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Aunque todos experimentaban una sensación de confianza y apenas contenida excitación, al cabo de un tiempo el casi palpable silencio de Rama comenzó a oprimirles como un peso. Cada paso, cada palabra, se desvanecía instantáneamente en ese vacío sin ecos. Cuando hubieron recorrido poco más de medio kilómetro, Joe Calver ya no lo pudo soportar.

Entre sus habilidades menores se contaba una bastante rara por entonces, aunque muchos pensaban que no lo bastante rara: la de silbar. Con o sin estímulo podía reproducir con el silbido los, temas musicales de la mayoría de las películas de los últimos doscientos años. Comenzó, en forma apropiada, con la marcha «Vamos al Trabajo», descubrió que no podía mantenerse en la nota baja de los enanitos de Walt Disney y lo cambió por la canción del Río Kwai. Luego siguió, más o menos cronológicamente, con media docena de películas épicas, para culminar con el tema de la famosa película de fines del siglo veinte producida por Sid Krassman «Napoleón».

Su intención era buena, pero el intento no dio resultado y ni siquiera sirvió como sostén de la moral. Rama exigía la grandeza de un Bach, un Beethoven, un Sibelius, un Tuan Sun, no la trivialidad de una canción popular. Norton estaba a punto de sugerir a Joe que reservara su aliento para los esfuerzos posteriores, cuando el joven oficial comprendió por sí mismo lo inadecuado de sus esfuerzos. En adelante, aparte de alguna ocasional consulta con la nave espacial, siguieron marchando en silencio. Rama había ganado ese round.

En esta travesía inicial, Norton había previsto un pequeño rodeo. París quedaba adelante, a mitad de camino entre el final de la escalera y la costa del Mar Cilíndrico, pero apenas a un kilómetro a la derecha del camino que seguían había un lugar conspicuo y misterioso bautizado ya «Valle Recto». Se trataba de un surco o trinchera, de cuarenta metros de profundidad y cien de ancho, con los lados en suave declive, identificado por él provisionalmente como un canal de irrigación. A semejanza de la escalera, tenia dos duplicados, a distancias iguales, en la curva de Rama.

Los tres valles median cada uno casi diez kilómetros de largo y terminaban bruscamente antes de alcanzar el mar, lo que resultaba extraño si habían sido destinados a llevar agua. Y al otro lado del mar el modelo se repetía: otras tres trincheras de diez kilómetros se extendían hasta la región del Polo Sur.

Los expedicionarios alcanzaron el borde más próximo del Valle Recto, después de tan sólo quince minutos de cómoda caminata, y permanecieron un momento contemplando pensativos sus profundidades. Las paredes lisas descendían en un ángulo de sesenta grados; no habla escalones o pasamanos. Cubriendo el fondo había una sábana de un material blanco y liso que se asemejaba mucho al hielo. Una muestra contribuiría a poner punto final a una serie de suposiciones y argumentos. Norton decidió obtenerla.

Con Calvert y Rodrigo sirviendo de anclas y agarrado de una cuerda de seguridad, Norton descendió lentamente por la empinada ladera. Cuando llegó al fondo esperaba encontrar el familiar contacto resbaladizo del hielo bajo sus pies, pero no fue así. La fricción era demasiado grande; sus pies se afirmaban seguros. Ese material era alguna especie de vidrio o cristal transparente. Cuando lo tocó con la yema de los dedos, lo sintió frio, duro y firme.

Dando la espalda al haz de luz y protegiéndose los ojos de su resplandor, Norton trató de penetrar con la mirada en sus cristalinas profundidades, tal como se puede intentar mirar a través de la superficie de un largo helado. Pero no vio nada. Aun cuando lo intentó concentrando en el lugar el rayo de — luz de la lámpara de su caso, no tuvo más éxito. Ese material era translúcido, pero transparente. Si se trataba de líquido helado, tenía un punto de fusión más alto que el agua.

Lo golpeó con suavidad valiéndose de un martillo de su caja de herramientas. El martillo rebotó con un seco y nada musical clank. Golpeó más fuerte sin mejor resultado, y estaba a punto de poner en juego toda su fuerza cuando un impulso le hizo desistir.

Parecía poco probable que lograra romper ese material; pero, ¿y sí lo conseguía? Seria como un vándalo que destroza un enorme escaparate de cristal. Habría una oportunidad mejor más adelante, y por lo menos había descubierto una valiosa información. Ahora parecía improbable que ése fuera un canal. Se trataba simplemente de una peculiar trinchera que comenzaba y terminaba bruscamente, pero que no llevaba a ninguna parte. Y si alguna vez habla transportado liquido, ¿dónde estaban las manchas, las incrustaciones de sedimento seco, que era dable esperar? Todo estaba brillante y limpio, tal como si los constructores la hubieran abandonado apenas ayer.

Una vez más se enfrentaba al misterio fundamental de Rama, y esta vez era imposible eludirlo. Norton era un hombre razonablemente imaginativo, pero jamás hubiese llegado a su posición actual si hubiese sido propenso a los vuelos desatados de la imaginación. No obstante ahora, por primera vez, le dominaba una sensación rara, no de temor sino de premonición y expectación. Las cosas no eran lo que parecían; habla algo muy extraño en verdad en un lugar que era a la vez completamente nuevo y contaba no menos de un millón de años.

Absorto en sus pensamientos, comenzó a caminar con lentitud a lo largo del pequeño valle, mientras sus compañeros sujetando la cuerda atada a su cintura, le seguían a lo largo del borde. No esperaba hacer nuevos descubrimientos, pero quería que ese extraño estado emocional siguiera su curso. Porque algo más le preocupaba, y ese algo nada tenía que ver con la inexplicable calidad de nuevo de Rama.

No había andado más que una docena de metros cuando una súbita revelación lo golpeó como un rayo.

Conocía ese lugar. Había estado antes allí.

Aun en la Tierra, o algún planeta familiar, esta experiencia es inquietante, aunque no rara. La mayoría de los hombres la han experimentado en algún momento, y por lo general la descartan como el recuerdo de una foto olvidada, como pura coincidencia, o, si tienen inclinaciones místicas, como alguna forma de telepatía, un mensaje de otra mente, o hasta una premonición de su futuro.

Pero reconocer un lugar donde «ningún» otro ser humano pudo haber estado nunca… eso resulta muy impresionante. Durante varios segundos, Norton permaneció como clavado en la lisa y cristalina superficie sobre la que había estado caminando, procurando encauzar sus sensaciones. Su bien ordenado universo había sufrido una sacudida que le turbó, y tuvo una visión repentina de esos misterios al margen de la existencia que con todo éxito había tratado de ignorar durante la mayor parte de su vida.

Luego, trayéndole un inmenso alivio, el sentido común acudió en su ayuda. La perturbadora sensación de dejà vu se desvaneció para ser reemplazada por un recuerdo real e identificable de su adolescencia.

Era cierto que una vez estuvo entre dos paredes en declive semejantes a éstas, viendo cómo se extendían a lo lejos hasta dar la sensación de que convergían en un punto indefinidamente lejano. Pero esas paredes de su recuerdo estaban cubiertas de un césped corto y cuidado, y bajo sus pies había grava, no un liso cristal.

Habla sucedido treinta años antes, en el transcurso de unas vacaciones de verano, en Inglaterra. Debido a su interés en una compañera de estudios (recordaba su cara, pero había olvidado el nombre), siguió un curso de arqueología industrial muy popular entre los graduados en ciencias e ingeniería. Habían explorado juntos minas de carbón y fábricas de tejido abandonadas, se encaramaron sobre las ruinas de altos hornos y locomotoras a vapor, contemplaron incrédulamente primitivos y todavía Peligrosos reactores nucleares, y condujeron inapreciables antiguedades provistas de motor a turbina por restauradas pistas de carretera.