El doctor Xia era bien conocido no sólo por su calidad como médico sino también por su amabilidad personal, que a menudo le llevaba a atender a los pobres gratuitamente. Era un hombre corpulento, de casi dos metros de altura, pero sus movimientos eran elegantes a pesar de su tamaño. Siempre se vestía con las largas túnicas tradicionales y se cubría con una chaqueta. Sus ojos eran castaños y de expresión bondadosa, y lucía una perilla y unos largos bigotes colgantes. Su rostro y su porte traslucían una enorme calma.
El doctor era ya un hombre de avanzada edad cuando se declaró a mi abuela. Tenía sesenta y cinco años y era viudo, con tres hijos adultos y una hija, todos ellos casados. Los tres hijos vivían con él en la misma casa. El mayor cuidaba de la hacienda y administraba la granja familiar; el segundo trabajaba como médico con su padre, y el tercero, casado con la amiga de mi abuela, era maestro. Entre todos, tenían ocho hijos, uno de los cuales ya estaba casado y había tenido un hijo a su vez.
El doctor Xia reunió a sus hijos en su despacho y les comunicó sus planes. Ellos le contemplaron con incredulidad, lanzándose miradas los unos a los otros. Se hizo un profundo silencio y, por fin, habló el mayor: «Imagino, padre, que lo que quieres decir es que será tu concubina.» El doctor Xia repuso que proyectaba tomar a mi abuela como su legítima esposa. Ello acarreaba tremendas repercusiones, ya que se convertiría en madrastra de todos ellos y debería ser tratada como un miembro más de la generación anterior, a la vez que disfrutaría de una categoría tan venerable como la de su esposo. En todos los hogares chinos corrientes, la generación más joven debía mostrar sumisión a las más antiguas, guardando en todo momento el decoro apropiado a sus distintas categorías, pero el doctor Xia observaba un sistema de etiqueta manchú aún más complicado. Las generaciones jóvenes debían mostrar su respeto hacia los mayores cada mañana y cada tarde, arrodillándose los hombres y haciendo una reverencia las mujeres. En los festejos, los hombres debían realizar un kowtow completo. El hecho de que mi abuela hubiera sido anteriormente concubina, unido a la diferencia de edad -lo que significaba que tendrían que rendir obediencia a alguien de categoría inferior y mucho más joven que ellos-, era más de lo que los hijos podían soportar.
Se reunieron con el resto de la familia, alimentando cada vez más su indignación. Incluso la nuera que había sido amiga de mi abuela en los tiempos del colegio se mostraba disgustada, ya que el matrimonio de su suegro la forzaría a mantener una relación completamente diferente con alguien que había sido compañera de clase. No podría comer a la misma mesa que su amiga, y ni siquiera podría sentarse junto a ella; tendría que atender a sus mínimos deseos e, incluso, saludarla por medio del kowtow.
Todos los miembros de la familia -hijos, nueras, nietos, incluso el bisnieto- acudieron por turnos a implorar al doctor Xia que «tuviera en cuenta los sentimientos» de «aquellos que eran de su propia sangre». Se arrodillaron, se postraron en kowtow, sollozaron y gritaron.
Suplicaron al doctor Xia que tuviera en cuenta el hecho de que era un manchú, y que, de acuerdo con las antiguas costumbres manchúes, un hombre de su categoría no debía casarse con una china han. El doctor Xia repuso que tal regla había sido abolida largo tiempo atrás. Sus hijos dijeron que todo buen manchú debiera observarla a pesar de todo. Insistieron una y otra vez en la diferencia de edad. El doctor Xia doblaba con mucho la edad de mi abuela. Uno de los miembros de la familia le recordó un viejo dicho: «La joven esposa de un esposo anciano es, en realidad, esposa de otro hombre.»
Lo que más le dolía al doctor Xia era el chantaje emocional, especialmente el argumento de que el hecho de tomar a una ex concubina por esposa legítima perjudicaría la posición social de sus hijos. El doctor sabía que sus hijos perderían prestigio, y se sentía culpable por ello, pero sentía que debía anteponer a ello la felicidad de mi abuela. Si la tomaba en calidad de concubina, sería ella quien no sólo perdería prestigio sino que se convertiría en esclava de toda la familia. Ni siquiera su amor por ella bastaría para protegerla si no la tomaba por legítima esposa.
El doctor Xia imploró a su familia que respetaran los deseos de un anciano, pero tanto ellos como la sociedad adoptaron la actitud de que un deseo irresponsable no debía ser tolerado. Algunos incluso insinuaron que comenzaba a padecer senilidad. Otros le dijeron: «Ya tienes hijos, nietos e incluso un bisnieto; tienes una familia grande y próspera. ¿Qué más deseas? ¿Que necesidad tienes de casarte con ella?»
Las discusiones continuaron hasta hacerse interminables. Más y más parientes y amigos hicieron acto de presencia, todos ellos invitados por los hijos. Unánimemente, declararon que el matrimonio les parecía una idea desatinada. Por fin, descargaron su inquina sobre mi abuela. «¡Casarse de nuevo cuando el cadáver y los huesos de su primer marido aún están calientes!» «Esa mujer lo tiene todo planeado: rehúsa aceptar el concubinato con objeto de convertirse en tu esposa legítima. Si realmente te ama, ¿por qué no puede conformarse con ser tu concubina?» Entre otros proyectos que atribuían a mi abuela, afirmaban que había planeado la boda con el doctor Xia para conquistar el poder en la familia y luego maltratar a sus hijos y a sus nietos.
También insinuaron que pretendía hacerse con el dinero del doctor. Bajo toda aquella charla sobre la propiedad, la moralidad y los intereses del propio doctor Xia, discurría una serie de silenciosos cálculos acerca de su fortuna. Los parientes temían que mi abuela llegara a poner sus manos sobre la riqueza del doctor ya que, como esposa, habría de convertirse automáticamente en administradora de su hacienda.
El doctor Xia era un hombre rico. Poseía ochocientas hectáreas de terreno de labranza en el condado de Yixian, e incluso tenía algunas tierras al sur de la Gran Muralla. Su enorme casa de la ciudad se hallaba construida de ladrillos grises elegantemente silueteados con pintura blanca. Los techos eran encalados, y las habitaciones estaban empapeladas, por lo que las vigas y las junturas permanecían ocultas, lo que se consideraba una importante señal de prosperidad. Poseía asimismo una próspera consulta de medicina y una farmacia.
Cuando los familiares advirtieron que no iban a lograr nada, decidieron acudir directamente a mi abuela. Un día, la nuera que había sido su compañera de colegio acudió a visitarla. Después de tomar el té y de charlar de cosas sin importancia, la amiga se concentró en la misión que la había llevado allí. Mi abuela rompió a llorar y la tomó de la mano, un gesto íntimo habitual en ellas. ¿Qué haría ella en su situación?, preguntó. Al no obtener respuesta, insistió: «Sabes muy bien lo que significa ser una concubina. A ti no te gustaría serlo, ¿verdad? No sé si conoces una expresión de Confucio que dice: Jiang-xin-bi-xin. ¡Imagina que mi corazón fuera el tuyo!» A veces, la táctica de apelar a los preceptos de los sabios funcionaba mejor que una negativa directa.
La amiga regresó a su familia poseída por un gran sentimiento de culpabilidad, y notificó a todos su fracaso. Insinuó que le faltaba coraje para presionar más a mi abuela. Descubrió un aliado en De-gui, el segundo hijo del doctor Xia, quien ejercía como médico junto a su padre y por ello se hallaba más cercano a él que el resto de los hermanos. De-gui dijo que opinaba que debían permitir que se celebrara el matrimonio. El tercer hijo también comenzó a ablandarse cuando escuchó a su esposa describir el desconsuelo de mi abuela.
Los que más indignados se mostraban eran el hijo mayor y su mujer. Cuando ésta vio que los otros dos hermanos titubeaban, espetó a su marido:
– Por supuesto que no les importa. Tienen otros empleos, y ésa mujer no puede arrebatárselos. Pero, ¿y tú? Tú no eres más que el administrador de la hacienda del viejo, ¡y todo eso pasará a manos de ella y de su hija! ¿Qué será de mí y de mis hijos, pobres de nosotros? No tenemos nada a lo que recurrir. ¡Quizá sería mejor que nos muriéramos todos! ¡Quizá es eso lo que pretende tu padre! ¡Quizá debería suicidarme para hacerles a todos felices!
El discurso fue acompañado por grandes lamentos y copiosas lágrimas.
– Concédeme tan sólo hasta mañana -repuso su esposo en tono agitado.
Cuando el doctor Xia despertó a la mañana siguiente, halló a toda su familia, con excepción de De-gui (quince personas en total), arrodillada frente a su alcoba. En el momento en que hizo su aparición, su hijo mayor gritó!», «¡Kowtow!», y todos se postraron al unísono. A continuación, con voz temblorosa por la emoción, el hijo anunció:
– Padre, tus hijos, y toda tu familia, permaneceremos aquí postrados en kowtow frente a ti hasta la muerte o hasta que comiences a pensar en nosotros, tus familiares, y, sobre todo, en tu venerable persona.
El doctor Xia se enfureció tanto que su cuerpo comenzó a temblar. Ordenó a sus hijos que se pusieran en pie, pero antes de que nadie pudiera obedecer, el mayor habló de nuevo: