Cuando concluía su período de vigilancia formal se unían a gente como Yu-lin en una categoría menos rígida de vigilancia discreta. Una de sus formas más comunes era el sandwich, esto es, mantenerse bajo la estrecha vigilancia de dos vecinos específicamente encargados de ello, lo que también se conocía como «sandwich de pan rojo y relleno negro». Evidentemente, no sólo dichos vecinos sino también cualquier otro podía -y debía- informar del poco fiable «negro» a través de los comités de residentes. La «justicia popular» era absolutamente hermética, a la vez que un instrumento fundamental de gobierno dado que situaba a numerosos ciudadanos en colaboración activa con el Estado.
Zhu-ge, el oficial de inteligencia de docto aspecto que se había casado con la señorita Tanaka, fue condenado a trabajos forzados de por vida y exiliado a una remota zona fronteriza (posteriormente habría de ser liberado junto con varios antiguos funcionarios del Kuomintang gracias a la amnistía de 1959). Su esposa fue devuelta a Japón. Al igual que en la Unión Soviética, casi todos los condenados a prisión no iban a la cárcel, sino a campos de trabajo en los que a menudo se realizaban labores peligrosas o se trabajaba en zonas altamente polucionadas.
Algunos importantes personajes del Kuomintang, entre los que se incluían funcionarios del servicio de inteligencia, escaparon al castigo. El supervisor académico de la facultad de mi madre había sido secretario de distrito del Kuomintang, pero existían pruebas de que había contribuido a salvar la vida de numerosos comunistas y simpatizantes (incluida mi madre) por lo que su caso fue pasado por alto.
La directora y dos profesoras, quienes habían trabajado para los servicios de inteligencia, lograron ocultarse y terminaron por huir a Taiwan. Lo mismo hizo Yao-han, el supervisor político responsable de la detención de mi madre.
Los comunistas perdonaron también la vida a altos picatostes tales como el «último emperador» -Pu Yi- y algunos generales de elevado rango… porque les resultaban útiles. La política declarada de Mao era: «Matamos a los pequeños Chiang Kai-sheks. No matamos a los grandes Chiang Kai-sheks.» Mantener vivo a Pu Yi, razonaba, sería «bien recibido en el extranjero». Nadie podía oponerse abiertamente a tal política, pero en privado era motivo de gran descontento.
Para la familia de mi madre, aquélla fue una época de enorme ansiedad. Su tío Yu-lin y su tía Lan, el destino de la cual se hallaba inexorablemente ligado al de su marido, Lealtad, sufrían un completo ostracismo y se encontraban en un agudo estado de incertidumbre acerca de su futuro. La Federación de Mujeres ordenaba a mi madre escribir una autocrítica tras otra, ya que su dolor indicaba que tenía «cierta debilidad por el Kuomintang».
Fue también objeto de murmuraciones por visitar a un prisionero, Hui-ge, sin obtener la autorización previa de la Federación. Nadie le había dicho que debía hacerlo. La Federación dijo que no se le habían puesto obstáculos anteriormente porque preferían mostrar cierta consideración con aquellos para quienes «la revolución era algo nuevo»; por ello, estaban esperando para comprobar el tiempo que tardaba en alcanzar su propio sentido de la disciplina y solicitar instrucciones del Partido. «¿Pero para qué cosas debo pedir permiso?», preguntó. «Para todo», fue la respuesta. La necesidad de obtener autorización para ese «todo» no especificado había de convertirse en un elemento fundamental del régimen comunista. Asimismo, significaba que la gente aprendía a no tomar iniciativa alguna por sí misma.
Mi madre se vio aislada y rechazada dentro de aquella Federación que era todo su mundo. Se rumoreaba que había sido utilizada por Hui-ge para obtener su ayuda en la preparación de un regreso del Kuomintang. «En vaya lío se ha metido -exclamaban las mujeres-, y todo por haber sido “ligera”. ¡Eso viene de tener tantas relaciones con los hombres! ¡Y qué hombres!» Mi madre se sentía rodeada de dedos acusadores. Sentía que aquellos que se suponía eran sus camaradas en un nuevo y glorioso movimiento de liberación se dedicaban a poner en tela de juicio su carácter y su dedicación, una dedicación por la que había arriesgado la vida. Fue criticada incluso por haber abandonado la reunión de la Federación de Mujeres para casarse: un pecado denominado «anteponer el amor». Mi madre dijo que el jefe de la ciudad le había permitido ausentarse. La presidenta repuso: «Pero tú tenías que haber mostrado una actitud correcta dando preferencia a la reunión.»
Con apenas dieciocho años, mi madre, recién casada y hasta entonces llena de esperanza por una nueva vida, se sentía miserablemente confusa y aislada. Siempre había confiado en su propio sentido del bien y del mal, pero de pronto su instinto parecía entrar en conflicto con las posturas de su causa, y menudo con el juicio de su marido, al que amaba. Por primera vez, comenzó a dudar de sí misma.
No culpaba de nada al Partido ni a la revolución. Tampoco podía culpar a las mujeres de la Federación debido a que eran sus camaradas y parecían ser la voz del Partido. Así, descargó su resentimiento sobre mi padre. Sentía que su lealtad básica no era hacia ella, y que siempre parecía ponerse de acuerdo con sus camaradas en su contra. Entendía que acaso para él fuera difícil manifestarle su apoyo en público, pero al menos lo quería en privado… y no lo conseguía. Desde el comienzo de su matrimonio, hubo entre mis padres una diferencia fundamental. La devoción de mi padre al comunismo era absoluta: sentía que debía hablar el mismo lenguaje en privado que en público, incluso frente a su esposa. Mi madre era mucho más flexible. Su entrega se veía atenuada tanto por la razón como por la emoción. Mi madre reservaba un espacio para la vida privada; mi padre, no.
Comenzó a encontrar Jinzhou insoportable, y dijo a mi padre que quería marcharse de allí cuanto antes. Él se mostró de acuerdo, a pesar de que se encontraba a punto de recibir un ascenso. Solicitó un traslado del Comité Ciudadano del Partido, aduciendo como motivo que quería regresar a su población natal, Yibin. Los miembros del Comité se mostraron sorprendidos, ya que eso era precisamente lo que acababa de decirles que no quería hacer. A lo largo de la historia china, había sido norma establecida que los funcionarios fueran destinados en poblaciones situadas lejos de sus ciudades natales para evitar problemas de nepotismo.
Durante el verano de 1949, los comunistas avanzaban en dirección Sur a un ritmo imparable: habían capturado la capital de Chiang Kai-shek, Nanjing, y su inminente llegada a Sichuan parecía cosa segura. La experiencia adquirida en Manchuria les había demostrado que necesitaban desesperadamente contar con administradores locales… y leales.
El Partido aprobó el traslado de mi padre. Dos meses después de su boda -y menos de un año después de la Liberación – se veían desplazados de la ciudad de residencia de mi madre por las murmuraciones y el desprecio.
La alegría de mi madre ante la Liberación se había tornado en una angustiosa melancolía. Bajo el Kuomintang, había podido descargar sutensión por medio de la acción, y estaba convencida de estar haciendo lo correcto, lo que le proporcionaba valor. Ahora sentía constantemente que estaba equivocada. Cuando intentaba comentarlo con mi padre, éste le decía que la transformación de una persona en comunista constituía un proceso laborioso. Así debía ser.
7. «Atravesando los cinco desfiladeros»
Justamente antes de su partida de Jinzhou, a mi madre le fue concedido el ingreso provisional en el Partido gracias al alcalde en funciones quien, dotado de mayor autoridad que la Federación de Mujeres, argumentó que la necesitaba debido a que iba a trasladarse a otro lugar. Aquella decisión significaba que podría convertirse en miembro propiamente dicho al cabo de un año si se consideraba que se había mostrado digna de ello.