Cuando mi madre entró en el salón con mi padre vio a su suegra sentada en el extremo más alejado de la estancia sobre un severo sillón de madera de padauk tallada. Numerosas sillas talladas de padauk se alineaban formando dos hileras hasta donde ella se encontraba. Entre cada dos de ellas había una pequeña mesa que sostenía un jarrón u otra clase de ornamento. Mientras avanzaba por el pasillo central, mi madre advirtió que su suegra mostraba una expresión sumamente apacible, y que sus rasgos se caracterizaban por pómulos prominentes (heredados por mi padre), ojos pequeños, barbilla afilada y labios delgados y ligeramente curvados hacia abajo en los extremos. Era una mujer diminuta, y sus ojos parecían constantemente semicerrados, como si se hallara sumida en la meditación. Mi madre se acercó lentamente a ella en compañía de mi padre y se detuvo frente a su silla. A continuación, se arrodilló e hizo tres kowtows. De acuerdo con el ritual tradicional, se trataba del procedimiento correcto, pero todos se habían preguntado si la joven comunista lo realizaría. La estancia se llenó de suspiros de alivio. Los primos y hermanas de mi padre susurraban a su madre, ahora evidentemente satisfecha: «¡Qué nuera tan encantadora! ¡Tan gentil, tan bonita y tan respetuosa! ¡Madre, eres realmente una mujer afortunada!»
Mi madre se sentía considerablemente orgullosa de su pequeña conquista. Ella y mi padre habían estado un rato discutiendo acerca del mejor procedimiento. Los comunistas habían anunciado que iban a abolir la costumbre del kowtow, que consideraban un insulto a la dignidad humana, pero mi madre prefirió hacer una excepción para aquella ocasión. Mi padre se mostró de acuerdo con ella. No quería herir a su madre ni ofender a su esposa (y mucho menos después del aborto); por otra parte, aquel kowtow era distinto. Se hallaba destinado a proporcionar una imagen positiva de los comunistas. Sin embargo, él no lo realizaría, a pesar de que se suponía que también debía hacerlo.
Todas las mujeres de la familia de mi padre eran budistas, y una de sus hermanas, llamada Jun-ying y aún soltera, era especialmente devota. Llevó a mi madre a postrarse en kowtow frente a una estatua de Buda, a los santuarios de los antepasados familiares expuestos durante el Año Nuevo chino e incluso a los bosquecillos de ciruelos y bambúes del jardín trasero. Mi tía Jun-ying creía que cada flor y cada árbol poseían su propio espíritu. Solía pedir a mi madre que hiciera el kowtow doce veces frente a los bambúes para implorarles que no florecieran, fenómeno que los chinos consideraban un augurio catastrófico. A mi madre todo aquello le divertía considerablemente. Le recordaba su niñez y le proporcionaba la ocasión de desatar sus propios impulsos infantiles. Mi padre no lo aprobaba, pero ella le tranquilizó diciendo que no era más que una actuación destinada a mejorar una vez más la imagen de los comunistas. El Kuomintang había anunciado que los comunistas abolirían todas las costumbres tradicionales, y mi madre afirmó que era importante que la gente se diera cuenta de que no sucedía así.
La familia de mi padre se comportó muy amablemente con mi madre. A pesar de su formalidad inicial, mi abuela era una mujer de trato sumamente agradable. Rara vez emitía algún juicio, y nunca se mostraba crítica con los demás. Las redondas facciones de la tía Jun-ying aparecían señaladas por marcas de viruela, pero sus ojos eran tan dulces que cualquiera podía advertir que se trataba de una mujer bondadosa con la que uno podía sentirse tranquilo y a salvo. Mi madre no pudo evitar el comparar a sus nuevos parientes políticos con su propia madre. Si bien no exudaban la energía y vivacidad que se advertían en ésta, su cortesía y serenidad lograban que mi madre se sintiera por completo en casa. La tía Jun-ying cocinaba deliciosos platos de cocina sichuanesa repletos de especias y completamente distintos de la insípida comida de las regiones del Norte. Dichos platos poseían nombres exóticos que encantaban a mi madre: «La lucha entre el tigre y el dragón», «Pollo a la concubina imperial», «Pato picante en salsa», «Dorados pollitos que graznan al amanecer»… Mi madre acudía a la casa con frecuencia, y solía comer con la familia mientras contemplaba por la ventana el huerto de ciruelos, almendros y melocotoneros que en primavera se extendían como un océano de flores blancas y rosadas. Entre las mujeres de la familia Chang encontró una atmósfera cálida y afectuosa que le hacía sentirse profundamente apreciada.
Mi madre no tardó en obtener un puesto en el Departamento de Asuntos Públicos del Gobierno del condado de Yibin. Pasaba muy poco tiempo en la oficina. La principal prioridad consistía en alimentar a la población, lo que comenzaba a resultar difícil.
El Sudoeste se había convertido en el último baluarte del Gobierno del Kuomintang, y un cuarto de millón de soldados habían quedado abandonados en Sichuan al huir Chiang Kai-shek a Taiwan en diciembre de 1949. Por si fuera poco, Sichuan era uno de los pocos lugares en los que los chinos no habían ocupado la campiña antes de conquistar las ciudades. Numerosas unidades del Kuomintang, desorganizadas pero a menudo bien armadas, controlaban aún gran parte del territorio del sur de Sichuan, y la mayor parte de los alimentos disponibles se hallaban en manos de terratenientes simpatizantes del Kuomintang. Los comunistas necesitaban urgentemente suministros con que alimentar a las ciudades, así como a sus propias fuerzas y a las numerosas tropas del Kuomintang que iban rindiéndose.
Al principio, intentaron enviar emisarios para comprar comida. Muchos de los principales terratenientes habían contado tradicionalmente con sus propios ejércitos privados, que ahora se unían a las bandas de soldados del Kuomintang. Pocos días después de que mi madre llegara a Yibin, dichas fuerzas desencadenaron un alzamiento en gran escala al sur de Sichuan. Yibin se enfrentaba a la amenaza del hambre.
Los comunistas comenzaron a enviar grupos de funcionarios escoltados por guardias armados para recolectar alimentos. Prácticamente la totalidad de la población se vio movilizada. Las oficinas del Gobierno estaban vacías. De todo el funcionariado del Gobierno del condado de Yibin, tan sólo quedaron atrás dos mujeres: una era la recepcionista, y la otra acababa de tener unriiño.
Mi madre participó en numerosas de aquellas expediciones, que solían durar varios días. En su unidad había trece personas: siete civiles y seis soldados. El equipo de mi madre consistía en una colchoneta, un saco de arroz y un pesado paraguas construido con un lienzo pintado con aceite de t'ung [6]todo lo cual debía transportar a sus espaldas. El equipo debía caminar durante días a través de una campiña agreste atravesando lo que los chinos llaman «rastros de intestino de oveja», esto es, estrechos y traicioneros senderos de montaña que se curvaban en torno a profundas gargantas y precipicios. Cuando llegaban a un poblado, acudían al cuchitril más miserable e intentaban establecer una relación con los misérrimos campesinos, diciéndoles que los comunistas proporcionarían a la gente como ellos una tierra propia y una existencia feliz. A continuación, les preguntaban qué terratenientes tenían reservas de arroz. La mayoría de los campesinos habían heredado un miedo y una suspicacia tradicionales frente a cualquier tipo de autoridad. Muchos de ellos apenas habían oído hablar vagamente de los comunistas, y todo cuanto había llegado a sus oídos era negativo; mi madre, no obstante, había transformado rápidamente su dialecto del Norte en acento local y se mostraba particularmente comunicativa y convincente. La explicación de las nuevas políticas demostró ser su especialidad. Si el equipo lograba obtener información respecto a los terratenientes, acudía a ellos e intentaba persuadirles para que vendieran sus productos en puntos designados en los que se les pagaría contra la entrega de la mercancía. Algunos, asustados, cedían sin demasiada dificultad. Otros, sin embargo, informaban a las bandas armadas de la ruta que seguía el equipo. Mi madre y sus camaradas fueron tiroteados con frecuencia, y pasaban las noches a la defensiva. En ocasiones, tenían que trasladarse de un lugar a otro para evitar los ataques.