Desde el punto de vista local, se trataba de una casa lujosa, muy superior a la de sus padres, pero mi abuela se sentía sola y desdichada. Contaba con varios sirvientes, entre ellos un portero, un cocinero y dos doncellas. Su tarea no consistía tan sólo en servir, sino también en hacer las veces de guardianes y espías. El portero tenía instrucciones de no permitir la salida de mi abuela bajo ninguna circunstancia. Antes de su partida, y a modo de advertencia, el general Xue relató a mi abuela una historia referente a otra de sus concubinas. Tras descubrir que había mantenido una aventura con uno de los sirvientes masculinos, la había atado a la cama y le había introducido un trapo en la boca. A continuación, había hecho verter alcohol sobre el tejido, hasta que asfixió lentamente a la mujer. «Claro está, no podía concederle el placer de una muerte rápida. El acto más vil que puede cometer una mujer es traicionar a su marido», había dicho. En lo que se refería a cuestiones de infidelidad, un hombre como el general Xue sentiría mucho más odio por la mujer que por el hombre. «En cuanto a su amante, me limité a mandarlo fusilar», añadió en tono indiferente. Mi abuela nunca supo si todo aquello había sucedido realmente o no, pero a sus quince años de edad quedó inevitablemente petrificada al oírlo.
A partir de aquel momento, vivió en un estado constante de temor. Dado que apenas salía, se vio obligada a crearse un mundo propio entre aquellas cuatro paredes. Pero ni siquiera allí se sentía dueña de su propia casa, y había de dedicar largos ratos a halagar a sus sirvientes para evitar que inventaran historias acerca de ella (algo tan corriente que se consideraba casi inevitable). Les hacía numerosos presentes, y organizaba asimismo partidas de mah-jongg, ya que al ganador le correspondía siempre entregar una generosa propina a la servidumbre.
Nunca careció de dinero. El general Xue le enviaba una pensión fija que le era entregada mensualmente por el director de su casa de empeños, quien también se encargaba de los recibos de sus pérdidas en las partidas de mah-jongg.
La celebración de partidas de mah-jongg formaba parte habitual de la vida de las concubinas chinas, al igual que lo era fumar opio, una droga siempre disponible y considerada un medio de mantener satisfechas a las personas en su situación: drogadas… y dependientes. En su intento por luchar contra la soledad, muchas concubinas se convertían en adictas. El general Xue animó a mi abuela a desarrollar el hábito, pero ésta hizo caso omiso de sus recomendaciones.
Prácticamente las únicas veces que se le permitía salir de casa era cuando iba a la ópera. Aparte de eso, se veía obligada a permanecer todos los días sentada en casa, de la mañana a la noche. Leía mucho, especialmente obras de teatro y novelas, y cuidaba sus flores favoritas -balsamina, hibisco, dondiego y rosas de Sharon- en tiestos que conservaba en el patio, donde también cultivaba bonsáis. Su otro consuelo dentro de aquella jaula de oro era un gato que poseía.
Se le permitía visitar a sus padres, pero incluso eso era contemplado con malos ojos, y no podía quedarse a pasar la noche con ellos. Aunque se trataba de las únicas personas con las que podía hablar, visitarles se convirtió para ella en una pesadilla. Su padre había sido ascendido a jefe adjunto de la policía local por su relación con el general Xue, lo que le había permitido adquirir tierras y propiedades. Cada vez que mi abuela abría la boca para decir lo desdichada que era, su padre respondía con un sermón en el que afirmaba que una mujer virtuosa debería suprimir sus emociones y no desear nada que rebasara las obligaciones que debía a su esposo. El hecho de que le echara de menos era bueno, pues era virtuoso, pero las mujeres no debían protestar. De hecho, una mujer como es debido no debía tener siquiera puntos de vista propios; y si los tenía, desde luego no debía ser tan osada como para hablar de ellos. Solía citar un viejo dicho chino: «Si estás casada con un pollo, obedece al pollo; si estás casada con un perro, obedece al perro.»
Transcurrieron seis años. Al principio se cruzaron unas pocas cartas; luego, silencio total. Incapaz de eliminar su energía y su frustración sexual, imposibilitada siquiera de caminar a grandes zancadas debido a sus pies vendados, mi abuela se veía limitada a recorrer la casa a pasitos. Al principio, depositó todas sus esperanzas en recibir algún mensaje, a la vez que repasaba mentalmente una y otra vez su breve vida con el general. Llegó incluso a recordar con nostalgia la sumisión física y psicológica que sufría junto a él. Le echaba mucho de menos, a pesar de que sabía que no era sino una más de tantas de sus concubinas que salpicaban el territorio chino y de que nunca había alimentado la idea de pasar el resto de su vida con él. Incluso así, le añoraba, ya que representaba su única posibilidad de poder llevar una vida digna de ese nombre.
Sin embargo, a medida que las semanas se convertían en meses, y los meses en años, su nostalgia fue amortiguándose. Llegó a darse cuenta de que, para él, ella no era sino un juguete que podía coger y soltar según le apeteciera. Ya no tenía nada sobre lo que enfocar su inquietud, ahora permanentemente oprimida por una especie de camisa de fuerza. Las ocasiones en que lograba estirar sus extremidades se sentía tan agitada que no sabía qué hacer consigo misma. Algunas veces, llegaba a desplomarse inconsciente sobre el suelo. Habría de sufrir episodios similares durante el resto de su vida.
Por fin, un día, seis años después de haberle visto salir por la puerta como si tal cosa, apareció su «esposo». El reencuentro fue muy distinto de lo que había soñado al comienzo de su separación. Entonces, en sus fantasías, había planeado entregarse total y apasionadamente a él, pero ahora apenas lograba despertar en sí misma una reservada conciencia de su deber. Por otra parte, le angustiaba la idea de haber podido ofender a alguno de los sirvientes o de que éstos inventaran historias destinadas a congraciarse con el general y destrozar su vida. Pero todo transcurrió apaciblemente. El general, quien ya había superado la cincuentena, parecía haberse suavizado, y su aspecto ya no era tan majestuoso como antes. Tal y como mi abuela esperaba, en ningún momento mencionó dónde había estado, el motivo por el que había partido tan abruptamente ni por qué había vuelto, y ella no se lo preguntó. Aparte del hecho de que no deseaba recibir una reprimenda por mostrarse demasiado curiosa, lo cierto era que no le importaba.
De hecho, durante todo este tiempo el general no se había alejado mucho. Había llevado la vida tranquila propia de un rico dignatario retirado, dividiendo su tiempo entre su casa de Tianjin y su residencia campestre, situada en las proximidades de Lulong. El mundo en el que había prosperado se estaba convirtiendo en algo perteneciente al pasado. Los jefes militares se habían derrumbado junto con su sistema feudal, y la mayor parte de China se hallaba controlada por una única fuerza -el Kuomintang, o Ejército nacionalista- liderado por Chiang Kai-shek. Con objeto de señalar la ruptura con el caótico pasado de la nación y a la vez proporcionar la apariencia de estabilidad y de nuevo comienzo, el Kuomintang trasladó la capital desde Pekín («Capital Septentrional») a Nanjing («Capital Meridional»). En 1928, el cacique de Manchuria, Chang Tso-lin, conocido como el Viejo Mariscal, fue asesinado por los japoneses, quienes mostraban una actividad creciente en la zona. El hijo del Viejo Mariscal, Chang Hsueh-liang (conocido como el Joven Mariscal), se alió con el Kuomintang y unió formalmente a Manchuria con el resto de China. Sin embargo, el Gobierno del Kuomintang nunca llegó a establecerse de un modo real en aquella región.