En Jinzhou se estacionaron unos mil soldados soviéticos. A su llegada, la gente se mostraba agradecida por la ayuda que les habían prestado para librarse de los japoneses, pero los rusos trajeron consigo nuevos problemas. Las escuelas habían cerrado con motivo de la rendición de Japón, por lo que mi madre recibía clases particulares. Un día, cuando regresaba a casa desde el domicilio de su tutor, vio un camión estacionado junto a la carretera: junto a él se veían unos cuantos soldados rusos que ofrecían hatillos hechos con tela. Los tejidos habían sufrido un racionamiento estricto bajo los japoneses. Mi madre se acercó para echar un vistazo, y comprobó que las telas procedían de la fábrica en la que había trabajado durante la escuela primaria. Los rusos se dedicaban a cambiarlas por relojes de pared o de pulsera y por chucherías. Mi madre recordó que en algún lugar de la casa había un antiguo reloj enterrado en el fondo de un armario. Regresó corriendo y lo localizó. A pesar de la contrariedad que le había producido descubrir que no funcionaba, los soldados rusos se mostraron encantados y le entregaron a cambio una pieza de tela blanca estampada con un delicado dibujo de flores rosadas. Durante la cena, todos los miembros de la familia sacudieron la cabeza con asombro ante aquellos extraños forasteros que tanto apreciaban la posesión de viejos relojes inútiles y otras baratijas.
Los rusos no sólo se dedicaban a la distribución de bienes procedentes de las fábricas, sino también al desmantelamiento de factorías enteras, incluidas las dos refinerías de petróleo de Jinzhou, cuyos equipos enviaban a la Unión Soviética. Calificaban aquel proceso de «reparaciones de guerra», pero para los habitantes locales equivalía al derrumbamiento total de su industria.
Los soldados rusos irrumpían en las casas de la gente y sencillamente se apropiaban de todo aquello que les gustaba, y en especial de relojes y vestidos. Por Jinzhou se extendieron como la pólvora historias que relataban violaciones de mujeres chinas por parte de los rusos. Muchas de ellas se ocultaron por temor a sus «libertadores» y, muy pronto, la ciudad hervía de cólera y ansiedad.
La casa de los Xia se alzaba fuera de los muros de la ciudad, y se hallaba pobremente protegida. Una amiga de mi madre se ofreció para prestarles una casa situada en el interior del recinto y rodeada por altos muros de piedra. La familia se trasladó inmediatamente, llevándose consigo a la maestra japonesa amiga de mi madre. La mudanza tuvo como consecuencia que mi madre tenía que recorrer diariamente una distancia mucho mayor hasta el domicilio de su tutor: casi treinta minutos de caminata. El doctor Xia insistió en llevarla por la mañana y recogerla por la tarde, pero mi madre no quería obligarle a caminar tan lejos, por lo que recorría parte del trayecto por sí sola y se encontraba con él a mitad de camino. Un día, un jeep cargado de soldados rusos que reían a carcajadas se detuvo no lejos de ella y sus ocupantes saltaron del vehículo y echaron a correr en su dirección. Mi madre corrió tan velozmente como pudo, perseguida por los rusos. Tras unos cuantos cientos de metros, distinguió a lo lejos la silueta de su padrastro agitando el bastón. Los rusos se hallaban ya muy cerca de ella, y mi madre decidió internarse en una guardería infantil desierta que conocía bien y cuyo interior era como un laberinto. Permaneció allí oculta durante más de una hora y, por fin, huyó por la puerta trasera y llegó a casa sana y salva. El doctor Xia había visto cómo los rusos entraban en el edificio en persecución de mi madre pero al poco rato, y con inmenso alivio, los había visto salir de nuevo, evidentemente desorientados por la distribución del interior.
Al cabo de poco más de una semana después de la llegada de los rusos, el jefe del comité vecinal ordenó a mi madre que asistiera a una de sus reuniones, la cual tendría lugar a la tarde siguiente. Cuando llegó allí, vio a un grupo de chinos desharrapados que, acompañados por algunas mujeres, disertaban acerca de la lucha que habían sostenido durante ocho años para derrotar a los japoneses y lograr que los ciudadanos corrientes gobernaran por fin China. Eran los comunistas: los comunistas chinos. Habían llegado a la ciudad el día anterior sin anuncio previo y sin causar estrépito alguno. Las mujeres comunistas que asistían a la reunión iban ataviadas con vestiduras informes exactamente iguales a las de los hombres. Mi madre pensó para sí misma: ¿Cómo podéis vanagloriaros de haber vencido a los japoneses? Ni siquiera tenéis ropas o armas decentes. Para ella, los comunistas mostraban un aspecto aún más pobre y desastrado que los pordioseros.
Se sintió desilusionada, porque los había imaginado altos, fuertes y sobrehumanos. Su tío Pei-o -el guardián de prisiones- y Dong, el verdugo, le habían dicho que los prisioneros comunistas eran los más valerosos: «Son los que tienen los huesos más fuertes -solía decir su tío-. Cantan, gritan consignas y maldicen a los japoneses hasta el último instante antes de morir estrangulados», decía Dong.
Los comunistas instalaron carteles en los que se exhortaba a la población a mantener el orden y comenzaron a arrestar a colaboracionistas y ciudadanos que habían trabajado para las fuerzas de seguridad japonesas. Entre los detenidos figuraba Yang, el padre de mi abuela, quien aún era jefe adjunto de la policía de Yixian. Lo encarcelaron en su propia prisión y su superior, el jefe de policía, fue ejecutado. Los comunistas no tardaron en restaurar el orden y en poner la economía nuevamente en marcha. La situación del suministro de alimentos, antes desesperada, mejoró sensiblemente. El doctor Xia pronto pudo comenzar a visitar de nuevo a sus pacientes, y la escuela de mi madre abrió otra vez sus puertas.
Los comunistas se alojaban en los hogares de la población local. Parecían honrados y sencillos, y solían charlar con las familias: «Nos faltan ciudadanos educados -solían decirle a uno de los amigos de mi madre-. Únete a nosotros. Te nombraremos jefe de condado.»
Necesitaban reclutar gente. Tras la rendición japonesa, tanto los comunistas como el Kuomintang habían intentado ocupar la mayor cantidad de territorio posible, pero el Kuomintang disponía de un ejército mucho mayor, a la vez que mejor equipado. Ambos bandos maniobraban para consolidar sus posiciones antes de reanudar la guerra civil, parcialmente suspendida durante los ocho años anteriores para sostener la lucha contra los japoneses. De hecho, ya se habían desencadenado las hostilidades entre ellos. Manchuria constituía un campo de batalla fundamental debido a sus recursos económicos. Dada su proximidad al territorio, las fuerzas comunistas habían sido las primeras en ocupar Manchuria, y casi sin ayuda por parte de las tropas rusas. Sin embargo, los norteamericanos procuraban promover la consolidación de Chiang Kai-shek en la zona enviando decenas de miles de soldados del Kuomintang al norte del país. En un momento dado, los norteamericanos intentaron desembarcar parte de dichas tropas en Huludao, un puerto situado a unos cincuenta kilómetros de Jinzhou, pero hubieron de retroceder bajo el fuego de los comunistas chinos. Las fuerzas del Kuomintang fueron obligadas a desplazarse hacia el sur de la Gran Muralla y a reanudar el trayecto hacia el Norte por tren. Los Estados Unidos les proporcionaban cobertura aérea. En total, desembarcaron en el norte de China más de cincuenta mil marines que ocuparon Pekín y Tianjin.
Los rusos reconocieron oficialmente al Kuomintang de Chiang Kai-shek como el gobierno legítimo del país. Para el 11 de noviembre, el Ejército rojo soviético había abandonado la zona de Jinzhou y había retrocedido hasta el norte de Manchuria, obedeciendo parcialmente el compromiso de Stalin de retirarse de la región a los tres meses de la victoria. Ello permitió a los chinos comunistas un control independiente de la ciudad.
Una tarde de finales de noviembre, mi madre regresaba a casa desde el instituto cuando vio numerosos soldados que recogían apresuradamente sus armas y equipos y se encaminaban hacia la puerta sur de la ciudad. Sabía que en la campiña cercana se habían desarrollado violentos combates, y adivinó que los comunistas se preparaban para marcharse.
Su retirada formaba parte de la estrategia del líder comunista Mao Zedong, según la cual no debían defenderse las ciudades -pues en dichas disputas sería el Kuomintang quien llevaría la ventaja- sino que convenía retroceder hacia las zonas rurales. «Así, rodearemos las ciudades con nuestros campos y, por fin, terminaremos conquistándolas», fue la doctrina de Mao durante aquella nueva etapa.
Al día siguiente de la retirada de los comunistas de Jinzhou, un nuevo ejército hizo su entrada en la ciudad: el cuarto en un período de otros tantos meses. En este caso, las tropas lucían uniformes limpios y contaban con relucientes armas norteamericanas. Era el Kuomintang. Los vecinos salían de sus casas y se agrupaban en las estrechas callejuelas embarradas entre aplausos y vítores. Mi madre se abrió paso hasta la cabecera de la emocionada multitud. De pronto, se sorprendió a sí misma agitando los brazos y profiriendo alegres vítores. Aquellos soldados -pensaba para sí misma- sí que tenían el aspecto de ser los vencedores de los japoneses. Regresó corriendo a casa en un estado de gran excitación, impaciente por describir a sus padres el elegante aspecto de los nuevos soldados.