, la primera persona con quien debía hablar era con su jefe inmediato dentro de la unidad a la que pertenecía -esto es, la Federación de Mujeres- quien, a su vez, había de trasladar la petición a una autoridad superior. Mi madre ignoraba quién tendría la última palabra. Acudió a Yu-wu -quien no sólo conocía su contacto con Hui-ge sino que, de hecho, lo había ordenado- y le rogó que intercediera por el coronel. Yu-wu redactó un informe describiendo las actividades de Hui-ge, pero añadió que quizá había obrado por amor hacia mi madre, y que quizá ni siquiera llegara a ser consciente de que estaba ayudando a los comunistas, cegado, como estaba, por el amor.
Mi madre acudió a otro líder clandestino que sabía lo que había hecho el coronel. También él se negó a asegurar que Hui-ge hubiera estado colaborando con los comunistas. De hecho, rehusó mencionar en absoluto el papel del coronel en el proceso de transmisión de información a los comunistas con objeto de poder acaparar él todo el mérito. Mi madre dijo que el coronel y ella no habían estado enamorados, pero no podía probarlo. Citó las solicitudes y promesas veladas que había habido entre ellos, pero las autoridades se limitaron a contemplarlas como pruebas de que el coronel estaba intentando hacerse con un «seguro de vida», actitud ante la que el Partido se mostraba especialmente severo.
Todo aquello tenía lugar en la época en que mi madre y mi padre se preparaban para contraer matrimonio, y el episodio arrojó cierta sombra sobre su relación. No obstante, mi padre comprendía el dilema de mi madre, y pensaba que Hui-ge debía recibir un trato justo. En este sentido, no permitió que el hecho de que mi abuela hubiera preferido al coronel como yerno influyera en su juicio.