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Sin embargo, los Xia no podían evitar oír rumores acerca de las fechorías de los japoneses. Numerosos pueblos de las vastas llanuras de Manchuria eran incendiados, y los habitantes que sobrevivían eran encerrados en «aldeas estratégicas». Más de cinco millones de personas -aproximadamente una sexta parte de la población- perdieron sus hogares, y decenas de miles murieron. Los obreros eran explotados hasta la muerte en las minas japonesas para extraer materiales que luego se exportaban a Japón, ya que Manchuria era especialmente rica en recursos naturales. En numerosos casos, eran desabastecidos de sal, por lo que carecían de suficiente energía para huir.

Durante largo tiempo, el doctor Xia había argumentado que el Emperador no estaba informado de las vilezas que se cometían debido a que se hallaba prácticamente prisionero de los japoneses. Sin embargo, cuando Pu Yi dejó de referirse a Japón como «nuestro país vecino y amigo» para otorgarle el tratamiento de «país hermano mayor» y, por fin, de «país progenitor», el doctor Xia descargó el puño sobre la mesa y dijo que era un «cobarde y un fatuo». Incluso entonces, afirmaba que no estaba seguro del nivel de responsabilidad que había de atribuirse al Emperador por todas aquellas atrocidades. Hasta que, un día, dos sucesos traumáticos vinieron a modificar el mundo de los Xia.

Un día de finales de 1941, el doctor Xia estaba en su consulta cuando un hombre al que jamás había visto entró en la habitación. Iba vestido con harapos, y su escuálido cuerpo aparecía casi doblado en dos. El hombre explicó que era un culi [5] empleado en el ferrocarril, y que llevaba algún tiempo sufriendo espantosos dolores de estómago. Su labor consistía en transportar pesadas cargas desde el amanecer hasta el anochecer durante los trescientos sesenta y cinco días del año. No sabía si lograría continuar así, pero lo cierto era que si perdía su trabajo no podría sacar adelante a su esposa y a su hijo recién nacido.

El doctor Xia le dijo que su estómago era incapaz de digerir los ásperos alimentos que ingería. El 1 de junio de 1939, el Gobierno había anunciado que a partir de entonces el arroz quedaba reservado para los japoneses y un pequeño número de colaboradores. La mayor parte de la población local había pues de subsistir con una dieta de bellotas y sorgo, sumamente difíciles de digerir. El doctor Xia le proporcionó gratuitamente un medicamento y ordenó a mi madre que le diera una pequeña bolsa de arroz que había adquirido ilegalmente en el mercado negro.

Poco después, el doctor Xia supo que el hombre había muerto en un campo de trabajos forzados. Tras abandonar la consulta, había consumido el arroz, había regresado a las obras del ferrocarril y lo había vomitado durante el trabajo. Un guardia japonés había observado la presencia de granos de arroz en el vómito y el hombre había sido detenido como «delincuente económico» y enviado a un campo de detención. Dado su estado de debilidad, tan sólo había podido sobrevivir unos pocos días. Al saber la noticia de su muerte, su esposa había decidido ahogarse junto con el pequeño.

Aquel incidente sumió al doctor Xia y a mi abuela en una profunda amargura. Ambos se sentían responsables de la muerte del hombre. El doctor Xia repetía con frecuencia «¡El arroz no sólo puede salvar vidas, sino también matar! ¡Tres vidas por un pequeño saco!». Comenzó a referirse a Pu Yi como «ese tirano».

Poco después, la familia se vio sacudida más de cerca por una nueva tragedia. El hijo menor del doctor Xia trabajaba en Yixian como maestro de escuela. Al igual que en todas las escuelas de Manchukuo, en el despacho del director colgaba un gran retrato de Pu Yi ante el que todo el mundo debía saludar al penetrar en la estancia. Un día, el hijo del doctor Xia olvidó saludar ante el retrato de Pu Yi. El director le gritó que se inclinara inmediatamente y le abofeteó en el rostro con tal violencia que le hizo perder el equilibrio. El hijo del doctor Xia montó en cólera:

– ¿Es que tengo que inclinarme todos los días? ¿Acaso no puedo permanecer en pie un instante? Ya lo había saludado durante la reunión de la mañana…

El director le abofeteó de nuevo y gritó:

– ¡Es tu Emperador! ¡Todos los manchúes necesitáis aún aprender los modales más elementales!

El hijo del doctor Xia vociferó:

– ¡Qué dice usted, si eso no es más que un trozo de papel!

En ese instante, otros dos maestros, ambos oriundos del lugar, entraron e impidieron que dijera nada que pudiera incriminarle aún más. Por fin, logró dominarse e incluso realizó una especie de reverencia ante el retrato.

Aquella tarde, recibió la visita de un amigo, quien le reveló que corría el rumor de que había sido tachado de «delincuente de pensamiento», delito que a la sazón se castigaba con penas de prisión, e incluso con la muerte. El hijo del doctor Xia huyó, y su familia jamás volvió a saber nada de él. Lo más probable es que fuera capturado y que muriera en prisión o en un campo de trabajo. El doctor nunca logró recuperarse de aquel disgusto, que le convirtió en enemigo acérrimo de Manchukuo y de Pu Yi.

Pero la historia no terminó ahí. Debido al «crimen» cometido por su hermano, los matones locales comenzaron a acosar a De-gui, el único hijo del doctor Xia que aún vivía. Le exigían dinero a cambio de protección y le acusaban de haber incumplido su deber como hermano mayor. De-gui les pagó, pero con ello sólo consiguió que le exigieran aún más. Por fin, hubo de vender la farmacia y abandonar Yixian para trasladarse a Mukden, donde abrió un nuevo local.

Para entonces, el éxito del doctor Xia aumentaba por momentos. No sólo trataba a los locales, sino también a los japoneses. A veces, después de reconocer a un alto cargo japonés o a un colaborador, decía «Ojalá se muriera», pero su postura personal jamás modificaba su actitud profesional. «Un paciente es un ser humano -solía decir-. Eso es lo único que un médico debe tener siempre presente. N.o debe importarnos qué clase de ser humano sea.»

Entretanto, mi abuela se había llevado a su madre a vivir con ella a Jinzhou. Cuando abandonó la casa familiar para contraer matrimonio con el doctor Xia, mi bisabuela se había quedado sola con su esposo -quien continuaba despreciándola- y con las dos concubinas mongolas, que la odiaban. Comenzó a sospechar que estas últimas intentaban envenenarla a ella y a su hijo pequeño, Yu-lin. Para comer, utilizaba siempre palillos de plata, ya que los chinos viven en la creencia de que este metal se ennegrece al contacto con el veneno, y jamás probaba sus alimentos -ni permitía que Yu-lin lo hiciera- si el perro no los había probado previamente. Un día, poco después de la partida de mi abuela, el perro cayó muerto. Por primera vez en su vida, sostuvo una fuerte discusión con su marido y, con el apoyo de su suegra, la anciana señora Yang se trasladó junto con Yu-lin a una casa de alquiler. La vieja señora Yang se hallaba tan disgustada con su hijo que partió junto a ellas y no volvió a verle hasta que éste la visitó en su lecho de muerte.

Durante los tres primeros años, el señor Yang les envió a regañadientes una pensión mensual. A comienzos de 1939, sin embargo, el dinero dejó de llegar, y el doctor Xia y mi abuela hubieron de encargarse de alimentar a los tres. En aquellos días no existía un sistema legal como es debido ni, en consecuencia, leyes de contribución para el sostenimiento de la familia, por lo que toda esposa se encontraba enteramente a merced de su marido. Al morir la anciana señora Yang en 1942, mi bisabuela y Yu-lin se trasladaron a Jinzhou para vivir en la casa del doctor Xia. Mi bisabuela se consideraba a sí misma -al igual que a su hijo- una ciudadana de segunda clase destinada a vivir de la caridad. Pasaba el tiempo lavando la ropa de la familia y limpiando obsesivamente el hogar, a la vez que se mostraba exageradamente obsequiosa con su hija y con el doctor Xia. Era una piadosa budista, e incluía en sus oraciones diarias a Buda el ruego de que no la reencarnara en una mujer. «Permíteme que me convierta en un perro o un gato, pero no en una mujer», murmuraba constantemente mientras paseaba por la casa deshaciéndose en excusas a cada paso.

Mi abuela también había traído a Jinzhou a su hermana Lan, a quien quería entrañablemente. Lan se había casado con un ciudadano de Yixian que resultó ser homosexual y que la había ofrecido como presente a un rico tío suyo para el que trabajaba, dueño de una fábrica de aceites vegetales. El tío ya había violado a varios miembros femeninos de la familia, incluyendo a su joven nieta. Dada su condición de cabeza de familia, y dado el inmenso poder que ejercía sobre todos sus miembros, Lan no osaba contradecirle. Sin embargo, cuando su esposo se ofreció para entregarla al socio comercial de su tío, se negó en redondo. Mi abuela tuvo que pagar al marido para que la repudiara (xiu), dado que las mujeres no podían pedir el divorcio. Por fin, mi abuela la llevó a Jinzhou, donde contrajo matrimonio con un hombre llamado Pei-o.

Pei-o era uno de los guardianes de la prisión, y la pareja visitaba con frecuencia a mi abuela. Las historias que relataba Pei-o hacían que a mi madre se le pusieran los pelos de punta. La prisión estaba atestada de prisioneros políticos. Pei-o solía contarles cuan valientes eran, y cómo maldecían a los japoneses, incluso mientras éstos les torturaban. La tortura era una práctica habitual, y los prisioneros no recibían tratamiento médico alguno. Sencillamente, se les abandonaba hasta que sus heridas sanaban o se pudrían.

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[5] Culis (coolies): En diversos países de Oriente, trabajadores o criados indígenas. (N. del T.)