El comandante Norton y el equipo de apoyo les acompañaron a lo largo de las cuerdas laterales de guías tendidas desde la entrada Alfa hasta el borde del cráter. Luego, más allá del alcance de los proyectores portátiles, les aguardaban las tinieblas de Rama. Todo lo que podían distinguir con el haz fluctuante de las luces de sus cascos eran los primeros cien metros de la escala que se perdía a través de una lisa planicie sin rasgos característicos.
—Y ahora —pensó Mercer—, tengo que tomar mi primera decisión. ¿Subiré por esa escala, o bajaré por ella?
El interrogante no era trivial. Estaban todavía esencialmente en gravedad cero y el cerebro podía seleccionar cualquier sistema de referencia que se le antojara. Con un simple esfuerzo de la voluntad, Karl Mercer podía convencerse de estar mirando a través de una llanura horizontal, o la cara de una pared vertical, o por encima del borde de un risco escarpado. No pocos astronautas habían experimentado graves problemas psicológicos por haber elegido mal las coordenadas al iniciar un trabajo complicado.
Mercer estaba decidido a avanzar primeramente de cabeza, ya que cualquier otro modo de locomoción resultarla embarazoso. Además en esa forma podría ver con más facilidad lo que tenía delante, o abajo. Durante los primeros cientos de metros, por lo tanto, imaginaría que estaba yendo hacia arriba; sólo cuando el creciente influjo de la gravedad hiciera imposible mantener la ilusión, girarla sus direcciones mentales en ciento ochenta grados.
Agarró el primer peldaño y con suavidad fue impulsándose a lo largo de la escala. El avance era tan fácil como nadar en el lecho del mar, más fácil en realidad porque no existía la traba del agua para retardar los movimientos. Tan fácil que incitaba a ir mucho más rápido; pero Mercer era demasiado experimentado para apresurarse en una situación tan nueva como ésa.
En los auriculares oía la respiración regular de sus dos compañeros. No necesitaba otra prueba de que se encontraban en buenas condiciones; por lo tanto no perdió tiempo hablando. Aunque se sentía tentado de mirar hacia atrás decidió no arriesgarse hasta haber alcanzado la plataforma del final de la escala.
Los peldaños estaban separados por una distancia uniforme de medio metro, y durante la primera parte del ascenso Mercer los subió de dos en dos. Pero los contaba cuidadosamente y al llegar a los doscientos notó las primeras y claras señales del aumento de peso. La rotación de Rama estaba comenzando a hacerse sentir.
A la altura del cuatrocientos, estimó que su peso aparente era de unos cinco kilos. Esto no constituía problema, pero ahora resultaba difícil pretender que estaba subiendo por sí mismo cuando en realidad era arrastrado firmemente hacia arriba.
El peldaño quinientos le pareció un buen lugar para detenerse. Sentía la protesta de los músculos de sus brazos por el ejercicio desacostumbrado, aun cuando era Rama el que hacia ahora todo el trabajo, y él sólo tenía que guiarse a sí mismo.
—Todo bien, jefe —informó—. Estamos pasando por marca a mitad de camino. Joe, Will, ¿algún problema?
—Yo, perfectamente —respondió Calvert—. ¿Por qué has detenido?
—Aquí lo mismo —agregó Myron—. Pero atención a fuerza Coriolis. Está empezando a formarse.
Mercer ya lo había notado. Cuando soltó los peldaños sintió claramente impulsado hacia la derecha. Sabía muy bien que éste era tan sólo el efecto de la rotación de Rama, pero parecía como si una fuerza misteriosa le estuviera apartando con suavidad de la escala.
Tal vez había llegado el momento de empezar a deslizarse con los pies por delante, ahora que «abajo» comenzaba a tener un significado físico. Correría el riesgo de una momentánea desorientación.
—Atención: voy a darme la vuelta.
Agarrándose con firmeza en el peldaño, utilizó los brazos para imprimir a su cuerpo un giro de ciento ochenta grados y se encontró momentáneamente cegado por las luces de los cascos de sus compañeros. Muy arriba de ellos —y ahora era realmente «arriba— distinguió un resplandor más débil a lo largo del borde del risco escarpado. Contra ese fondo se destacaban las figuras de Norton y su equipo de apoyo, que seguían sus movimientos con atención. Parecían muy pequeños y muy lejanos y agitó una mano para tranquilizarlos.
Apartó su otra mano del peldaño y dejó que la seudogravedad aún débil de Rama se hiciera cargo. La caída de un peldaño al próximo llevaba más de dos segundos; en la tierra, en el mismo lapso, un hombre hubiera caído treinta metros.
El ritmo de la caída era tal que apresuró un poco las cosas empujando con las manos y deslizándose a lo largo de una docena de peldaños a la vez, y frenándose con los pies cada vez que juzgaba que iba demasiado rápido.
En el peldaño número setecientos hizo otro alto y envió el rayo de luz de la lámpara de su casco hacia abajo. Tal como había calculado, el comienzo de la escalera sólo quedaba a unos cincuenta metros.
Unos pocos minutos más tarde, sus hombres y él estaban en el primer escalón. Era una experiencia extraña, después de meses pasados en el espacio, encontrarse erguidos sobre una superficie sólida y sentir su presión bajo los pies. El peso de cada uno no alcanzaba todavía los diez kilos, pero esto bastaba para darles una sensación de estabilidad. Cuando cerraba los ojos, Mercer podía creer que tenía una vez más un mundo real debajo de sí.
La plataforma desde la cual descendía la escalera tenía unos diez metros de ancho y se curvaba hacia arriba en cada lado hasta desaparecer en la oscuridad. Mercer sabía que formaba un círculo completo y que si andaba por ella cinco kilómetros volvería al punto de partida, después de circunvalar Rama.
Caminar, realmente caminar, estaba fuera de cuestión dada la escasa gravedad existente allí; sólo hubiera sido posible avanzar a pasos de gigante. Y en ello residía el peligro.
La escalera que se perdía en la oscuridad, lejos del alcance de las luces, resultaría engañadoramente fácil de descender. No lo era tanto. Pero lo esencial al hacerlo seria mantenerse sujeto al alto pasamanos que la flanqueaba, ya que un paso en falso enviaría al incauto viajero rodando por el espacio. Este entraría en contacto con la superficie otra vez quizá cien metros más abajo. El impacto en sí no seria peligroso, pero las consecuencias podrían serio porque la rotación de Rama habría movido la escalera hacia la izquierda. De modo que un cuerpo en su caída golpearía contra la suave curva que se extendía en un arco entero hasta la planicie, casi siete kilómetros más abajo.
Eso, se dijo Mercer, equivaldría a deslizarse por un diabólico tobogán. La velocidad terminal, aun con tan escasa gravedad, podría ser de varios cientos de kilómetros por hora. Tal vez pudiera aplicarse suficiente rozamiento como para frenar un descenso tan rápido; si se lograba, éste podría incluso convertirse en el medio más conveniente para alcanzar la superficie interior de Rama. Claro que se imponía realizar primero algunos prudentes experimentos.
—Jefe —informó Mercer—, no ha habido problemas para descender por la escala. Si éstas de acuerdo, me gustaría seguir hasta la próxima plataforma. Quiero medir el tiempo de nuestro descenso por la escalera.
Norton respondió sin vacilar:
—Adelante. —No tenía necesidad de agregar: —Procede con precaución».
No le llevó a Mercer mucho tiempo hacer un descubrimiento fundamental. Era imposible, al menos en ese nivel de una vigésima de gravedad, descender por la escalera en forma normal. Todo intento de hacerlo resultó un movimiento lento, de pesadilla, insoportablemente tedioso. Lo más práctico era ignorar los escalones y utilizar el pasamanos para deslizarse hasta abajo.