El parecido al antiguo Manhattan era sólo superficial; este eco del pasado de la Tierra nacido en las estrellas, poseía su propia y única identidad. Cuanto más la observaba, tanto más se convencía la doctora Ernst. de que no era en absoluto una ciudad.
La verdadera Nueva York, como todas las ciudades del hombre, nunca había sido terminada, y aun menos proyectada de antemano. Este lugar, en cambio, poseía una perfecta simetría y diseño, aunque tan complejos que escapaban a la mente. Había sido concebido y diseñado por alguna inteligencia directriz, para luego ser completado, como una máquina ideada para algún propósito específico. Después, ya no habla posibilidad de ampliación o cambio.
El rayo de luz del reflector recorrió lentamente esas torres distantes, cúpulas, esferas entrelazadas y cubos entrecruzados. En ocasiones había un reflejo brillante cuando alguna superficie plana les devolvía la luz. La primera vez que sucedió, les cogió de sorpresa. Era exactamente como si, desde aquella extraña isla, alguien les estuviera haciendo señales.
Pero nada había aquí para ver que no hubiera sido visto ya con detalle en las fotografias tomadas desde el cubo. Al cabo de unos minutos llamaron a Control para que volviera a enfocarles la luz, y echaron a andar en dirección este, por el borde de la escarpa. Una teoría plausible era que en alguna parte debía haber un tramo de escaleras o una rampa para descender hasta el mar. Y un miembro de la tripulación, que tenía gran experiencia como marino, expuso una interesante conjetura.
—Donde hay un mar —predijo la sargento Ruby Barnes—, tiene que haber muelles, puertos… y barcos. Se puede averiguar todo sobre una cultura estudiando la forma en que construía sus barcos.
Sus colegas opinaban que era un punto de vista restringido, pero al menos resultaba estimulante.
La doctora Emst había renunciado ya a la búsqueda y se preparaba para descender por medio de una soga, cuando Rodrigo descubrió la estrecha escalera. Fácilmente pudo haber sido pasada por alto, en la oscuridad, bajo el borde del risco, porque no tenía pasamanos ni otra señal de su existencia. Y parecía no conducir a ninguna parte; descendía los cincuenta metros de pared vertical en un ángulo pronunciado, y desaparecía debajo de la superficie del mar.
Examinaron el tramo de escaleras con los focos de sus cascos; no vieron nada que pudiera constituir un riesgo, y la doctora Ernst recibió el permiso del comandante Norton para descender. Un minuto más tarde, ponía a prueba cautelosamente la firmeza de la superficie del mar.
Su pie se deslizó casi sin fricción de un lado al otro. El material daba la sensación exacta de hielo. Era hielo.
Cuando lo golpeó con un martillo, un familiar dibujo de grietas irradió desde el lugar del impacto y no tuvo dificultad en reunir los pedazos que quiso. Algunos ya se habían derretido cuando levantó el portamuestras a la luz. El líquido parecia ser agua hgeramente turbia, y la olió con cautela.
—¿Le parece eso prudente? —exclamó Rodrigo desde arriba, con alguna ansiedad.
—Créeme, Boris —replicó Laura—, si por estos alrededores hay agentes patógenos que han escapado a mis detectores, nuestras pólizas de seguro de vida vencieron hace una semana.
Pero Rodrigo tenía razón. A pesar de las pruebas realizadas, existía una ligera posibilidad de que esa sustancia fuera venenosa, o transmitiera alguna enfermedad desconocida.
En circunstancias normales, Laura Ernst no hubiera corrido siquiera ese riesgo minúsculo. Ahora, empero, el tiempo apremiaba, y lo que estaba en juego era de una tremenda importancia. Aun cuando se hiciera necesario poner el Endeavour en cuarentena, sería un precio bajo por esa carga de conocimiento.
—Es agua, aunque no me gustaría nada tener que beberla; huele a un cultivo de algas que se hubiera echado a perder. Apenas puedo esperar para examinarla en el laboratorio.
—¿Se puede caminar con seguridad sobre ese hielo?
—Sí. Es sólido como la roca.
—Entonces podemos ir hasta Nueva York.
—¿Le parece, Pieter? ¿Ha intentado alguna vez caminar a través de cuatro kilómetros de hielo?
—¡Ah, ya entiendo qué quiere decir, doctora! Imagine lo que dirían en suministros si pidiésemos un par de patines. Claro que no todos sabríamos usarlos, aunque los hubiera a bordo.
—Y hay otro problema —puntualizó Rodrigo—. ¿Se da cuenta de que la temperatura está ya sobre 0? Dentro de poco el hielo comenzará a derretirse. ¿Cuántos astronautas son capaces de nadar cuatro kilómetros? Les aseguro que éste no.
La doctora Ernst se reunió con sus compañeros en el borde de la escarpa, y levantó triunfal la botellita con la muestra de agua.
—Es un largo camino por unos pocos centímetros cúbicos de agua sucia, pero es posible que esta agua nos enseñe más sobre Rama que-cualquier cosa descubierta hasta el momento. Volvamos a casita.
Se volvieron hacia las luces distantes del cubo, desplazándose con las largas zancadas que habían probado ser el modo más confortable de caminar en esa gravedad reducida. Miraban a menudo hacia atrás, atraídos por el enigma de esa isla allá, en el centro del mar helado.
Y sólo una vez la doctora Ernst creyó sentir la leve caricia de una suave brisa en la mejilla.
La impresión no se repitió, y rápidamente quedó olvidada.
16. La bahía de Kealakekua
—Como sabe usted muy bien, doctor Perera —dijo el embajador Bose en un tono de paciente resignación—, pocos de nosotros pueden preciarse de poseer sus conocimientos sobre meteorología matemática. Así, pues, le ruego que se compadezca de nuestra ignorancia.
—Con mucho gusto —respondió el exobiólogo, sin la menor cortedad y sin molestarse en refutar la última frase—. Puedo explicarlo mejor diciéndoles qué ocurrirá en el interior de Rama… muy pronto.
»En los actuales momentos la temperatura está a punto de aumentar mientras la vibración del calor solar penetra a través de la corteza. De acuerdo con la última información recibida, ya está por encima del punto de congelación. El Mar Cilíndrico empezará a descongelarse, y a diferencia de los cuerpos de agua en la Tierra, se derretirá desde el fondo hacia arriba. Esto producirá algunos efectos extraños; pero a mí me preocupa mucho más la atmósfera.
»En tanto la atmósfera se calienta, el aire en el interior de Rama se expandirá, y tratará de levantarse hacia el eje central. Y ése es el problema. A nivel del suelo, aunque aparentemente estacionario, comparte en realidad la rotación de Rama, más de ochocientos kilómetros por hora. Mientras se eleva hacia el eje, tratará de conservar esa velocidad. Y, por supuesto, no lo logrará. El resultado es que se originarán violentas ráfagas de viento y turbulencia. Estimo velocidades de doscientos a trescientos kilómetros por hora.
»Incidentalmente, algo similar ocurre en la Tierra. El aire caliente del Ecuador, que comparte la rotación de mil seiscientos kilómetros por hora de la Tierra, encuentra el mismo problema cuando se levanta y sopla hacia el norte y el sur.
—¡Ah, si, los vientos alisios! Lo recuerdo de mis lecciones de geografia.
—Exactamente, Sir Robert. Rama tendrá vientos alisios de suma violencia. Creo que durarán unas pocas horas, y que luego se restablecerá alguna especie de equilibrio. Entretanto, yo aconsejarla al comandante Norton que evacue el lugar, lo más pronto posible. Este es el mensaje que propongo enviar.
Con un poco de imaginación, pensó Norton, podia hacerse la ilusión de estar en un improvisado campamento nocturno al pie de las montañas en alguna remota región de Asia o América. La confusión de sacos de dormir, mesas y sillas plegables, equipo liviano, y sanitario, una central de energía portátil. y una mezcolanza de aparatos científicos, no habría estado fuera de lugar en la Tierra, sobre todo porque aquí hombres y mujeres trabajaban sin los sistemas de supervivencia.