El general Xue y las dos concubinas fueron sepultados en la misma tumba; con el tiempo, tanto su esposa como el resto de las concubinas ocuparían un lugar junto a ellos. Durante el funeral, la tarea esencial de sostener una bandera para reclamar el espíritu del fallecido debía ser llevada a cabo por el hijo del muerto. Dado que el general no tenía hijos, su esposa adoptó a su sobrino -de diez años de edad- para que desempeñara tal labor. El muchacho se ocupó asimismo de otro ritual, consistente en arrodillarse junto al féretro y gritar «¡Cuidado con los clavos!». La tradición afirmaba que, en caso contrario, el fallecido podría herirse con ellos.
La sepultura había sido escogida por el propio general Xue según los principios de la geomancia. Se hallaba situada en un lugar hermoso y apacible desde el que se divisaban las distantes montañas situadas al Norte. La parte frontal daba a un arroyo que discurría entre los eucaliptos que se alzaban en dirección Sur. Dicha localización simbolizaba el deseo de dejar tras de sí elementos sólidos con los cuales contar: las montañas, por una parte, y el reflejo glorioso del sol frente a él como símbolo del nacimiento de la prosperidad.
Mi abuela, sin embargo, nunca conoció aquel lugar: hizo caso omiso de la llamada y no estuvo presente en el funeral. Poco después, el director de la casa de empeños dejó de hacerle llegar su pensión. Al cabo de una semana aproximadamente sus padres recibieron una carta de la esposa del general Xue, según la cual las últimas palabras de mi abuelo habían devuelto la libertad a mi abuela; ello resultaba excepcionalmente avanzado para la época, y ésta apenas podía creer en su buena fortuna.
Con tan sólo veinticuatro años de edad, era libre.
2. «Incluso el agua fresca resulta dulce»
La carta de la esposa del general Xue también solicitaba a mis bisabuelos que hicieran regresar a su hija. Aunque el tema aparecía sugerido de modo indirecto, tal y como era tradicional, mi abuela supo que se le ordenaba abandonar la casa.
Su padre la recogió, si bien a regañadientes. Para entonces, ya había abandonado cualquier pretensión de ser un hombre de familia. Desde el momento en que se había visto vinculado al general Xue, su posición en la vida se había elevado. Además de ser nombrado jefe adjunto de la policía de Yixian y de ingresar en los círculos de las personas influyentes, se había convertido en un hombre relativamente rico, había adquirido algunas tierras y había comenzado a fumar opio.
Tan pronto obtuvo su promoción, adquirió una concubina, una mujer de Mongolia que le fue regalada por su jefe directo. La entrega de una concubina como presente a los colegas más jóvenes y prometedores constituía una costumbre habitual, y el jefe de policía local estaba encantado de poder complacer a un protegido del general Xue. Pero mi bisabuelo no tardó en comenzar la búsqueda de una nueva; a un hombre en su posición le convenía tener la mayor cantidad posible de mujeres, pues éstas constituían un símbolo de su categoría. No tuvo que buscar mucho: la concubina tenía una hermana.
Cuando mi abuela regresó al hogar de sus padres, se encontró con un panorama muy distinto al que había dejado atrás casi una década antes. En lugar de la sola presencia de su madre, desdichada y oprimida, ahora había tres esposas. Una de las concubinas había tenido una hija, que entonces tenía la misma edad que mi madre. La hermana de mi abuela, Lan, aún se encontraba soltera a la avanzada edad de dieciséis años, lo que era motivo de irritación para Yang.
Mi abuela había salido de un nido de intrigas para introducirse en otro. Su padre alimentaba un fuerte rencor contra ella y contra su madre. En lo que se refería a esta última, se sentía molesto por su simple presencia, y se mostraba aún más desagradable con ella ahora que tenía las dos concubinas, a las que favorecía sobre la primera. Comía en compañía de las concubinas, dejando a mi madre que comiera sola. En cuanto a mi abuela, se hallaba irritado con ella por regresar a la casa ahora que él había logrado crear un nuevo mundo a su alrededor.
Asimismo, la consideraba una gafe (ke) por el hecho de haber perdido a su marido. En aquellos tiempos, se consideraba supersticiosamente a las viudas como responsables de la muerte de sus esposos. Mi bisabuelo consideraba a su hija un símbolo de mala suerte, y deseaba expulsarla de casa.
Las dos concubinas le animaban a ello. Hasta la llegada de mi abuela, habían hecho las cosas en gran parte a su modo. Mi bisabuela era una mujer amable, e incluso débil. A pesar de que su categoría era, teóricamente, superior a la de las concubinas, lo cierto era que vivía a merced de sus caprichos. En 1930 dio a luz a un hijo, Yu-lin. Ello despojaba a las concubinas de su seguridad futura, ya que a la muerte de mi bisabuelo todos sus bienes pasarían automáticamente a poder del hijo, y ambas sufrían berrinches considerables cada vez que Yang demostraba el más mínimo afecto por su retoño. Desde el momento en que nació Yu-lin, renovaron su guerra psicológica contra mi bisabuela; logrando aislarla en su propia casa. Tan sólo se dirigían a ella para quejarse y protestar, y si le dirigían la mirada siempre era con expresión fría e impasible. Mi bisabuela no hallaba protección alguna en su marido, cuyo desprecio hacia ella no se había visto aplacado por el hecho de haberle dado un hijo. Pronto halló el modo de descubrir en ella nuevas faltas.
Mi abuela poseía un carácter más fuerte que el de su madre, y el infortunio sufrido a lo largo de una década la había endurecido. Incluso su padre mostraba cierto respeto hacia ella. Se dijo a sí misma que sus días de sumisión al padre habían terminado, y que en adelante iba a luchar por ella y por su madre. Mientras estuviera en la casa, las concubinas se verían forzadas a reprimirse, e incluso a sonreír aduladoramente de vez en cuando.
Tal era la atmósfera en la que mi madre vivió durante sus años formativos, desde los dos hasta los cuatro. A pesar de hallarse resguardada por el afecto de su madre, podía percibir la tensión que impregnaba el ambiente.
Mi abuela se había convertido en una hermosa joven que aún no alcanzaba la treintena. Poseía, además, notables dotes, y muchos hombres habían solicitado su mano a mi bisabuelo. Sin embargo, dado que había sido previamente una concubina, los únicos que se ofrecieron para desposarla como es debido eran pobres, y por ello nada tenían que hacer con el señor Yang.
Mi abuela ya había soportado bastante rencor y mezquindad en el mundo del concubinato, en el que no cabía otra elección que convertirse en víctima o en convertir a los demás en víctimas de una. No existía término medio. Todo lo que mi abuela quería era que la dejaran criar a su hija en paz.
Su padre no hacía más que importunarla con recomendaciones para que volviera a casarse. Unas veces, dejaba caer antipáticas indirectas; otras, le decía claramente que tenía que librarle de su presencia. Pero mi abuela no tenía un lugar a donde ir. No tenía dónde vivir, y no se le permitía buscar un empleo. Al cabo de un tiempo, incapaz de soportar las presiones, sufrió una crisis nerviosa.
Llamaron a un médico. Se trataba del doctor Xia, en cuya casa se había ocultado mi madre tres años antes tras escapar de la mansión del general Xue. Aunque había sido buena amiga de su nuera, el doctor Xia nunca había visto a mi abuela, tal y como recomendaba la estricta segregación sexual imperante en la época. La primera vez que entró en su habitación, se sintió tan impresionado por su belleza que retrocedió en confusión, salió de la estancia y murmuró al sirviente que no se encontraba bien. Por fin, logró recobrar su compostura y, tras tomar asiento, habló largamente con ella. Era el primer hombre que mi abuela había conocido al que pudiera revelar sus auténticos sentimientos, si bien con cierta dosis de discreción, como convenía a toda mujer que conversara con un hombre que no era su esposo. El doctor se mostró amable y afectuoso, y mi abuela pensó que nunca se había sentido tan comprendida. Ambos no tardaron en enamorarse, y el doctor Xia se le declaró. Es más, dijo a mi abuela que quería convertirla en su mujer legal y criar a mi madre como si se tratara de su propia hija. Mi abuela aceptó con lágrimas de alegría. Su padre se sintió igualmente feliz, aunque se apresuró a advertir al doctor Xia que no podría suministrar dote alguna. El doctor Xia le dijo que tal cuestión carecía por completo de importancia.
El doctor Xia había acumulado en Yixian una larga experiencia en medicina tradicional, y gozaba de una elevada reputación profesional. A diferencia de los Yang y de la mayor parte de los habitantes de China, no era un han, sino un manchú, descendiente de los primeros habitantes de Manchuria. En una época anterior, sus antepasados habían ejercido como doctores de la familia imperial manchú y habían recibido grandes honores a cambio de sus servicios.