Soportando un dolor enloquecedor, caminó de regreso hasta los barracones. Todo le daba vueltas. Tan sólo veía una enorme oscuridad tachonada de brillantes estrellas, y le pareció que caminaba a través de algodón en rama. No podía distinguir el camino, y perdió la cuenta del tiempo que llevaba caminando. Cuando llegó a los barracones, los encontró desiertos. Menos los guardias, todo el mundo se había marchado a la ópera. Se las ingenió para meterse en la cama. Observó que tenía los pantalones empapados de sangre. Tan pronto como apoyó la cabeza sobre la cama, se desmayó. Había perdido su primer hijo, y no había nadie junto a ella.
Mi padre regresó poco después. Dado que iba en coche, llegó antes que la mayoría. Se encontró a mi madre derrumbada sobre la cama. Al principio, pensó que tan sólo estaba agotada. Sin embargo, al ver la sangre advirtió que se hallaba inconsciente. Salió corriendo en busca de un médico, quien dictaminó que había sufrido un aborto. Siendo como era un médico militar, carecía de experiencia al respecto, por lo que telefoneó a un hospital de la ciudad y pidió que enviaran una ambulancia. El hospital accedió, pero con la condición de que los gastos de ambulancia y operación les fueran abonados en dólares de plata. Aunque no tenía dinero propio, mi padre aceptó sin titubear. El hecho de «estar en la revolución» le proporcionaba a uno automáticamente derecho a un seguro médico.
Mi madre no había muerto por muy poco. Hubieron de hacerle una transfusión de sangre y un raspado de útero. Cuando abrió los ojos tras la operación, vio a mi padre sentado junto a la cama. Lo primero que le dijo al verle fue: «Quiero el divorcio.» Mi padre se disculpó profusamente. No había sospechado que pudiera estar embarazada (de hecho, ella tampoco). Mi madre sabía que no había tenido la menstruación, pero lo había atribuido a la fatiga de aquella marcha incansable. Mi padre le dijo que hasta entonces había ignorado qué era un aborto. Prometió ser mucho más considerado en el futuro y, una y otra vez, le aseguró que la amaba y que enmendaría su conducta.
Mientras mi madre estaba en coma, se había encargado de lavar sus ropas empapadas en sangre, lo que resultaba sumamente desacostumbrado en un chino. Al final, mi madre accedió a no pedir el divorcio, pero dijo que quería regresar a Manchuria para continuar sus estudios de medicina. Dijo a mi padre que ella nunca podría satisfacer a la revolución por mucho que lo intentara: lo único que lograba obtener eran críticas. «Será mejor que me marche», dijo. «¡No debes hacer eso! -repuso mi padre con ansiedad-. Lo interpretarán como una señal de que huyes de las calamidades y las privaciones. Te considerarán una desertora y no tendrás futuro alguno. Incluso si la universidad te acepta, nunca podrás conseguir un buen trabajo. Te verás discriminada durante el resto de tu vida.» Mi madre no era aún consciente de que existía una obligatoriedad inquebrantable de fidelidad al sistema debido a que, como todo, se trataba de una ley no escrita. Sin embargo, captó el tono de ansiedad de su voz. Una vez que te habías unido a la revolución ya nunca podías abandonarla.
Continuaba en el hospital cuando, el 1 de octubre, se les dijo a ella y a sus camaradas que permanecieran atentos y a la espera de una transmisión especial que sería reproducida a través de altavoces instalados al efecto alrededor del hospital. Todos se reunieron para escuchar cómo Mao proclamaba la fundación de la República Popular desde la Puerta de la Paz Celeste de Pekín. Mi madre lloró como una niña. La China con la que había soñado, por la que había luchado y en cuyo advenimiento había confiado había llegado por fin, pensó: un país al que podía entregarse en cuerpo y alma. Mientras escuchaba la voz de Mao anunciando que «el pueblo chino se ha alzado», se reprendió a sí misma por haber vacilado. Sus sufrimientos eran triviales comparados con la grandiosa causa de la salvación de China. Sintiéndose profundamente orgullosa y henchida de entusiasmo nacionalista, se juró a sí misma no apartarse jamás de la revolución. Cuando concluyó la breve proclama de Mao, ella y sus camaradas rompieron en vítores y arrojaron sus gorras al aire, gesto este último que los comunistas chinos habían aprendido de los rusos. Por fin, tras enjugarse las lágrimas, celebraron todos un pequeño festejo.
Pocos días antes de sufrir el aborto, mis padres se fotografiaron juntos formalmente por primera vez. En la imagen resultante aparecen ambos vestidos con uniforme del Ejército y contemplando la cámara con aire pensativo y melancólico. La fotografía fue tomada para conmemorar su entrada en la antigua capital del Kuomintang, y mi madre se apresuró a enviar una copia a la abuela.
El 3 de octubre, la unidad de mi padre recibió la orden de traslado. Las fuerzas comunistas se acercaban a Sichuan. Mi madre aún tenía que permanecer otro mes en el hospital y, posteriormente, se le permitió recuperarse en una magnífica mansión que había pertenecido a H. H. Kung, el principal financiero del Kuomintang y cuñado de Chiang Kai-shek. Cierto día, se comunicó a su unidad que habían de trabajar como extras en un documental sobre la liberación de Nanjing. Se les proporcionaron ropas civiles y aparecieron vestidos como ciudadanos corrientes que daban la bienvenida a los comunistas. Aquella reconstrucción, no del todo inexacta, fue proyectada en toda China en calidad de «documental», lo que en el futuro habría de constituir una práctica habitual.
Mi madre permaneció en Nanjing durante casi dos meses más. De vez en cuando le llegaba un telegrama o un fajo de cartas de mi padre. Le escribía todos los días, y enviaba las misivas cada vez que encontraba una oficina de correos en funcionamiento. En todas ellas le decía lo mucho que la amaba, prometía una vez más enmendarse e insistía en que no debía regresar a Jinzhou y abandonar la revolución.
Hacia finales de diciembre, se le dijo a mi madre que había sitio para ella en un vapor que partiría con otras personas que también habían quedado atrás por motivos de salud. Debían reunirse en el muelle a la caída de la noche, ya que los bombardeos del Kuomintang hacían demasiado peligrosa la travesía durante el día. El muelle estaba cubierto por una fría capa de niebla. Las pocas luces con que contaba habían sido apagadas como medida de precaución contra los bombardeos. Un gélido viento del Norte impulsaba ráfagas de nieve a través del río. Mi madre tuvo que esperar durante horas, pataleando furiosamente con sus pies entumecidos y apenas abrigados por unos delgados zapatos de algodón conocidos con el nombre de «zapatos de la liberación» y adornados en ocasiones con consignas tales como «Derrotemos a Chiang Kai-shek» y «Defendamos nuestra tierra» pintados en las suelas.
El vapor les transportó hacia el Oeste a lo largo del Yangtzé. Durante los primeros trescientos kilómetros aproximadamente -hasta la población de Anqing-, sólo se desplazaba durante la noche, deteniéndose durante el día y echando amarras entre las cañas de la margen norte del río para ocultarse de los aviones del Kuomintang. La embarcación transportaba un contingente de soldados que instalaron baterías de ametralladoras en cubierta, así como gran cantidad de equipo militar y municiones. De vez en cuando se producían escaramuzas con fuerzas del Kuomintang y patrullas de los terratenientes. Un día, mientras se deslizaban al interior de los cañaverales para echar amarras y pasar el día, fueron sorprendidos por un nutrido tiroteo y algunas tropas del Kuomintang intentaron abordar el barco. Mi madre se ocultó con el resto de las mujeres bajo cubierta mientras los guardias rechazaban el ataque. A continuación, el vapor hubo de zarpar de nuevo y anclar algo más arriba.
Cuando llegaron a las gargantas del Yangtzé, allí donde comienza Sichuan y el río se estrecha peligrosamente, tuvieron que trasladarse a dos embarcaciones más pequeñas procedentes de Chongqing. La carga militar y algunos de los guardias fueron transferidos a una de las embarcaciones, y el resto del grupo ocupó la segunda.