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En China, la autoridad de un cargo se basaba no sólo en quien lo ejercía sino en los sellos oficiales. Aunque estuviera firmado por el propio presidente, ningún documento era válido si no mostraba su sello. Sabiendo que nadie podría acceder a la presidencia sin ellos, el presidente Li dejó los sellos en poder de una de sus concubinas, convaleciente en un hospital de Pekín dirigido por misioneros franceses.

Ya en las cercanías de Tianjin, el tren del presidente Li fue detenido por policías armados, los cuales le exigieron la entrega de los sellos. Al principio, se negó a revelar dónde los había ocultado, pero al cabo de unas cuantas horas terminó por ceder. A las tres de la mañana, el general Xue acudió al hospital francés con la intención de arrebatárselos a la concubina. Al principio, la mujer se negó a mirar siquiera al hombre que esperaba junto a su cama: «¿Cómo puedo entregar los sellos del presidente a un simple policía?», dijo con altivez. Pero el general Xue, resplandeciente en su uniforme nuevo, mostraba un aspecto tan intimidante que no tardó en depositarlos en sus manos.

A lo largo de los cuatro meses que siguieron, Xue se sirvió de su policía para asegurarse de que Tsao Kun, el hombre que su facción deseaba elevar a la presidencia, ganara lo que se anunciaba como una de las primeras elecciones celebradas en China. Hubo que sobornar a los ochocientos cuatro miembros del Parlamento. Xue y el general Feng emplazaron a sus guardias en el edificio del Parlamento e hicieron saber que habría una generosa recompensa para todos aquellos que votaran como era debido, lo que hizo retornar a numerosos diputados de sus provincias. Cuando ya se hallaba todo preparado para la elección, había en Pekín quinientos cincuenta y cinco miembros del Parlamento. Cuatro días antes, y tras intensas negociaciones, les fueron entregados a cada uno cinco mil yuanes de plata, una suma entonces considerable. El 5 de octubre de 1923, Tsao Kun fue elegido presidente de China con cuatrocientos ochenta votos a favor. Xue fue recompensado con su ascenso a general. También fueron ascendidas diecisiete «consejeras especiales», todas ellas favoritas o concubinas de los diversos generales y jefes militares. Este episodio ha pasado a formar parte de la historia china como notorio ejemplo del modo en que unas elecciones pueden ser manipuladas, y la gente aún lo cita para argumentar que la democracia nunca funcionará en China.

A comienzos del verano del año siguiente, el general Xue visitó Yixian, población que, si bien no era de gran tamaño, sí resultaba importante desde el punto de vista estratégico. Fue más o menos en aquella zona donde el poder del Gobierno de Pekín comenzó a agotarse. Más allá, el poder recaía en manos del gran jefe militar del Nordeste, Chang Tso-lin, conocido como el Viejo Mariscal. Oficialmente, el general Xue se hallaba realizando un viaje de inspección, pero también tenía intereses personales en la zona. En Yixian poseía los principales almacenes de grano y las mayores tiendas, incluyendo una casa de empeños que hacía las veces de banco y emitía una moneda propia que circulaba en la población y sus alrededores.

Para mi bisabuelo, aquello representaba una ocasión única en la vida: nunca tendría otra de aproximarse tanto a un personaje realmente importante. Se las ingenió para encargarse personalmente de la escolta del general Xue y reveló a su esposa que planeaba casarle con su hija. No le pidió su beneplácito, sino que sencillamente se lo comunicó. Independientemente del hecho de que se tratara de un procedimiento habitual durante la época, sucedía también que mi bisabuelo despreciaba a su esposa.

Mi bisabuela lloró, pero no dijo nada. Su esposo le comunicó que no debía decir absolutamente nada a su hija. Ni siquiera se mencionó la posibilidad de consultar con ella. El matrimonio era una transacción, y no una cuestión de sentimientos. La muchacha sería informada cuando se organizara la boda.

Mi bisabuelo sabía que debía dirigirse al general Xue de un modo indirecto. Una oferta explícita de la mano de su hija reduciría su valor, y existía también la posibilidad de que fuera rechazada. Había que proporcionar al general Xue la ocasión de admirar lo que le estaba siendo ofrecido. En aquellos tiempos, una mujer respetable no podía ser presentada a un extraño, por lo que Yang tuvo que ingeniárselas para lograr que el general Xue viera a su hija. El encuentro tenía que parecer accidental.

En Yixian existía un espléndido templo budista de novecientos años de antigüedad. Construido con maderas nobles, alcanzaba una altura aproximada de unos treinta metros. Se hallaba situado en un elegante recinto en el que se alineaban hileras de cipreses que cubrían un área de más de un kilómetro cuadrado de extensión. En su interior había una estatua de Buda de nueve metros de altura pintada de vivos colores, y el interior del templo se hallaba cubierto de delicados murales en los que se describían escenas de su vida. Un lugar obvio al que Yang podía llevar a un importante personaje que se encontrara de visita. Por otra parte, los templos eran uno de los pocos lugares a los que las mujeres de buena familia podían acudir solas.

Mi abuela recibió la orden de acudir al templo en un día determinado. Para demostrar su reverencia por Buda, tomó baños perfumados y pasó largas horas meditando frente a un pequeño santuario aromatizado con incienso. La oración en el templo exigía un estado de máximo sosiego y la ausencia de cualquier emoción perturbadora. Acompañada por una sirvienta, partió en una carreta alquilada tirada por un caballo. Vestía una chaqueta de color azul huevo de pato con los bordes adornados por un bordado de hilo de oro que destacaba la sencillez de sus líneas y una hilera de botones de mariposa que recorría el costado derecho. Completaba su atavío una falda plisada de color rosado adornada con flores bordadas. Sus largos y oscuros cabellos habían sido peinados en una trenza, de cuya parte superior asomaba una peonía fabricada en seda verdinegra, la variedad menos frecuente. No llevaba maquillaje, pero sí iba ricamente perfumada, tal y como se consideraba apropiado para las visitas a los templos. Una vez en su interior, se arrodilló ante la gigantesca estatua del Buda. Tras realizar varios kowtow [2]ante la imagen de madera, permaneció de rodillas frente a ella con las manos unidas en oración.

Mientras rezaba, llegó su padre acompañado por el general Xue. Los dos hombres contemplaron la escena desde la oscuridad de la nave. Mi bisabuelo había trazado su plan acertadamente. La posición en la que se hallaba arrodillada mi abuela revelaba no sólo sus calzones de seda, rematados en oro al igual que la chaqueta, sino también sus diminutos pies, calzados por zapatos de satén bordado.

Cuando concluyó su oración, mi abuela realizó tres kowtow más frente al Buda. Al ponerse en pie, perdió ligeramente el equilibrio, lo que no era difícil con los pies vendados, y extendió la mano para apoyarse en su doncella. El general Xue y su padre acababan de iniciar su avance. Mi abuela se ruborizó e inclinó la cabeza. A continuación, dio media vuelta y se dispuso a partir, lo que constituía la actitud adecuada. Su padre avanzó un paso y la presentó al general. Ella realizó una pequeña reverencia sin alzar el rostro en ningún momento.

Tal y como correspondía a un hombre de su posición, el general apenas comentó brevemente el encuentro con Yang, quien al fin y al cabo no era sino un subordinado de poca monta, pero mi bisabuelo pudo adivinar que se encontraba fascinado. El siguiente paso consistía en organizar un encuentro más directo. Un par de días después, Yang, corriendo el riesgo de arruinarse, alquiló el mejor teatro de la ciudad y contrató la representación de una ópera local, al tiempo que solicitaba la presencia del general Xue como invitado de honor. Al igual que la mayor parte de los teatros chinos, éste se hallaba construido alrededor de un espacio rectangular abierto al cielo y provisto de estructuras de madera en tres de sus costados; el cuarto constituía el escenario, el cual aparecía completamente desnudo y desprovisto tanto de telones como de decorados. La zona destinada al público se parecía más a un café que a un teatro occidental. Los hombres se sentaban en torno a varias mesas dispuestas en el patio central, comiendo, bebiendo y hablando en voz alta a lo largo de la representación. A un lado, algo más arriba, se hallaba el «círculo de los vestidos», donde las damas aparecían recatadamente sentadas ante mesas más pequeñas. Tras ellas esperaban sus doncellas. Mi bisabuelo lo había organizado todo de manera que su hija estuviera en un lugar en el que el general Xue pudiera verla con facilidad.

Esta vez, su atuendo era mucho más complicado que el día de la visita al templo. Llevaba un vestido de satén ricamente bordado y los cabellos adornados con joyas. Asimismo, podía dar rienda suelta a su vivacidad y energía naturales riendo y charlando con sus amigas. El general Xue apenas dirigió una mirada al escenario.

Después de la representación, se celebró un juego tradicional chino llamado adivinanzas de farol. Se llevaba a cabo en dos estancias separadas, una para los hombres y otra para las mujeres. En cada sala había docenas de farolillos de papel cuidadosamente elaborados, sobre los que se habían adherido una serie de adivinanzas escritas en verso. La persona que adivinaba el mayor número de respuestas obtenía un premio. Ni que decir tiene que el ganador masculino fue el general Xue. Entre las mujeres, el premio recayó en mi abuela.

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[2]Kowtow, k'ou-shou o k'ou-t'ou: saludo ceremonial chino consistente en postrarse frente a alguien o algo tocando la tierra con la frente. (N. del T.)