Mi abuela era una belleza. Poseía un rostro ovalado de mejillas rosadas y piel brillante. Sus cabellos, largos, negros y relucientes, solían ir peinados en una espesa trenza que le llegaba a la cintura. Sabía ser recatada cuando la ocasión lo requería -esto es, la mayor parte del tiempo-, pero bajo su exterior discreto estallaba de energía contenida. Era menuda, de un metro sesenta de estatura aproximadamente; su figura era esbelta, y sus hombros suaves, lo que se consideraba un ideal de belleza.
Sin embargo, su mayor atractivo eran sus pies vendados, que en chino se denominan «lirios dorados de ocho centímetros» (san-tsun-gin-lian). Ello quería decir que caminaba «como un tierno sauce joven agitado por la brisa de primavera», cual solían decir los especialistas chinos en belleza femenina. Se suponía que la imagen de una mujer tambaleándose sobre sus pies vendados ejercía un efecto erótico sobre los hombres, debido en parte a que su vulnerabilidad producía un deseo de protección en el observador.
Los pies de mi abuela habían sido vendados cuando tenía dos años de edad. Su madre, quien también llevaba los pies vendados, comenzó por atar en torno a sus pies una cinta de tela de unos seis metros de longitud, doblándole todos los dedos -a excepción del más grueso- bajo la planta. A continuación, depositó sobre ellos una piedra de grandes dimensiones para aplastar el arco del pie. Mi abuela gritó de dolor, suplicándole que se detuviera, a lo que su madre respondió embutiéndole un trozo de tela en la boca. Tras ello, mi abuela se desmayó varias veces a causa del dolor.
El proceso duró varios años. Incluso una vez rotos los huesos, los pies tenían que ser vendados día y noche con un grueso tejido debido a que intentaban recobrar su forma original tan pronto se sentían liberados. Durante años, mi abuela vivió sometida a un dolor atroz e interminable. Cuando rogaba a su madre que la liberara de las ataduras, ésta rompía en sollozos y le explicaba que unos pies sin vendar destrozarían su vida entera y que lo hacía por su propia felicidad.
En aquellos días, cuando una muchacha contraía matrimonio, lo primero que hacía la familia del novio era examinar sus pies. Unos pies grandes y normales eran considerados motivo de vergüenza para la familia del esposo. La suegra alzaba el borde de la falda de la novia, y si los pies medían más de diez centímetros aproximadamente, lo dejaba caer con un brusco gesto de desprecio y partía, dejando a la novia expuesta a la mirada de censura de los invitados, quienes posaban la mirada en sus pies y murmuraban insultantes frases de desdén. En ocasiones, alguna madre se apiadaba de su hija y retiraba las vendas; sin embargo, cuando la muchacha crecía y se veía obligada a soportar el desprecio de la familia de su esposo y la desaprobación de la sociedad, solía reprochar a su madre el haber sido demasiado débil.
La práctica del vendaje de los pies fue introducida originariamente hace unos mil años (según se dice, por una concubina del emperador). No sólo se consideraba erótica la imagen de las mujeres cojeando sobre sus diminutos pies sino que los hombres se excitaban jugando con los mismos, permanentemente calzados con zapatos de seda bordada. Las mujeres no podían quitarse la venda ni siquiera cuando ya eran adultas, pues en tal caso sus pies no tardaban en crecer de nuevo. Los vendajes sólo podían retirarse temporalmente durante la noche, en la cama, para ser sustituidos por zapatos de suela blanda. Los hombres rara vez veían desnudos unos pies vendados, pues solían aparecer cubiertos de carne descompuesta y despedían una fuerte pestilencia. De niña, recuerdo a mi abuela constantemente dolorida. Cuando regresábamos a casa después de hacer la compra, lo primero que hacía era sumergir los pies en una palangana de agua caliente al tiempo que exhalaba un suspiro de alivio. A continuación, procedía a recortarse trozos de piel muerta. El dolor no sólo era causado por la rotura de los huesos, sino también por las uñas al incrustarse en la planta del pie.
De hecho, el vendaje de los pies de mi abuela tuvo lugar en la época en que dicha costumbre desapareció para siempre. Cuando nació su hermana, en 1917, la práctica había sido prácticamente abandonada, por lo que ésta pudo escapar al tormento.
No obstante, durante la adolescencia de mi abuela, la actitud imperante en pequeñas poblaciones como Yixian continuaba favoreciendo la idea de que unos pies vendados eran fundamentales para lograr un buen matrimonio. Pero ello no era más que el comienzo. Los planes de su padre consistían en educarla ya como una perfecta dama, ya como una cortesana de lujo. Despreciando la tradición de la época -según la cual el analfabetismo era una muestra de virtud en las mujeres de clase inferior- la envió a un colegio femenino que había sido creado en el pueblo en el año 1905. Asimismo, hubo de aprender a jugar al ajedrez chino, al mah-jongg y al go. Estudió dibujo y bordado. Su diseño favorito era el de los patos mandarines (que simbolizaban el amor debido a que siempre nadaban en parejas), y solía bordarlos en los diminutos zapatos que ella misma se fabricaba. Para rematar su lista de habilidades, se contrató a un tutor que la enseñó a tocar el qin, un instrumento musical similar a la cítara.
Mi abuela estaba considerada como la belleza de la ciudad. Sus habitantes afirmaban que destacaba «como una grulla entre las gallinas». En 1924, cumplió quince años y su padre comenzó a inquietarse, temiendo que estuviera comenzando a agotarse el plazo para capitalizar su única riqueza real y, con él, su única oportunidad de disfrutar de una vida regalada. Aquel mismo año, acudió a visitarles el general Xue Zhi-heng, inspector general de la policía metropolitana del Gobierno militar de Pekín.
Xue Zhi-heng había nacido en 1876 en el condado de Lulong, situado a unos ciento sesenta kilómetros al este de Pekín y justamente al sur de la Gran Muralla, allí donde las vastas llanuras del norte de China se funden con las montañas. Era el mayor de cuatro hermanos, hijos de un maestro rural.
Era guapo y poseía una fuerte personalidad que impresionaba a cuantos le conocían. Los numerosos ciegos adivinadores del futuro que habían palpado su rostro habían predicho que alcanzaría una posición elevada. Era un hábil calígrafo, habilidad sumamente estimada por entonces, y en 1908 un militar llamado Wang Huai-qing que se hallaba de visita en Lulong advirtió la hermosa caligrafía sobre una placa que colgaba de la verja del templo mayor y pidió que le presentaran al nombre que la había realizado. Al general le agradó Xue, quien entonces contaba treinta y dos años de edad, y le ofreció convertirse en su edecán.
Gracias a su considerable eficacia, Xue no tardó en ser ascendido a oficial de intendencia. Ello implicaba frecuentes viajes, en los que comenzó a adquirir sus propios comercios de alimentación en la zona de Lulong y en los territorios situados al otro lado de la Gran Muralla, en Manchuria. Su rápida ascensión se vio estimulada al prestar ayuda al general Wang para sofocar un alzamiento en la Mongolia interior. Al cabo de poco tiempo, había amasado una fortuna con la que se diseñó y construyó una mansión de ochenta y una habitaciones en Lulong.
Durante la década posterior a la caída del imperio, la mayor parte del país no se hallaba sometida a la autoridad de gobierno alguno. En breve, diversos militares poderosos comenzaron a luchar por el control del Gobierno central de Pekín. La facción de Xue, encabezada por un jefe militar llamado Wu Pei-fu, dominó el Gobierno nominal de Pekín a comienzos de la década de los veinte. En 1922, Xue se convirtió en inspector general de la Policía Metropolitana y en uno de los dos jefes del Departamento de Obras Públicas de Pekín. Dominaba veinte regiones situadas a ambos lados de la Gran Muralla, y tenía bajo su mando a más de diez mil policías de caballería e infantería. Su posición en la policía le proporcionaba poder, mientras que su cargo en Obras Públicas aumentaba su influencia política.
Las alianzas eran poco sólidas. En mayo de 1923, la facción del general Xue decidió desembarazarse del presidente que había llevado al poder tan sólo un año antes, Li Yuan-hong. En unión con un general llamado Feng Yu-xiang (jefe militar cristiano convertido en personaje legendario por haber bautizado a sus tropas en masa con una manguera), Xue movilizó a sus diez mil hombres y rodeó los principales edificios gubernamentales de Pekín, solicitando las pagas atrasadas que el gobierno en quiebra debía a sus hombres. Su objetivo real era el de humillar al presidente Li y obligarle a dimitir. Li rehusó hacerlo, por lo que Xue ordenó a sus hombres cortar el suministro de agua y electricidad del palacio presidencial. Al cabo de unos pocos días, las condiciones en el interior del edificio se volvieron insostenibles, y en la noche del 13 de junio el presidente Li abandonó su maloliente residencia y huyó de la capital en dirección a la ciudad portuaria de Tianjin, situada a cien kilómetros al Sudeste.