Blackie, Blondie, Goldie, y Brownie, tenían árboles genealógicos cuyas ramificaciones incluían a los monos más inteligentes del Viejo y Nuevo Mundo, más genes sintéticos que jamás habían existido en la naturaleza. Su crianza y educación habían costado probablemente tanto como la preparación de cualquier astronauta corriente, y lo valían. Cada uno pesaba menos de 30 kilos y consumía la mitad de alimentos y oxígeno necesarios a un ser humano, pero podía reemplazar a 2,75 hombres en las tareas domésticas, cocina sencilla, traslado de herramientas, y docenas de otros trabajos de rutina.
Ese 2,75 era lo aducido por la Corporación, basado en innumerables estudios de tiempo y movimiento. El guarismo, aunque sorprendente y con frecuencia discutido, parecía no obstante ser exacto, ya que los monos se mostraban felices de trabajar quince horas diarias, y no se cansaban de hacer siempre las más humildes y repetidas tareas. En esa forma dejaban en libertad a los seres humanos para dedicarse a sus tareas específicas; y en una nave del espacio, eso era asunto de vital importancia.
A diferencia de los monos, sus más próximos parientes, los chimpancés del Endeavour eran dóciles, obedientes y nada curiosos. Como habían sido castrados, no tenían sexo, lo cual eliminaba muchos problemas de conducta. Vegetarianos, bien entrenados para hacer sus necesidades donde debían, eran limpios y jamás olían mal. Hubieran sido los animales domésticos ideales, a no ser por el hecho de que costaban tanto que muy pocos habrían podido costearlos.
No obstante las muchas ventajas, tener chimpancés a bordo involucraba ciertos problemas. Necesitaban su propio habitáculo —inevitableinente rotulado «La Casa de los Monos». Su pequeña cabina siempre limpia y ordenada, bien equipada con televisión, juegos, y máquinas programadas con lecciones. Para evitar accidentes, les estaba absolutamente prohibido entrar a las áreas técnicas de la nave; las entradas a todas ellas estaban pintadas de rojo, y los chimpancés habían sido condicionados para que les fuera psicológicamente imposible pasar esas barreras visuales.
Había asimismo un problema de comunicación. Aunque tenían un cociente intelectual de 60, y podían entender varios-cientos de palabras del idioma inglés, estaban incapacitados para hablar. Todo intento de proveerlos de cuerdas vocales había fracasado, y por lo tanto debían expresarse con un lenguaje de signos.
Los signos básicos eran obvios y se aprendían con facilidad, de modo que todos a bordo entendían los mensajes de rutina. Pero el único hombre capaz de conversar con los chimpancés fluidamente era su cuidador, el sargento Ravi McAndrews.
Era un viejo chiste siempre actual, que el sargento Ravi McAndrews parecía un chimpancé —lo cual en ese caso apenas era un insulto, pues con su corto pelaje color miel y sus movimientos graciosos, los del Endeavour eran animales muy hermosos. También eran cariñosos, y todos a bordo tenían su favorito. El de Norton era la bien denominada Goldie.
Pero la cálida relación que podía establecerse tan fácilmente con los animales creaba otro problema, utilizado a menudo como poderoso argumento por aquellos que se oponían a su empleo en el espacio. Puesto que sólo servían para tareas de rutina, principalmente domésticas, eran peor que inútiles en una emergencia. Y aun en tal caso podían convertirse en un peligro para ellos mismos y sus compañeros humanos. En particular, enseñarles a utilizar trajes espaciales había sido imposible; los conceptos involucrados estaban más allá de su posible comprensión.
A nadie le gustaba hablar de eso, pero sabían lo que debía hacerse si se abría una brecha en el vehículo espacial o si llegaba la orden de abandonarlo. Había sucedido sólo una vez; en ese único caso el cuidador de los chimpancés cumplió sus instrucciones con celo excesivo. Se le encontró muerto con sus animales por efecto del mismo veneno. A partir de entonces, la aplicación de la eutanasia quedó confiada al primer oficial médico de a bordo, quien, se suponía, tendría menos complicaciones emocionales.
Norton se alegraba de que esa responsabilidad, por lo menos, no recayera sobre el capitán de la nave. Había conocido hombres a quienes habría dado muerte con muchos menos escrúpulos que a Goldie.
12. La escalera de los dioses
En la clara y fría atmósfera de Rama, el rayo de luz de los proyectores era completamente invisible. Tres kilómetros más abajo del cubo central, el óvalo de luz de cien metros de ancho caía a través de una sección de esa colosal escalera. Un oasis brillante en la oscuridad del ambiente se deslizaba con lentitud hacia la planicie curva, todavía cinco kilómetros más abajo; y en su centro se movía un trío de figuras semejantes a insectos, que proyectaban largas sombras debajo de ellos.
El descenso había sido, de acuerdo con lo previsto, completamente normal. Se detuvieron por un breve espacio de tiempo en la primera plataforma, y Norton anduvo unos pocos cientos de metros a lo largo de su superficie estrecha y curvada antes de comenzar a deslizarse en busca del segundo nivel. Una vez allí el grupo descartó el aparato de oxígeno y disfrutó del insólito lujo de respirar sin auxilio mecánico. Ahora podían explorar con comodidad, libres del mayor peligro que afronta un hombre en el espacio, y liberados asimismo de todas las preocupaciones respecto a los posibles daños en el traje espacial y la reserva de oxígeno.
Cuando alcanzaron el quinto nivel y sólo quedaba una sección más por recorrer, la gravedad había alcanzado casi la mitad de su valor terrestre. La rotación centrifuga de Rama ejercía por fin todo su poder real; y el pequeño grupo de exploración se rendía a la implacable fuerza que rige todos los planetas y que puede exigir un precio demasiado alto por el menor desliz. Aun resultaba fácil el descenso; pero la idea M regreso subiendo esos miles de escalones comenzaba a pesar sobre sus mentes.
Hacia rato ya que. la escalera no presentaba su vertiginoso declive, y sus escalones iban teniendo una inclinación cada vez menos pronunciada, con franca tendencia hacia la horizontalidad. El grado de inclinación era sólo de uno a cinco, cuando al principio había sido de cinco a uno. Caminar con normalidad resultaba ahora fisica y psicológicamente aceptable; sólo la gravedad menor les recordaba que no estaban descendiendo por alguna escalera inconcebiblemente larga de la Tierra.
Norton había visitado en una oportunidad las ruinas de un templo azteca, y las sensaciones experimentadas entonces volvían a él en esos momentos, amplificadas cien veces. Le invadía aquí la misma impresión de temor reverente y misterio, y de tristeza por un pasado desvanecido para siempre. No obstante, la escala en este lugar era mucho mayor, en tiempo como en espacio, tanto, que la mente no podía hacerle justicia y al cabo de u n momento dejaba de responder. Norton se preguntó si, más tarde o más temprano, aceptarla incluso a Rama como algo natural.
Pero había otro aspecto en que el paralelo con las ruinas terrestres cesaba por completo. Rama era miles de veces más viejo que cualquier estructura que hubiese subsistido sobre la Tierra, incluyendo a la Gran Pirámide de Egipto. pero todo parecía nuevo; no había señal alguna de desgaste o uso y deterioro.
Norton habla reflexionado mucho acerca de ello y habla llegado a un intento de explicación. Todo lo examinado hasta entonces parecía formar parte de un sistema de emergencia, rara vez utilizado. El no imaginaba a los habitantes de Rama —a menos que fueran fanáticos de la perfección fisica de una especie no desconocida en la Tierra— recorniendo arriba y abajo esa increíble escalera, o sus idénticas compañeras que completaban la invisible —Y. allá lejos, sobre su cabeza. Tal vez sólo habían sido necesarias durante la construcción de Rama, y no sirvieron a ningún propósito desde aquel lejano día. Esta teoría debla bastar por el momento, aunque no le conformaba. Algo fallaba en algún punto.